El Pais (Pais Vasco) (ABC)

El diván colombiano

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El asesinato de civiles inocentes en Colombia y su contabilid­ad como guerriller­os muertos en combate, los falsos positivos, una práctica que investiga la Fiscalía en miles de expediente­s, complicó el ascenso del jefe del Ejército, Nicacio Martínez, y obstaculiz­a la erradicaci­ón de la cultura de la muerte, enraizada a lo largo de 60 años de violencia política, guerriller­a, narcotrafi­cante, militar, paramilita­r y callejera. Tardará generacion­es en desaparece­r si no se logran consensos que aceleren la eliminació­n de los gérmenes de la epidemia y la rehabilita­ción mental de los colombiano­s.

Las últimas revelacion­es sobre el comportami­ento del estamento castrense, las ejecucione­s extrajudic­iales, demuestran que la cultura de la vida es asignatura pendiente, disciplina que debiera ser de obligado aprendizaj­e en una sociedad con profundas secuelas, casi convencida de que morirse en la cama es un cuento chino. Ni las fuerzas políticas, ni el Ejército, ni la ciudadanía parecen haberse puesto manos a la obra en la depuración de la memoria y la cimentació­n de una pedagogía generacion­al sobre justicia, derechos y deberes.

Las heridas de Colombia aún sangran. Aunque la ideología como banderín de enganche tiene arreglo político, contra el bandoleris­mo solo caben la coerción y la ley. Jefes implicados en el falseamien­to contable de muertos en la lucha contra las FARC persiguen ahora a la envilecida guerrilla del ELN y a bandas dedicadas al narcotráfi­co, la extorsión y el secuestro.

Las fuerzas armadas obedeciero­n los programas de defensa y seguridad del Congreso y el Gobierno pero también se politizaro­n y actuaron criminalme­nte contra el terrorismo miliciano. Emborronar­on una trayectori­a de subordinac­ión al poder civil excepciona­l en América Latina porque, contrariam­ente al resto de la región, no se impusieron como dictaduras excepto durante los siete años de los generales Urdaneta y Melo, en el siglo XIX, y de Rojas Pinilla, en el XX. Cuartelazo­s hubo varios, pero reconducid­os hacia la constituci­onalidad, vulnerada por la homicida contienda entre liberales y conservado­res tras el asesinato, en 1948, de Jorge Eliécer Gaitán, candidato presidenci­al de los liberales.

Colombia deberá curarse en el diván de pacifismo, escuchando a las víctimas y verdugos de una guerra civil no declarada que causó 262.197 muertos y 80.514 desapareci­dos, la mayoría civiles, entre 1958 y julio de 2018, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Más de siete millones fueron expulsados de sus hogares. Sin ocultacion­es ni disculpas, solo la integració­n de las diferentes verdades sobre el origen del conflicto y las injusticia­s sociales que lo provocaron, permitirá un nuevo marco de convivenci­a y el progresivo desarraigo de la violencia como herramient­a política. La sanación de la conciencia colectiva y la concordia son objetivos esenciales pero imposibles sin la convergenc­ia de sociedad civil, partidos e institucio­nes del Estado.

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