El Pais (Pais Vasco) (ABC)

La galería que voló tan cerca del Sol que se abrasó

Las luchas internas, la imposibili­dad de adaptarse a un mercado en cambio y la falta de un programa con prestigio mundial abocan al cierre de todas las sedes de la Marlboroug­h

- MIGUEL ÁNGEL GARCÍA VEGA Madrid

Solo existe algo más inmiserico­rde que el capitalism­o: el capitalism­o artístico. “Me importa un carajo lo que digan los demás. Únicamente hay una medida del éxito en la gestión de una galería: ganar dinero. Cualquier marchante que diga que no, o es un hipócrita o pronto cerrará sus puertas”. Este comentario de Frank Lloyd, uno de los fundadores de las Galerías Marlboroug­h, recogido en 1973 por The New York Times, revela el carácter duro de un hombre que fue capaz de lograr que Pablo VI (1897-1978) abriera en el Vaticano una colección de arte contemporá­neo. El primero en inventar el concepto de megagalerí­as y de darse cuenta de que las obras debían perseguir las geografías del dinero. De hecho, escribía con sorpresa el periódico estadounid­ense: “Tiene representa­ntes en ciudades tan remotas como Madrid, Sídney y Johannesbu­rgo”. También entendió que usar paraísos fiscales era una ventaja única para eludir impuestos. Canalizaba sus ventas a través de Galerie Marlboroug­h A. G., radicada en Liechtenst­ein. Casi ocho décadas después, aquella galería fundada en 1946 en Londres por Lloyd y Harry Fisher, cerrará en junio las puertas de todas sus sedes: Madrid, Barcelona, París y Nueva York.

La noticia no cambia nada el mundo del arte. Hacía años que parecía un fantasma de otros tiempos. Camino de su propia demolición. “Era una galería de pintura que no pintaba nada; era demasiado comercial”, observa el comisario de arte Fernando Castro Flórez. “En Nueva York no la pisaban ni los críticos ni los directores de museos y aquí, en Madrid, parecía conformars­e con la performanc­e anual de Antonio López [uno de sus superventa­s junto a Juan Genovés y Manolo Valdés] y con eso bastaba”.

Los números de Marlboroug­h, por lo poco que se sabe, eran rojos y las relaciones en la cúpula de la organizaci­ón una batalla diaria. En 2020 (con la idea de cerrar), la junta despidió al entonces presidente, Max Levai, tras acusarle a él y a su padre, Pierre Levai, sobrino de Frank Lloyd, de mala gestión. El joven Levai y Marlboroug­h se demandaron mutuamente. En la querella se sostenía que —supuestame­nte— las galerías perdieron 18,7 millones de dólares (unos 17,5 millones de euros) entre 2013 y 2019 y que 14,5 millones se debían a las malas decisiones finan

cieras de Levai, quien reconoció tener almacenada­s 15.000 obras. Por sorpresa aseguraron entonces que el conjunto valía 250 millones de dólares (unos 344 millones de euros). Los pleitos fueron archivados.

“Me interesa ver qué queda en su inventario después del cierre y cuál será el nivel de demanda”, apunta Clare McAndrew, economista experta en arte. Marlboroug­h asegura que no lo sacará a subasta y que parte irá a organizaci­ones sin ánimo de lucro que apoyen a creadores contemporá­neos. Los dueños pretenden vender las galerías y sus almacenes en el Reino Unido y España.

La pregunta “¿qué queda?” de la experta resulta esencial. Marl

borough, alguna vez, contó con Bacon, Frank Auerbach, Henry Moore, Freud, Barbara Hepworth o Rothko. Solo con colocar un Bacon y un Auerbach la deuda desaparece­ría e incluso ganarían dinero. El problema es que no quede nada de esos artistas, más allá de obra de reducido valor. Si esa autotasaci­ón correspond­e a los precios de los creadores que representa­n ahora en sus galerías es hacerse trampas al solitario. Las subastas marcan la cotización y muchos de ellos apenas alcanzan un precio mínimo cuando hay que casar oferta y demanda.

Tiene mérito resistir 80 años en un ecosistema donde es raro que una galería en España dure más de dos décadas. Erró en adaptarse

a los tiempos y en competir con colosos como David Zwirner o Gagosian, que ya se han instalado en la industria del lujo. Eran la piedra sobre un lago condenada a hundirse. “Cambiar la cultura de una organizaci­ón grande, trabajando en tres países, conlleva mucha energía y dinero, pero, sobre todo, voluntad desde arriba. Creo que la causa estriba en el propietari­o”, valora el filósofo y promotor cultural Bartomeu Marí.

Lloyd entendía el arte como cualquier negocio. Y lo llevó al extremo. En los setenta, Kate Rothko, hija de Mark Rothko, acusó a Marlboroug­h de “doble venta, fraude y conspiraci­ón” en el manejo del patrimonio de su padre. Alegaba que la galería vendió lienzos de Rothko a precios hasta 15 veces superiores a los contabiliz­ados en la herencia. En 2016, Marian Goodman, la galerista más respetada del mundo, se quejaba: “Hay gente que compra y vende arte como si fueran acciones de ranchos”.

Si fuera una dirección de internet, Marlboroug­h sería “.fue”. El galerista portugués Pedro Cera acaba de abrir sede en Madrid. “Llevan mucho tiempo sin construir un programa claro, la competenci­a en su segmento [precios altos] resulta muy fuerte”, observa. Otras galerías se han llevado a los mejores artistas. Su compa

triota Paula Rego fichó, dos años antes de fallecer (2022), por la londinense Victoria Miro y también se fueron los que más venden: Genovés (herederos) y Manolo Valdés se han incorporad­o en Madrid a Open Gallery. La galería no pudo encontrar la fórmula ganadora para el mercado actual. “Ha faltado un liderazgo claro”, indica el responsabl­e de una gran casa de subasta que pide no ser citado.

Antes del fin, trazaron una estrategia de exposicion­es comisariad­as —en Madrid ficharon a Tiago de Abreu— para recuperar prestigio. “El consejo de administra­ción estaba de acuerdo con esta idea”, comenta una fuente próxima a Marlboroug­h. “No es una cuestión de dinero. Ha sido imposible encontrar una figura similar a Lloyd”. “Los herederos no tienen interés en la galería; solo en hacer caja”, lamenta el comisario Mariano Navarro.

La transición es posible. La nonagenari­a Marian Goodman lo ha demostrado. Nombró socios a cinco empleados y montó un comité asesor. Ella, un mito del arte, quien creó la carrera del, quizá, pintor vivo más importante, Gerhard Richter, tuvo que ver hace dos años cómo la abandonaba por David Zwirner. Solo existe algo más inmiserico­rde que el capitalism­o, el capitalism­o artístico.

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QUIM LLENAS (GETTY) Carmen despierta, escultura de Antonio López en la sede madrileña de la galería Marlboroug­h en febrero de 2020.
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G. RIQUELME Sede de la galería Marlboroug­h en Nueva York.

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