Sin aplausos
Díaz Ayuso refuerza el guion más ultraconservador del PP para gobernar
La candidata del Partido Popular, Isabel Díaz Ayuso, ha sido investida presidenta de la Comunidad de Madrid gracias al apoyo de Ciudadanos y Vox. Para llegar hasta la votación de ayer, la Mesa de la Asamblea, presidida por Ciudadanos, adoptó hace unas semanas la decisión cuando menos controvertida de convocar una sesión de investidura sin candidatos. El objetivo era conceder una prórroga a las tres fuerzas que aspiraban a formar Gobierno en la Comunidad para alcanzar el acuerdo materializado ayer. Díaz Ayuso, por su parte, ha tenido que promover y a la vez consentir un ejercicio de simulación política que hiciera compatibles las exigencias encontradas de sus dos socios de gobierno: Ciudadanos no estaba dispuesto a firmar ningún documento con Vox, pero sí a prestar farisaicamente su aquiescencia verbal al suscrito por esta fuerza y Díaz Ayuso.
Más allá de la perplejidad ante el hecho de que el PP y Ciudadanos consideren aceptables estas argucias, la alambicada ingeniería parlamentaria con la que Díaz Ayuso se ha hecho con la presidencia de Madrid no garantiza la autonomía de su Ejecutivo frente a los chantajes de la ultraderecha, planteados por su portavoz en la Asamblea, Rocío Monasterio, desde la misma sesión de investidura. Unos chantajes que son graves porque posibilitan que la quinta fuerza en la Cámara regional imponga sus obsesiones retrógradas y dudosamente constitucionales, no al Gobierno constituido con sus votos, sino a través de él, a la abrumadora mayoría de madrileños que se inclinaron por otros programas. Por descontado, el que defendió el socialista Ángel Gabilondo, que obtuvo el mayor número de escaños, pero también aquellos con los que concurrieron tanto Ciudadanos como el propio PP.
Díaz Ayuso se propone retomar en su acción de gobierno todas las simplificaciones ideológicas sobre las que el ala dura de su partido hizo de Madrid, no un baluarte del
liberalismo, sino de un fanatismo ultraconservador que proclamaba la intervención mínima de los poderes públicos al mismo tiempo que se disponía a ocupar políticamente las instituciones, desde los organismos económicos, incluidas las cajas de ahorro, hasta la televisión autonómica, con el consiguiente agujero de corrupción que esa ocupación abría. Es decir, Díaz Ayuso asume una combinación elaborada con más de lo mismo, incluida la negación de la corrupción acumulada durante dos décadas, y el único ingrediente nuevo de las exigencias de Vox en educación, inmigración y en materia de costumbres. Ni el PP ni Cs las han rechazado de forma inequívoca, sino que, perseverando en primar las apariencias sobre las realidades de lo que se negocia y de quién lo hace, se han limitado a incorporarlas al programa de gobierno reformuladas mediante eufemismos.
Al colocar a su candidata en la presidencia de la Comunidad de Madrid, Pablo Casado afianza su liderazgo en el seno del PP. También Vox se apunta una victoria, al obtener una posición políticamente decisiva en la acción de gobierno que pueda desarrollar Díaz Ayuso, sin proporción con su número de escaños. Falta por saber qué ha obtenido Ciudadanos, más allá de haber destruido el espacio de la centralidad en el ámbito autonómico y de haber colocado la estabilidad del sistema en manos de los extremos. Ese Ejecutivo madrileño cuyo programa recibió significativamente sin aplausos no es solo obra suya, pero no hubiera sido posible sin su concurso. El vicepresidente y ministro del Interior quiere echar al primer ministro Giuseppe Conte y ocupar su despacho, prescindiendo de sus socios de coalición. Su fórmula es insólita, aunque perfectamente populista por su apelación a las urnas para la obtención de esos plenos poderes que tanto necesita: después de censurar a su propio primer ministro, se trata de convocar unas elecciones en las que la Liga se convierta al fin en la primera fuerza y él en el jefe del Gobierno.
Su ímpetu es enorme, pero no basta en un sistema constitucional como el italiano. La iniciativa ya ha provocado, de entrada, una alianza espontánea entre el Partido Democrático y M5S en el Senado que le ha impedido materializar inmediatamente la crisis de gobierno. Deberá esperar al día 20, a la comparecencia de Conte en el Senado. Tampoco triunfará en su improvisada maniobra para culminar antes de unas elecciones precipitadas la reforma pendiente que reduce el número de escaños en las Cámaras. Ni podrá desatender al papel del presidente de la República, el verdadero poseedor de la llave maestra de la convocatoria anticipada. E incluso su discurso contra la inmigración fue desautorizado ayer por un tribunal administrativo, que levantó la prohibición de entrada a aguas territoriales italianas impuesta al buque español Open Arms, que se dirigió a Lampedusa.
Al final, todo dependerá de la capacidad de las izquierdas para unirse frente a unas derechas siempre soldadas en torno al poder. Si Salvini puede contar con la Forza Italia de Berlusconi y con los ultras Hermanos de Italia, no está claro que el Partido Democrático y M5S puedan frenar o posponer su maniobra. La inestabilidad italiana tiene ahora su origen en las ambiciones de quien quiere estabilidad, pero bajo su puño de hierro. Son peligrosos los móviles a los que recurre: aprovechar la bonanza en las encuestas, a pesar de que está de baja la inmigración marítima hacia Italia, su principal cartel de demagogia electoral; eludir tiempos muertos para la reorganización de la izquierda, y llegar al presupuesto para 2020 con una mayoría que permita desafiar los criterios de déficit europeos. Los plenos poderes significan una mayoría suficiente para desafiar a Bruselas y poner en jaque a la Unión, tal como le aconseja Steve Bannon, habitual turista político en la Italia del populismo salvinista.