El orgullo taurino
La feria de San Isidro de 2019 puede considerarse la mejor del siglo XXI. Es verdad que estamos en el origen de la centuria, pero también reviste mérito superar la comparación de 20 ediciones. Y no por las evidencias estadísticas, sino por la repercusión artística, la buena nota de las ganaderías y los pasajes de grandes emociones. El clímax de la isidrada se precipitó en los momentos de abandono y hasta de alienación. Cuando Ferrera se hizo incorpóreo el 1 de junio. O cuando Paco Ureña se despojó del fatalismo en la penúltima corrida del ciclo.
Impresionaba la salida a hombros del maestro murciano por la semejanza a un ejercicio de idolatría. Las Ventas coronaba a su torero. Lo mecía en un oleaje de
brazos y de teléfonos alzados. Se producía un rito de mixtificación que reivindicaba la dignidad de la tauromaquia misma.
Se hallan expuestos los toros a la sospecha de una sociedad urbanita y mascotera, tanto como padecen las arbitrariedades del malentendido político, pero se diría que la isidrada de 2019 ha interiorizado y exteriorizado el momento de la reacción. La afluencia de público joven contradice las expectativas crepusculares. Y la implicación de Felipe VI con el ministro Ábalos en la corrida de Beneficencia normaliza la adhesión a la tauromaquia como bien de interés cultural.
Se ha producido un revulsivo. Y ha sucedido en Las Ventas con la responsabilidad del eje gravitatorio, aunque no se explica la buena reputación de la “fiesta” sin la irrupción extraordinaria de Roca Rey, referencia taquillera y sociológica del “orgullo taurino”, bien para la atracción de los espectadores noveles, o bien como punto de encuentro entre el toreo y la sociedad.
Triunfó el maestro peruano con la corrida de Parladé —puerta grande— y cuajó una faena de poder y de temple a un bravo ejemplar de Adolfo Martín, aunque es más posible que la mayor influencia de Roca consista en haber estimulado el escalafón y en haber sobrepasado las líneas rojas. La tiranía de Rey ha exigido la adhesión de voluntarios. Ha ingeniado un canon de sacrificio, muchas veces incomprendido por la extorsión del tendido
7 y sus vociferantes aliados. Puede que el viento letal haya contribuido al balance San-griento de San-Isidro, pero una explicación tan prosaica no contradice la gallardía y el descaro que han propuesto los matadores. Empezando por Manuel Escribano y Román, cuyas brutales cornadas empapan la tauromaquia de credibilidad y de asombro. Lo demuestra el desenlace de la feria misma: Pablo Aguado pagaba con sangre el privilegio de haber resucitado el toreo de seda y desmayo.
Asustaba la isidrada en sus presupuestos iniciales. Parecía imposible asimilar el atracón de 34 tardes consecutivas. Y se antojaba una proeza mantener las ilusiones, pero el instinto empresarial de Simón Casas, la providencia, el rendimiento ganadero y el estado de gracia de algunos matadores permiten extrapolar a la desdicha cotidiana las reflexiones que hacía el Guerra sobre los domingos vespertinos de Londres: ¿y qué hacen estos ingleses si no van a los toros?