Derrota en dos tiempos
Los Gobiernos de Malta y de Italia han aceptado acoger en su territorio, por razones de salud, a dos hombres y una mujer embarcados en el buque Open Arms. El gesto es equívoco en la medida en que pretende esconder detrás de una concesión humanitaria una abstención política: no solicitar de la Comisión la activación del mecanismo europeo para hacer frente a estos casos, manteniendo a la Unión en situación de parálisis e intentando zafarse por esta vía de cualquier atisbo de solución que incluya un reparto de los náufragos entre los países miembros. Lejos de conseguir este propósito, el gesto de Italia y Malta ha revelado la verdadera debilidad de los Gobiernos, que han querido convertir la política migratoria en combustible para radicalizar al electorado. Por duro que sea el lenguaje al que recurren, saben que no pueden permanecer indefinidamente impasibles ante lo que sucede frente a sus costas sin desacreditarse, ni tampoco prolongar las disputas entre socios de la Unión tomando como rehenes a un centenar y medio de seres humanos en situación de absoluto desvalimiento.
Las organizaciones que han salido en su socorro han recordado que no se puede ignorar una realidad que, antes de involucrar conceptos como el efecto llamada, la identidad o, incluso, la seguridad, siempre asociados con los turbios cálculos electorales del populismo, exige ser contemplada en sus rasgos más elementales. El Mediterráneo sigue marcando una de las divisorias políticas y económicas más profundas del mundo, con guerra y miseria a un lado, y estabilidad y prosperidad al otro. Y es esta divisoria la que hace que miles de personas se echen al mar en
embarcaciones precarias, bien como refugiados que huyen de un conflicto abierto o bien para probar una suerte más benévola que la que les ofrecen sus países de origen. Acusar de buenismo a quienes recuerdan la insoslayable necesidad de tomar en consideración esta realidad y sus consecuencias es solo un intento de convertir un insulto denigrante en un conjuro pueril, con el que se pretende la salida mágica de hacer que desaparezca el problema por la vía de negarle cualquier solución, que sea a la vez políticamente factible y moralmente obligada.
La Comisión asumió ayer la tarea de conciliar este doble imperativo al iniciar contactos discretos con varios Estados miembros para buscar una salida a los náufragos recogidos por el Open Arms. Es claro que, una vez más, Europa se propone dar respuesta a un caso específico y no afianzar un mecanismo reglado dentro de una política migratoria común. Pero esta circunstancia no disminuye el valor de la decisión en la que pueda desembocar el movimiento de Bruselas, sino que lo acrecienta: los objetivos más ambiciosos no pueden servir de coartada para posponer las decisiones que urgen. Sobre todo cuando lo que propone un creciente populismo es que esos objetivos no se asuman y que esas decisiones no se adopten. Al salir al rescate de los náufragos, Europa ha colocado a los Gobiernos de la Unión ante sus propias responsabilidades. ¿No habrá ninguno que, solo o en compañía de otros, permita que la Comisión medie para salvaguardar la seguridad y la dignidad de niños, mujeres y hombres hacinados sobre la cubierta de un buque?
No podrá Mauricio Macri esconder la escocedura de la derrota sufrida el domingo en las elecciones celebradas en Argentina, especialmente subrayada por los pronósticos erróneos de unos mercados financieros que le daban ya por casi seguro vencedor y han acogido con pánico los resultados. Ante todo, por el extraño carácter de estas elecciones instituidas como primarias, pero en realidad una especie
de macrosondeo o ensayo general de las presidenciales del 27 de octubre. El presidente ya sabe que su gestión, especialmente la económica, ha sido ampliamente desautorizada. Sabe, además, que va a tener muy difícil la reelección a la vista de la diferencia de porcentaje abrumadora —mayor que la pronosticada por las encuestas—, que le separa de la candidatura vencedora de Alberto Fernández. Y en tercer lugar, y no menos grave, que en los dos meses que le quedan será un presidente sin márgenes, un auténtico pato cojo, atendiendo a la terminología empleada en Estados Unidos.
Las PASO, o primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, no tienen el efecto selectivo dentro de cada partido que se le supone a unas primarias, y al ser obligatorias y estar abiertas a la participación de todos los ciudadanos se han convertido en una prueba generalizada de enorme valor demoscópico, de forma que son escasos los márgenes de variación que puedan registrarse dentro de dos meses y medio. Tampoco alcanzan el carácter de primera vuelta, dado que solo quedan descartados los candidatos que no han superado el listón ínfimo del 1,5% de votos favorables. Todo lo que cabe esperar, por tanto, es una derrota en dos tiempos de Macri, y una vuelta del kirchnerismo, el populismo peronista e izquierdista del siglo XXI directamente representado por la expresidenta Cristina Kirchner, que se ha presentado como candidata a la vicepresidencia de Alberto Fernández. Lo mejor que puede decirse de ella es que su estruendoso fracaso presidencial no ha bastado para espantar a sus propios electores ni para movilizar suficientemente a los adversos.
Los comicios argentinos, incluidos estos, se cuentan entre los casos más perfectos de selección en la gradación de dos males, de forma que al menos se salva plenamente uno de los mayores valores de la democracia como es la alternancia, convertida en una especie de oportunidad para hacer las cosas algo mejor después de que el antecesor las haya hecho fatalmente mal. Queda la leve esperanza que de tanta sucesión de fracasos económicos y sociales a izquierda y derecha, y del duro precio pagado especialmente por las clases más desfavorecidas, termine saliendo en algún momento un Gobierno que vaya más lejos de la mera sucesión de torpezas y comience la recuperación del país.