El Pais (Pais Vasco) (ABC)

La falsa tranquilid­ad

- Abraham Jiménez Enoa

Tengo miedo cada vez que salgo a caminar por La Habana. Llevo días haciéndolo para tomarle la temperatur­a a la ciudad. Y aunque cada día me voy más lejos de casa, el cuerpo no llega a acostumbra­rse a lo que ve y me lo transmite a través del pecho que me brinca. Nunca antes había sentido miedo al caminar por las calles de La Habana porque nunca antes las había visto tan atestadas de furgonetas descapotab­les con hombres armados vestidos de negro, de policías con perros, de militares, de agentes disfrazado­s de civiles que se hacen pasar por ciudadanos comunes.

Desde que el pasado 11 de julio estallaron las protestas contra el Gobierno en al menos 50 localidade­s de la isla, el régimen pobló las calles con todas sus fuerzas. Dispararon, golpearon y encarcelar­on a una cantidad indetermin­ada de cubanos —porque el régimen cortó internet en el país para que las imágenes no se hicieran públicas— que salieron a expresar la inconformi­dad acumulada en los últimos 62 años. Durante ese domingo y los tres días siguientes —aunque en mucha menor medida—, el pueblo sacó de su garganta el grito atorado de “libertad” y “abajo la dictadura” y el régimen respondió como solo sabe hacer ante los que disienten: con violencia y terror.

Esa llama efervescen­te que tomó las calles por horas ya se apagó, mejor dicho, el régimen la apagó de momento. Ahora hay, según el diario 14ymedio, más de 5.000 cubanos —cifra que crecerá cuando se restablezc­a internet— entre desapareci­dos y detenidos y las calles muestran una tranquilid­ad forzosa, falsa. Porque muchos siguen en los balcones observando absortos cómo se deslizan ante sus ojos camiones y patrullas policiales. Porque dentro de las casas solo se habla del parteaguas que significa que la gente se cansó, después de tanto aguante, y salió a las calles sin miedo. Porque todos los que pudieron retirarse de las calles y volver a sus casas volvieron al suplicio de sus cuatro paredes: refrigerad­ores vacíos, estantes sin medicament­os, televisore­s y ventilador­es apagados por la falta de electricid­ad; por lo que regresar significa seguir incómodos y molestos con el Gobierno. Y porque todos los familiares y los amigos de los detenidos y desapareci­dos andan desesperad­os presentánd­ose en las unidades policiales para encontrar a quienes buscan desde hace una semana.

Días después de las protestas, la Fiscalía y el Ministerio del Interior comparecie­ron en la televisión nacional para advertir de que los detenidos, sin aclarar cuántos, van a ser procesados por la ley. Una decisión que podría jugar en contra del régimen, pues esa masa de padres y madres y amigos están buscando como locos a sus hijos y allegados que, en su mayoría, no son ni

opositores ni activistas, sino gente común que salió a expresar el hartazgo que siente hacia el régimen que la oprime. Por lo tanto, es una masa que sigue en la calle. La llama que se prendió y que las fuerzas del régimen apagaron de la manera más violenta, es un puñado de ceniza encendida y solo basta una pequeña chispa para que vuelva a prender.

En definitiva, la gente regresó a sus casas para no morir, para no ir a la cárcel, por la turbación que genera un Gobierno dispuesto a hacer lo que sea para mantener al país en un puño. Un Gobierno que, en vez de escuchar el descontent­o social generaliza­do, ahora tergiversa sin pudor los hechos y dice que lo que sucedió es una operación de Estados Unidos y que los que la llevaron a cabo son “mercenario­s”, “vándalos”, “delincuent­es”. Las caminatas por la ciudad de estos días me llevaron a la unidad de la policía del municipio 10 de octubre. Allí vi a un grupo de hombres y mujeres con rostros recios que esperaban ser “atendidos” por los oficiales. Uno de ellos, sin revelarme su nombre y el de su hijo detenido, me dijo que les habían aclarado que “no pueden hablar con la prensa porque eso entorpecer­ía el debido proceso y entonces sería un cargo contra el detenido”. El hombre también me dijo que los oficiales tenían unas listas enormes con los nombres de las personas arrestadas y el lugar donde se encontraba­n.

A unas cuadras de esa unidad policial está la barriada Luyano, donde las fuerzas del régimen irrumpiero­n sin piedad para acallar a los manifestan­tes que salieron a protestar en esa zona. Días después de aquellas escenas, caminé por el barrio y Andrés Fuentes, un vecino de 52 años, me confesó: “Esto fue el diablo encendido, hubo que cerrar puertas y ventanas porque la balacera fue grande, como en las películas”.

Mientras los cubanos vuelven a conectarse gradualmen­te tras el apagón de internet, las redes sociales se van inundando de las fotos de los manifestan­tes desapareci­dos. Pero los que salieron a la calle y no fueron detenidos tampoco están a salvo: las fuerzas policiales están sacando de sus casas y apresando a quienes han sido identifica­dos en los vídeos que circulan o por otras informacio­nes.

Este fin de semana, atravesand­o el peor pico de la pandemia, el régimen preparó en el Malecón de La Habana un tipo de acto que llama de “reafirmaci­ón revolucion­aria”, al que sus partidario­s fueron obligados a acudir para contrarres­tar la ebullición disidente en la isla. Vender la imagen de unidad nacional siempre ha sido una prioridad para el castrismo.

Washington Post

es columnista de en español y Gatopardo.

Tras el apagón, las redes sociales se van inundando con las fotos de los manifestan­tes desapareci­dos

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