Un pueblo maya contra un gigante ruso del níquel
Los vecinos de El Estor se enfrentan al terror, la muerte y las amenazas en su rebelión contra la contaminación causada por la empresa minera Solway
Carlos Choc, de 36 años, camina siempre igual por su pueblo guatemalteco: paso lento, chaleco de bolsillos de reportero y una modesta cámara al hombro. Cubre protestas vecinales, cortes de agua, inauguraciones del alcalde, demandas de los indígenas o las visitas del gobernador a El Estor. Y, por supuesto, también informa sobre la mina de níquel, uno de los dolores de cabeza más grandes para el Gobierno del presidente Jimmy Morales.
Desde que Solway comenzó en 2012 a operar la mina a cielo abierto, parte de la población se ha levantado contra la multinacional rusa para denunciar la contaminación del lago Izabal, los daños a la salud, la corrupción y el clima de terror que se ha extendido entre quienes se oponen a la mina: pescadores, periodistas, políticos y hasta el cura.
Cientos de vecinos de El Estor se manifiestan casi cada semana contra una industria que emplea a casi 3.000 personas, pero que ha abierto un enorme cráter en sus montañas y ha convertido el pueblo en lugar de paso para los 150 camiones que cada día salen cargados de la tierra roja hacia Ucrania. El conflicto, el más grave del departamento, admite el gobernador Erik Bosbellí, ha puesto en cuestión el modelo extractivo del país que tiene 64 minas similares que contribuyen con menos del 0,7% al PIB del país, según el instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI).
El Gobierno de Guatemala y los directivos de la firma insisten en que se han realizado dos estudios del agua que señalan que no hay contaminación. Sin embargo, el proyecto Green Blood —realizado entre la BBC, Le Monde, Expreso, Prensa Comunitaria, The Guardian y EL PAÍS— tuvo acceso a un nuevo análisis encargado por los pescadores y realizado en Alemania que recoge alto nivel de contaminación en los canales de agua próximos a la mina. El equipo, coordinado por la organización francesa Forbidden Stories constató el daño causado en lugares como Montúfar, otra zona de explotación, donde un derrame en la mina provocó que el agua del río se volviera naranja el 10 de mayo, como comprobó este equipo.
Las protestas comenzaron en marzo de 2017, cuando una mancha roja comenzó a extenderse por el lago. La respuesta oficial, tras un estudio, fue que era producto de una alga. Pero las manifestaciones continuaron y llegaron a su punto álgido el 27 de mayo de 2017, cuando los pobladores bloquearon los accesos al pueblo para evitar que salieran más camiones. La revuelta incluyó el asedio a la urbanización amurallada donde viven los cargos medios de la mina. La policía empleó bombas de humo y disparos que mataron al pescador Carlos Maaz. Ese mismo día ardió también la casa del alcalde y la comisaría.
El único periodista que informó fue Carlos Choc, que publicó en Prensa Comunitaria las fotos de los policías abriendo fuego contra los manifestantes. Comenzó a recibir amenazas y un juez ordenó su detención y la de dos pescadores, acusados de ser los organizadores. Desde entonces casi no puede trabajar, debe firmar cada 30 días en un juzgado a dos horas de su casa, no puede salir del país y está a un paso de perder la custodia de sus dos hijos. “Han llegado extraños a disparar frente a mi casa”, señala Choc, quien atribuye el hostigamiento al equipo de seguridad de la mina, dirigido por un exmilitar. “Quieren que sepa que están ahí”, añade.
A ello se suma el comportamiento del juez que ha suspendido nueve veces las audiencias sobre su caso. Incluso en la última, en enero de este año, su abogado y el ministerio público, que representa a las familias acosadas en la urbanización, pidieron cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, el juez Edgar Aníbal Arteaga insistió en que Choc es un tipo peligroso y mantuvo las medidas cautelares.
“Hay un claro patrón de criminalización. Hay dos pescadores, Eduardo Bin y Cristóbal Pop, que están encarcelados por supuesto riesgo de fuga, acusados de delitos graves como asociación ilícita o asesinato que se aplica a violentos pandilleros y que podría enviarlos muchos años a la cárcel”, dice su abogado Francisco Martin Vivar, que los defiende gratis. “No tienen pruebas pero han ido contra los líderes de los pescadores con muy poca rigurosidad. Como ni siquiera tienen fotos de ellos, las han sacado de su Facebook”, denuncia.
Ubicado al borde del lago más grande de Guatemala y una población de 15.000 habitantes, El Estor está en un paraje único, reserva de la biosfera, donde el poderoso verde contrasta con las imponentes chimeneas de Solway. Esa es la vista con la que se despierta Dominga Chub, promotora de salud en la comunidad de Barrio Nuevo. Chub atiende las enfermedades más básicas de 600 campesinos que no se atreven a ir al médico porque ni siquiera hablan español. “Continuamente llegan niños con manchas en la piel, conjuntivitis o diarrea por beber agua”, explica en un austero consultorio de madera desde donde se divisa el lago.
Un estudio reciente obtenido por Green Blood reveló que Amasurli, la compañía contratada por el Gobierno para el manejo sostenible de la cuenca, concluyó que el lago estaba experimentando el vertido excesivo de nutrientes al agua lo que provoca el aumento de la vida vegetal. El año pasado el nivel de sales de nitrato en el agua era 54 veces superior y el de fosfato dos más de lo que se considera una tasa segura. Los expertos consultados concluyeron que los estudios realizados hasta ahora son inconsistentes. Lucas Barreto Correa, biólogo especializado en contaminación del agua, dijo: “Se necesita información gubernamental más consolidada”.
“No soy doctor”, respondió el presidente de la minera, Dimitry Kurdiakov, cuando Forbidden Stories le mostró las fotos de los niños con ronchas en la piel. “Y ustedes tampoco”, añadió. Según Kurdiakov las posibles enfermedades se deben a la pobreza y las condiciones en las que viven. “No tienen oportunidad de ir a un médico, ni casas con duchas ni plantas para purificar el agua. Son un montón de factores que influyen”, señaló.
“La población está dividida, pocos quieren que se cierre la mina porque es la única fuente de trabajo. Piden salarios justos, que contraten a más trabajadores locales o que el pueblo se beneficie de becas, instalaciones deportivas o un centro de salud”, dice en su iglesia el padre Ernesto Rueda. “Quieren frenar la voracidad y el avance de la mina. La estrategia de criminalización de la empresa ha funcionado y ha impuesto el miedo a ser considerado un delincuente”, añade.