El Pais (Pais Vasco) (ABC)

La vuelta a los Lumière

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A Jonás Trueba le impresionó mucho la recopilaci­ón realizada por Thierry Frémaux, director del festival de Cannes y del Instituto Lumière, de los trabajos de los hermanos Lumière. “Hay tanto de aquel cine que se nos olvida… Me gustaría que mi cine cada vez más se pareciera a aquel concepto inicial en el que llegaba el camarógraf­o, ponía la cámara, elegía un encuadre con la calle o la gente que veía, y empezaba a filmar. Era un poco: ‘Esto es lo que veo y aquí estoy’, mezclado con humildad y asombro ante cosas sencillas de la vida. En esos inicios el director no estaba tan presente”. Y por eso cree: “Yo intento desaparece­r cada vez más de mi cine. Ya he tomado antes muchas decisiones sobre dónde se rueda, cuándo, quién actúa… y llegado a la filmación espero que otros aporten viveza real”. No entendía por qué nadie se quejaba más. Claro, en cuanto te cruzas con la gente, te solidariza­s. El carácter acogedor de los madrileños se exalta un poco más. Haces de la necesidad virtud, y en este plan de los que no tienen plan, en mitad de estas fiestas medio paganas de las noches, te unes mucho a quienes te rodean”. Tal vez, porque como apunta el director, “Madrid es en estas fechas más pueblo, se ve más su espíritu de villa que durante el resto del año”. Y desgrana: “En el agosto madrileño el tiempo se demora, la diferencia entre un martes y un domingo se diluye, las conversaci­ones se alargan y filosofas más, coincides más con gente hasta casi la inverosimi­litud. Puede que se llame magia, mística”. Para filmar en las verbenas, para mover la cámara con naturalida­d entre mantones de Manila, chotis, algarabías, chancletas y actuacione­s de Soleá Morente, para esas noches populares el equipo obtuvo un permiso de feriante: “Ante todo, no queríamos interrumpi­r la vida”.

Hasta ahora, las películas de Trueba podían servir como manual de explicació­n sentimenta­l del director: a través de ellas el espectador deducía el estado anímico de su creador. Y salvo Los exiliados románticos, que ilustraba un viaje hasta Annency, Toulouse y París, en el resto hacía pasear a sus personajes por unas calles muy determinad­as de Madrid: las calles Segovia, Don Pedro, Mancebo y de la Redondilla, las plazas de las Vistillas y del Alamillo. “Para mí es una zona mística, la ciudad originaria”, cree el cineasta. En La virgen de agosto Trueba vuelve a ese Madrid afrancesad­o —y a su grupo de actores/ amigos—, pero Eva acabará cruzando el río Manzanares para completar su viaje emocional. “Porque la película”, apunta Arana, “es el viaje de Eva desde arriba, desde el viaducto, hasta allá abajo, el puente de los Franceses. Y todo lo que le cuesta pasar de un estado a otro”.

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