Jóvenes graves: “Lo peor es no poder mover ni un dedo”
Alrededor del 1% de los afectados por la covid de entre 10 y 30 años han requerido ser hospitalizados. 527 han acabado en la UCI y 73 han muerto “Vi gente muy mal y pensé que me podía morir”, relata un enfermo Protegerse sirve para uno mismo y para la po
Poca calle y mucha cama ha visto Albert Quinto, de 33 años, en lo que va de 2021. El 28 de enero ingresó en el hospital Parc Taulí de Sabadell con una neumonía por covid y no ha salido desde entonces de las cuatro paredes de un hospital. “Lo peor es no poder mover un dedo, tener el cuerpo bloqueado”, reflexiona ahora que empieza a dar sus primeros pasos en el gimnasio del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, a donde lo trasladaron cuando sus pulmones empezaron a colapsar. La covid suele evolucionar de forma leve o asintomática en la gente joven, pero alrededor de una de cada 100 personas de entre 10 y 30 años infectadas requerirá hospitalización. Ahora que la curva epidémica está disparada, especialmente en esos rangos de edades, los expertos piden a los jóvenes que no se relajen, por ellos y por la población vulnerable que queda sin vacunar. “Que sepan que se pueden ver solos en el hospital, estar graves, no recuperarse o, incluso, morirse solos aquí. Es muy duro”, zanja Quinto.
Según el Instituto de Salud Carlos III, 10.343 chicos con covid de entre 10 y 29 años han sido hospitalizados desde el fin del primer estado de alarma (el 22 de junio de 2020). A las UCI entraron 527 y fallecieron 73. Las cifras señalan que una de cada 2.000 personas afectadas de entre 10 y 29 años necesitará cuidados intensivos y una entre 15.000 morirá (las probabilidades son entre dos y cuatro veces mayores entre los veinteañeros que entre los adolescentes). Estos pequeños porcentajes se convierten en números absolutos cada vez más abultados a medida que los contagios crecen.
Menos casos en mayores
En España, la incidencia acumulada a 14 días se ha disparado por encima de los 1.300 por 100.000 habitantes en los adolescentes y de los 1.600 en los veinteañeros. Los datos del Carlos III todavía no muestran un ascenso de los hospitalizados menores de 40 años (aunque las cifras tardan un par de semanas en consolidarse), pero sí que cada vez hay un mayor porcentaje de jóvenes enfermos por covid que requieren ingresar. Si a principios de junio rondaba el 20%, en las últimas fechas era aproximadamente el doble, aunque más que a un amento de personas jóvenes que ingresan parece que se deba a que cada vez lo hacen menos mayores.
La semana pasada, explica Victoria Trasmonte, intensivista del Hospital 12 de Octubre de Madrid, tenía en su UCI tres ingresados de 35, 32 y 28 años. “La de 28 años no tenía antecedentes ni obesidad, estaba sana como una manzana, pero tuvimos que intubarla. Con los pacientes jóvenes tratamos de evitarlo porque suelen responder bien al oxígeno de alto flujo”.
En el Hospital Gregorio Marañón también ingresó Javier, un joven de 17 años que entró en urgencias con una insuficiencia respiratoria y acabó en la UCI con soporte ventilatorio. “Allí vi a gente muy mal y pensé que yo también me podría morir”, relataba el joven en un vídeo difundido por el centro.
En el caso de Quinto, los pulmones no remontaban y acabó conectado a una máquina de oxigenación extracorpórea (ECMO), el último cartucho cuando falla la ventilación mecánica. Durante dos meses, ese dispositivo limpió su sangre y respiró por él. “Cuando me desperté, estaba en blanco. Me quedé en shock. Llevaba dormido dos meses y no sabía nada de lo que pasaba fuera. Lo peor era verme solo”, relata. El reencuentro con su familia, recuerda, fue por videollamada: sus padres estaban confinados porque su hermana había dado positivo.
Han pasado casi cuatro meses desde que Quinto se despertó en la UCI y apenas ahora empieza a dar sus primeros pasos y a subir escaleras. Se fatiga mucho y ha perdido sensibilidad en la mano izquierda. Alba Gómez, rehabilitadora del Vall d’Hebron, explica que “cuando Albert salió de la UCI, se quedó con una neuropatía, una debilidad adquirida propia del paciente crítico. Ahora le estamos haciendo rehabilitación intensiva y trabajamos con los fisioterapeutas para mejorar su movilidad, reentrenamos los músculos afectados y hacemos terapia ocupacional”.
Los facultativos alertan de que las secuelas de la covid en los jóvenes pueden ser también graves. No todos los síntomas se pasan. Juan Torres, jefe de Servicio de Medicina Interna del Hospital Infanta Leonor de Madrid y miembro de la Sociedad Española de
Medicina Interna, alerta: “Pueden sentirse protegidos, pero no siempre lo están. Para empezar, está el riesgo de trombosis cuando ingresas por una neumonía bilateral. Y no están teniendo en cuenta tampoco el riesgo de sufrir una covid persistente, con cansancio, fatiga y dolor muscular. El número de personas que lo sufren no es menor”.
A 600 kilómetros de Torres, en la segunda planta del Vall d’Hebron, Federico Marcial, de 29 años, habla con la voz apagada y la angustia aún en el cuerpo tras una semana en la UCI por la covid. Cree que se contagió en el supermercado donde trabaja. De aquellos primeros días solo recuerda los vómitos, que “no podía caminar” y la incertidumbre al entrar en la UCI. El miedo, dice, a que lo intubasen. “No podía respirar y tenía mucho dolor. Me asusté mucho”, recuerda cabizbajo. Con ojos vidriosos y voz entrecortada, lamenta todo lo vivido. “Fue horrible no poder ni moverme de la cama y la incertidumbre de no saber cómo iba a salir de aquí. Los médicos estaban muy asustados porque un día mejoraba y al otro volvía a estar mal. Ahora solo quiero ver a mi pareja”, suelta sin reprimir los sollozos.
Ante el auge de la curva epidémica, los profesionales se mantienen “a la expectativa, pero preocupados”, resuelve Torres. Conocen mejor al virus, pero las herramientas para combatirlo son las que son. Con los pacientes vacunados, sugiere el internista, “la sensación es que la evolución es mejor”, pero es pronto para sacar conclusiones.
Lo mejor, tercia Judith Rubio, estudiante de Enfermería de 22 años, sigue siendo evitar el virus. Ella se contagió en la primera ola, tras incorporarse a la plantilla de un centro sociosanitario de Molins de Rei (Barcelona). “Me empecé a encontrar mal, con fatiga y me aislé en una habitación. Hasta que sentí presión en el pecho y me fui al centro de salud, donde me diagnosticaron la covid. Tuve fiebres de 40 grados y me costaba respirar. Me ingresaron y me pusieron mascarillas de oxígeno cada vez más potentes. Pero yo seguía desaturando”, recuerda. Todo lo demás, señala, fue como una película: “De repente vi a todo el mundo corriendo, me trasladaban en una camilla y cada vez que parpadeaba me veía en un espacio diferente. Cuando me desperté, pensé que había pasado una noche muy larga, y habían sido cinco días en la UCI”, cuenta.
“Es un proceso muy duro”, afirma Rubio. “Te sale llorar y dices: ‘No quiero morir’. Ves la muerte muy de cerca. Se supone que a los jóvenes no nos pasaba nada y tú, de repente, te ves en el hospital sin poder respirar y tienes miedo. Además, al principio, a los familiares tampoco les aseguraban nada porque no sabían quién salía adelante y quién no”, dice. Ahora, aunque los médicos saben más del virus, tampoco las tienen todas consigo y cada caso es una batalla.
Han pasado casi mil días desde “el hecho”. Itziar lo llama a veces así. Cuenta con voz temblorosa que este año pandémico está siendo particularmente difícil. Demasiada violencia. Los casos se repiten. La última vez en Tenerife: dos niñas, como le pasó a ella. Desde que su exmarido mató a sus hijas Nerea y Martina, de seis y dos años, el 25 de septiembre de 2018, han sido asesinados otros 10 menores por sus padres o las parejas de sus madres. Junto con su abogado, Gabriel Rubio, recorre el camino para intentar que el Estado reconozca que hubo un “funcionamiento anormal” de la Administración de Justicia. Nadie se tomó en serio las amenazas del ex contra las niñas: “Me voy a cargar lo que más quieres”, le dijo. Ahora están muertas.
En el caso de Itziar Prats (Getxo, Bizkaia, 45 años) se ignoraron las señales de alarma. Su médico alertó al juzgado de un posible maltrato cuando acudió a la consulta. Tras las amenazas del exmarido, Ricardo Carrascosa, denunció de madrugada en la comisaría que temía por la vida de sus hijas. Pero el protocolo para determinar el riesgo ni siquiera incluía preguntas sobre los menores, un ángulo ciego que se modificó después de que las pequeñas fueran asesinadas de madrugada en Castellón, la ciudad donde vivía Itziar y a la que nunca ha vuelto. A ella le tocó reconocer el cuerpo de su ex, que se suicidó lanzándose al vacío tras acabar con la vida de las niñas durante el régimen de visitas establecido en el procedimiento de divorcio. Tras reconocer al padre, subieron a la casa en busca de las niñas. Los bomberos le cortaron el paso tras forzar la puerta: “¡Que no entre, que no entre!”, gritaron. Ella se desmayó.
Después de enterrar a sus hijas, Itziar Prats volvió a Madrid. Esta psicóloga vive con sus padres. Hace casi dos años que volvió a trabajar. Y no para de trabajar.
Detalle de las mariposas que lleva Prats.
La mujer acusa un “funcionamiento anormal” de la Administración
Por la mañana, como técnica de inserción laboral. Por las tardes, en la lucha contra la violencia de género.
Las mariposas que luce en las manos, el jersey o los pendientes representan a sus hijas. Itziar y su madre comenzaron a tejerlas. Luego, se han sumado decenas de mujeres. Son la imagen de un proyecto educativo, El latido de las mariposas, que impulsa con su amiga Isabel Gallardo, y que ya han llevado a distintas comunidades autónomas. Han regalado ya más de 20.000 mariposas. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, mostró una en Twitter el 25 de noviembre de 2019. Y escribió:
Su caso promovió cambios en el protocolo policial y el Código Civil