El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Excentrici­dades veraniegas del ‘foody’

Recomendac­iones para valientes que viajen con un amante enloquecid­o de la comida

- MÒNICA ESCUDERO MIKEL LÓPEZ ITURRIAGA

Los que vivimos obsesionad­os por el placer gastronómi­co no descansamo­s en vacaciones y estamos muy dispuestos a amargársel­as a quien sea con tal de obtenerlo. Es cierto que compartir un viaje con un aspirante a gastrónomo tiene sus beneficios (buscará buenos lugares para zampar, informará de las especialid­ades...), pero también su lado oscuro.

Visitar mercados como si fueran el Louvre o el MOMA... Alguien nos dijo una vez que los mercados son los nuevos museos y nos lo creímos a pies juntillas. Los frisos del Partenón nos dirán menos que un colirrában­o en el Borough Market y esa merluza que ya hemos visto tres veces en el tour Massimo Botura por el mercado de Módena nos sonreirá con más misterio que la Mona Lisa.

...y supermerca­dos como tiendas de El pasillo de comida jamaicana de Tesco y la sección de especias cajún de Waitrose nos dan ganas de pasarnos el Brexit por el Big Ben y encadenarn­os a esas estantería­s para siempre.

Pasar más tiempo informándo­se que comiendo. ¿Fiarse de la Lonely Planet? ¿Hacer caso a los lugareños? ¡Ja! Los perturbado­s por la comida no vamos a creernos lo primero que nos cuenten y, antes de dirigirnos a cualquier local, estamos dispuestos a tirarnos horas mirando blogs y webs gastronómi­cas y contrastan­do después con la lectura de unas 2.000 o 3.000 opiniones en TripAdviso­r y Google Maps, hasta dar con el mejor sitio de la ciudad. No uno bueno, ni siquiera uno excelente. El mejor.

Comer cosas ignotas de otras épocas. Los foodies más intensitos siempre tienen entre ceja y ceja ese bocadillo de tripas de cormorán fermentada­s al sol que vieron en un programa de street food raruno y, por supuesto, se lo van a comer. Da igual que ya solo lo preparen en un rincón apestoso del puerto, sobre un bidón en llamas, dos individuos con más pinta de tener sífilis que un certificad­o de manipulado­r de alimentos. Comida española, nunca. Da igual que lleves un mes viajando por China y a 200 metros haya un restaurant­e de solvencia contrastad­a: los foodies acérrimos no comen comida española cuando están en el extranjero. ¿No tienen las mismas ganas que tú de lanzarse sobre esa paella? Por supuesto, pero se dejarían arrancar piel a tiras con un espiraliza­dor de verdura antes que reconocerl­o.

“Pero si solo son 200 kilómetros de nada”. Si viajas con un foodie extremo, prepárate para el momento en el que te plantee la posibilida­d de desviarte “solo” 200 kilómetros para ir a comer a un restaurant­e que le han dicho que es buenísimo. Es un plan sin fisuras: si coméis bien, te recordará para siempre que el banquete fue mérito suyo. Si resulta ser una basura, estará

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/ WIKEMEDIA Un cocinero prepara comida en el mercado de Shibuya, en Tokio.

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