Historias de perdición
‘The House of the Rising Sun’, de los Animals, es un caso ejemplar del músico listo que despluma a sus compañeros con la complicidad del negocio
Lo cuenta Christopher Hitchens en sus memorias, Hitch-22. Situación: noche de verano en Balliol, su exclusivo college de Oxford. Se ha relajado la disciplina, y el director permite que un conjunto formado por alumnos actúe en el campo de críquet. Todo va plácidamente hasta que tocan una versión “bastante potente” de The House of the Rising Sun, el éxito de los Animals. Así describe el futuro polemista lo que ocurrió: “De repente, fuimos invadidos por una multitud de chicos (e incluso chicas) de los alrededores. Cruzaron unos límites sociales y geográficos que nunca habían transgredido, descubriendo que era deliciosamente sencillo. De todos modos, se comportaron con educación y curiosidad; hasta mis peores contemporáneos reaccionaron con cortesía y tolerancia. Hubo cierta confraternización hasta que las autoridades del college vieron lo que podía pasar y cortaron la electricidad a los instrumentos. Solo entonces, ya demasiado tarde, apareció la policía”.
Hitchens, empapado de cultura grecolatina, imaginó que se repetía el episodio de Orfeo con su lira, amansando a las fieras del bosque. “Fue un tiempo después cuando pensé: no, idiota, lo que viste y oíste fue el comienzo de los sesenta”.
El mundo al revés: los cachorros de la clase dominante imitando a músicos proletarios. Los Animals venían de Newcastle, una de tantas ciudades norteñas donde la Revolución industrial ya era arqueología urbana. Su vocalista, Eric Burdon, recordaba haber crecido viendo las oxidadas grúas del río Tyne como intimidantes criaturas prehistóricas. The Animals pertenecían a una generación apasionada por la música afroamericana, pero también abierta al folk hecho con guitarra de palo. Del primer elepé de Bob Dylan sacaron las caras a de sus primeros lanzamientos: Baby Let Me Follow You Down y The House of the Rising Sun. Ambas fueron radicalmente transformadas. Mientras la primera era puro ritmo lúbrico, la segunda alcanzó una rara grandeza: la amarga crónica en primera persona del eclipse de un tahúr alcohólico, desgranada entre arpegios de guitarra y un solemne órgano Vox.
Aparte de la electrificación, la novedad es el protagonista: solía cantarse desde el punto de vista de una prostituta, que lamenta sus años perdidos en un burdel de Nueva Orleans, supuestamente conocido como La Casa del Sol Naciente.
Hubo magia: se grabó en una sola