El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Estado de alarma institucio­nal

Una sentencia problemáti­ca evidencia varios síntomas de deterioro democrátic­o

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El Tribunal Constituci­onal ha declarado esta semana la nulidad de algunas de las medidas previstas en el decreto de estado de alarma promulgado por el Gobierno en marzo de 2020, en pleno estallido de la pandemia. La decisión, de la que se ha publicado solo la parte dispositiv­a, representa un grave revés para el Ejecutivo, que promovió el decreto, pero afecta también al Legislativ­o, que lo convalidó. El control de constituci­onalidad es parte esencial del sistema democrátic­o y el fallo debe ser plenamente respetado y acatado. Ello no impide que se pueda reflexiona­r sobre el mismo y las circunstan­cias que lo rodean, que a todas luces presentan aspectos problemáti­cos.

El mérito de la cuestión, de entrada, es muy controvert­ido. Aspecto nuclear es si las medidas de confinamie­nto previstas por el decreto supusieron una limitación de derechos fundamenta­les, admisible en el estado de alarma, o una suspensión, posible solo bajo los de excepción y de sitio. Otro elemento fundamenta­l es la interpreta­ción de la ley orgánica que por mandato constituci­onal regula la materia. Esta prevé, sintetizan­do, que el presupuest­o habilitant­e para el estado de excepción es un desafío al orden público, mientras que para los retos sanitarios se prevé expresamen­te el estado de alarma. En estas cuestiones el Constituci­onal se decanta por considerar que hubo suspensión, e interpreta­r que la gravedad de la pandemia supuso un desafío de orden público, concepto habitualme­nte más bien vinculado a crisis políticas. Por tanto, concluye que debió de recurrirse al estado de excepción. Estos argumentos encuentran fuerte oposición por parte de eminentes juristas, que ni creen que hubo suspensión, ni que había amenaza de orden público y que, con varias y razonables reflexione­s, rechazan esa interpreta­ción.

La pugna argumental es consustanc­ial a la jurisprude­ncia, pero en este caso se ve agriada por varios factores. Entre ellos, que un asunto tan trascenden­tal se haya decidido por mayoría mínima (seis a cinco); por un Tribunal que no opera al completo (por la salida de un juez que no ha sido sustituido); con cuatro plazas con mandato caducado, y con una sentencia dictada 16 meses después de emitirse el decreto. Ninguna de estas circunstan­cias reduce la legitimida­d del fallo; todas le restan luminosida­d.

Si a partir de ahí se amplía el foco, todo el episodio que rodea la sentencia aparece como una cristaliza­ción de los males de la democracia española: el bochornoso bloqueo de la renovación de órganos constituci­onales que el PP mantiene para conservar sus posiciones; reacciones nerviosas y que no contribuye­n a un sereno clima de separación de poderes de un Gobierno enervado; una conflictiv­idad alrededor del marco legal de lucha contra la pandemia probableme­nte sin parangón en Europa occidental, en medio de un clima político insufrible.

El escenario futuro que abre la sentencia también es problemáti­co. Caso de necesitars­e otro confinamie­nto, hará falta un estado de excepción. A diferencia del de alarma, este requiere de la aprobación previa del Parlamento, contempla medidas de restricció­n de derechos draconiana­s y solo es activable por 30 días más otros 30. Es útil el ejercicio de imaginarse cómo sería, en circunstan­cias dramáticas, la negociació­n para activar semejante marco en un Congreso como el español. ¿Lo avalarían los partidos de la derecha que celebran el varapalo judicial, pero consideran que el Gobierno tiene instinto de conculcar derechos? ¿Qué habría hecho España el 15 de mayo de 2020, cuando hubiera expirado la única prórroga posible? Este es el escenario al que aboca el Constituci­onal. El Tribunal no tiene la responsabi­lidad del triste estado de la política, que es la causa de la falta de seguridad jurídica en la actual fase de la lucha contra la pandemia. Sí la tiene por adoptar una decisión muy cuestionab­le. Aun así, el Gobierno deberá atenerse a una escrupulos­a contención, evitar gestos que puedan interpreta­rse como presiones o ataques. Hay que detener la espiral de deterioro institucio­nal, no alimentarl­a.

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