Excentricidades veraniegas del ‘foody’
Recomendaciones para valientes que viajen con un amante enloquecido de la comida
Los que vivimos obsesionados por el placer gastronómico no descansamos en vacaciones y estamos muy dispuestos a amargárselas a quien sea con tal de obtenerlo. Es cierto que compartir un viaje con un aspirante a gastrónomo tiene sus beneficios (buscará buenos lugares para zampar, informará de las especialidades...), pero también su lado oscuro.
Visitar mercados como si fueran el Louvre o el MOMA... Alguien nos dijo una vez que los mercados son los nuevos museos y nos lo creímos a pies juntillas. Los frisos del Partenón nos dirán menos que un colirrábano en el Borough Market y esa merluza que ya hemos visto tres veces en el tour Massimo Botura por el mercado de Módena nos sonreirá con más misterio que la Mona Lisa.
...y supermercados como tiendas de El pasillo de comida jamaicana de Tesco y la sección de especias cajún de Waitrose nos dan ganas de pasarnos el Brexit por el Big Ben y encadenarnos a esas estanterías para siempre.
Pasar más tiempo informándose que comiendo. ¿Fiarse de la Lonely Planet? ¿Hacer caso a los lugareños? ¡Ja! Los perturbados por la comida no vamos a creernos lo primero que nos cuenten y, antes de dirigirnos a cualquier local, estamos dispuestos a tirarnos horas mirando blogs y webs gastronómicas y contrastando después con la lectura de unas 2.000 o 3.000 opiniones en TripAdvisor y Google Maps, hasta dar con el mejor sitio de la ciudad. No uno bueno, ni siquiera uno excelente. El mejor.
Comer cosas ignotas de otras épocas. Los foodies más intensitos siempre tienen entre ceja y ceja ese bocadillo de tripas de cormorán fermentadas al sol que vieron en un programa de street food raruno y, por supuesto, se lo van a comer. Da igual que ya solo lo preparen en un rincón apestoso del puerto, sobre un bidón en llamas, dos individuos con más pinta de tener sífilis que un certificado de manipulador de alimentos. Comida española, nunca. Da igual que lleves un mes viajando por China y a 200 metros haya un restaurante de solvencia contrastada: los foodies acérrimos no comen comida española cuando están en el extranjero. ¿No tienen las mismas ganas que tú de lanzarse sobre esa paella? Por supuesto, pero se dejarían arrancar piel a tiras con un espiralizador de verdura antes que reconocerlo.
“Pero si solo son 200 kilómetros de nada”. Si viajas con un foodie extremo, prepárate para el momento en el que te plantee la posibilidad de desviarte “solo” 200 kilómetros para ir a comer a un restaurante que le han dicho que es buenísimo. Es un plan sin fisuras: si coméis bien, te recordará para siempre que el banquete fue mérito suyo. Si resulta ser una basura, estará