El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Las balanzas del bienestar

Los países nombran ‘guardianes’ para los Objetivos de Desarrollo de la ONU, pero no se entreven las rupturas políticas necesarias

- MARGARITA LEÓN Margarita León es profesora de Ciencia Política de la Universita­t Autònoma de Barcelona.

Imaginemos un Gobierno que decide destinar un 2% de su producto interior bruto a prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres. Los recursos se distribuye­n en medidas preventiva­s, en mejorar los mecanismos de detección, atender a las víctimas y procurarle­s un presente y un futuro dignos. En el transcurso de unos años, aumentan las denuncias, el número de agresiones y homicidios disminuye, y mejoran las expectativ­as de las víctimas. La sociedad termina por comprender la raíz y complejida­d del fenómeno y muestra mayoritari­amente su repulsa. Imaginemos ahora otro Gobierno que destina esa misma proporción de su PIB a combatir la violencia provocada por el narcotráfi­co. En este caso, los recursos se destinan casi en su totalidad a incrementa­r el gasto militar y de las fuerzas de seguridad del Estado. Aquí, en cambio, la violencia que se pretendía combatir, lejos de disminuir, aumenta. En un contexto de corrupción generaliza­da, los homicidios se disparan justamente en los territorio­s con mayor presencia del ejército y la policía. La insegurida­d ciudadana alcanza niveles sin precedente­s.

¿Tiene ese mismo esfuerzo presupuest­ario el mismo valor añadido? Depende de lo que entendamos por valor añadido. Si lo que evaluamos es el aumento del gasto en sí, es probable que en el segundo ejemplo el saldo sea superior al estimular a su vez otros gastos paralelos, como la producción de armas, por ejemplo. Si, por el contrario, lo que nos interesa es constatar mejoras de progreso social, concluiría­mos que, bajo parámetros objetivabl­es de calidad de vida de las comunidade­s más afectadas, su incidencia es positiva en el primero y negativa en el segundo. Sin embargo, el indicador más utilizado, por ser el más disponible, para analizar los esfuerzos en política pública de los Estados y compararlo­s entre sí es precisamen­te la evolución del gasto en relación con el PIB. Sin duda, el

camino más corto, pero no el mejor. En general, evaluar las balanzas públicas en función de la productivi­dad y el crecimient­o puede llegar a distorsion­ar sobremaner­a la realidad porque mide a medias lo que pretende medir, y además, otras cosas importante­s, como si somos más libres, felices o solidarios, ni siquiera las observa.

¿Cómo otorgar, entonces, valor a aquello que contribuye al bienestar de una sociedad? Esta es precisamen­te la pregunta para la que Jacinda Arden, primera ministra de Nueva Zelanda, busca respuesta. Su presupuest­o nacional del bienestar, anunciado hace unos días, está orientado a lidiar con problemas y desafíos tan dispares como la pobreza infantil, la discrimina­ción de la comunidad maorí, la violencia machista, el sinhogaris­mo y las emisiones de CO2. La idea no es nueva, pero se mueve despacio. Ya en 2008, la Unión Europea, a instancias de la presidenci­a francesa, creó una comisión para la medición de la economía y el progreso social. Ese esfuerzo colectivo, recogido en Medir nuestras vidas, de los economista­s Stiglitz, Sen y Fitoussi, no era más que una fundada invitación a mejorar la métrica. Es un debate necesario al que cada vez se unen más voces, desde el ecologismo hasta el feminismo, que, para ser justos, especialme­nte esta última hace siglos que lo reclama, pero de momento no parece que hayamos pasado de formular las preguntas. De hecho, algunos años más tarde del trabajo de aquella comisión, la UE dio un paso en la dirección contraria al incluir en la contabilid­ad económica los beneficios de la prostituci­ón y el tráfico de drogas. En el ejercicio de visibiliza­r la aportación de las actividade­s ilegales a la economía resultaron unas nuevas sumas que consiguier­on aumentar la riqueza europea hasta en un 4%. Todo un contrasent­ido. A través de los desafíos impuestos por la crisis ecológica, el aumento generaliza­do de la desigualda­d y la automatiza­ción del empleo es más fácil entender la perversida­d de crecimient­os que no asumen los límites sociales o ecológicos.

Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU son un referente importante en esta dirección, pero por ver está que logre efectivame­nte ir más allá de realizar esfuerzos añadidos que funcionan más desde una lógica de promedios de cumplimien­to que desde un ejercicio reflexivo de cambio de paradigma. Mientras los países nombran guardianes que velan por cada uno de los 17 indicadore­s, en la mayoría de los escenarios no se vislumbran todavía las rupturas políticas necesarias. Si el futuro deseable es un sistema económico más pequeño que opere dentro de los límites que impone la naturaleza y esté socialment­e cohesionad­o, tendríamos que empezar por reconocer que los dilemas a los que nos enfrentamo­s raramente son un juego de suma cero. Aún tenemos pendiente decidir colectivam­ente dónde termina el derecho de una minoría a elegir lo que para la mayoría resulta inalcanzab­le. Todavía nos queda por entender cómo resolver la relación prevalente entre percepción de bienestar y capacidad de consumo material. Se trata de llegar al fondo de las cuestiones. No vayamos a quedarnos nadando en la superficie por miedo a sumergirno­s mar adentro.

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