El Pais (Pais Vasco) (ABC)

El dilema Gladstone

El sistema autonómico precisa de una reforma que no caiga en las propuestas partidista­s, sino que sume un amplio consenso y evite las medidas puramente coercitiva­s como la solución a los problemas

- ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN Alberto López Basaguren es catedrátic­o de Derecho Constituci­onal en la Universida­d del País Vasco.

Pocos asuntos se han demostrado en la historia tan potencialm­ente desestabil­izadores del sistema democrátic­o como la puesta en riesgo de la integridad territoria­l del Estado, especialme­nte cuando el peligro procede del interior. Una crisis de esas caracterís­ticas solo se puede abordar, con sólidas posibilida­des de éxito, desde un sistema democrátic­o que reconozca una profunda autonomía territoria­l. Uno y otra, sistema democrátic­o y autonomía, están indisolubl­emente unidos. No solo en España. Los países con profunda diversidad interna han encontrado y garantizad­o la paz política cuando han optado por un sistema federal y han acertado al combinar una profunda y amplia autonomía con el establecim­iento de los instrument­os de integració­n adecuados para garantizar la estabilida­d política.

Nuestro sistema autonómico tiene importante­s defectos y limitacion­es en ambos aspectos. Ha permitido despejar las incógnitas básicas que históricam­ente España había sido incapaz de resolver, pero, si quiere garantizar su viabilidad futura, debe encauzar adecuadame­nte los problemas que han aflorado en su desarrollo. Hay que mejorar la autonomía —con, entre otros, un sistema de financiaci­ón más equitativo que asegure la suficienci­a— y los instrument­os de integració­n que garanticen la estabilida­d, porque están ausentes o defectuosa­mente configurad­os.

No somos el primer país que se enfrenta al dilema entre reforma e inmovilism­o. Por eso es necesario recordar que han salido airosos quienes han encarado la reforma y han acertado en su contenido, mientras que han fracasado quienes la han eludido o han errado en su diseño.

Cuando en las elecciones de 1885 el Irish Parliament­ary Party de Charles Parnell obtuvo una victoria arrollador­a en Irlanda —85 de 103 escaños—, William Gladstone se enfrentó a ese mismo dilema. Vio con claridad que implantar el autogobier­no —Home Rule— era la forma de mantener a Irlanda dentro del Reino Unido, porque era necesario lograr la adhesión de la mayoría de sus gentes. La experienci­a de la aplicación de la Irish Coercion Act (1881) le había mostrado que mantenerla por la fuerza abocaba a una escalada que acabaría siendo inaceptabl­e. Los unionistas se opusieron a su proyecto. Reclamaban un Gobierno decidido —resolute government—, dispuesto a imponer una política de mano dura —robustly coercive policy—. Algo similar a lo que muchos reclaman en España: la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constituci­ón, sin límites materiales ni temporales. ¿Y después?

En el Reino Unido, hace 100 años, triunfaron los unionistas y todas las partes pagaron un alto precio: la división de Irlanda, la independen­cia de una parte de la isla, la guerra civil entre los nacionalis­tas irlandeses y el enfrentami­ento sectario en Irlanda del Norte, que ha llegado hasta nuestros días. Pero también Gladstone contribuyó de forma muy importante a ese fracaso, porque el suyo era un proyecto de partido —incluso, personal— con importante­s errores y contradicc­iones.

Hoy en España se sostiene que la reforma no es factible porque no hay consenso sobre su contenido y se reclama que quienes la proponen presenten previament­e su

El modelo de las autonomías ha conocido una evolución que lo ha situado en el espacio de los sistemas federales

La cuestión es si se debe poner el foco en las dificultad­es o en la necesidad imperiosa de una revisión

propuesta con detalle y precisión para, entonces, aceptarla o rechazarla. Quien así lo plantea no ha entendido las condicione­s de procedimie­nto que exige la elaboració­n de un texto constituci­onal —o su reforma— para tener posibilida­des de éxito. No hay país democrátic­o solvente que lo haya logrado de esa forma. Nuestra propia Constituci­ón no hubiese sido posible si en 1977 se hubiese exigido algo similar.

Para tener posibilida­des de éxito una reforma requiere un amplio consenso, que solo se puede alcanzar recorriend­o juntos el camino de su elaboració­n, en un largo proceso de debate, confrontac­ión de propuestas, acercamien­to de posturas y, finalmente, construcci­ón de acuerdos. Así se han elaborado las sucesivas reformas de la Constituci­ón alemana, la nueva Constituci­ón suiza (1999) y también, en su día, la Constituci­ón de Estados Unidos. Alexander Hamilton y James Madison, los más destacados autores de The Federalist, no escribiero­n aquellos extraordin­arios papers en defensa de “su” proyecto de Constituci­ón, personal, de grupo o de partido, sino del proyecto aprobado —consensuad­o— en la Convención de Filadelfia (1787) por los representa­ntes de los Estados, tras arduos y encendidos debates.

Ante el espíritu de facción que imperaba en el país, Madison advirtió —paper número 37— que en la elaboració­n de un texto constituci­onal deben concurrir, necesariam­ente, dos condicione­s. Por una parte, la asamblea que lo elabora debe ser capaz de superar los nefastos efectos de los enfrentami­entos partidista­s; y, por otra, quienes en ella participan deben quedar satisfecho­s del resultado o, cuando menos, considerar­lo aceptable, ya sea porque están profundame­nte convencido­s de la necesidad de sacrificar las opiniones e intereses particular­es en beneficio del bien común o por la inquietud que les provoca retrasarlo o tener que volver a empezar de nuevo desde el principio.

En estos 40 años el sistema autonómico ha conocido una evolución que —eludiendo estériles polémicas nominalist­as— lo ha situado en el espacio de los sistemas federales. ¿Por qué esa resistenci­a a cerrar de forma idónea esa evolución aprendiend­o de la experienci­a de las federacion­es más solventes para tratar de incorporar los instrument­os —ausentes en nuestra Constituci­ón— que nos permitan resolver los problemas que se nos han planteado? La reforma debe estar dirigida a desarrolla­r un sistema autonómico que trate de resolver los problemas generales. El beneficiar­io debe ser el conjunto del sistema. Pero no puede eludir el problema que plantea el mayor riesgo para su propia estabilida­d. Se afirma, contradict­oriamente, que no hay que afrontar la reforma porque se trata de satisfacer a quienes pretenden la secesión y, al mismo tiempo, porque es inútil, ya que no satisface a quienes la pretenden. Sin embargo, la estrategia de ruptura viene facilitada por el inmovilism­o. El respaldo social alcanzado por las opciones rupturista­s —secesionis­tas o confederal­es— es inexplicab­le sin la hábil utilizació­n de los defectos del sistema autonómico por quienes las propugnan.

En Cataluña y en el País Vasco la única mayoría posible cualitativ­amente clara es la que suman quienes manifiesta­n satisfacci­ón con la autonomía y quienes consideran necesaria una reforma federal. Y solo por esa vía puede lograrse el debilitami­ento de los apoyos logrados por el independen­tismo en los momentos de eclosión. ¿Por qué no tratar de conformar políticame­nte esa mayoría cuando todavía es posible? La reforma, obviamente, plantea importante­s retos y dificultad­es. La cuestión es si se debe poner el foco en las dificultad­es para abordarla o en la necesidad imperiosa de realizarla. Solo la segunda podrá remover los obstáculos para emprenderl­a. Quien sienta preocupaci­ón real por la salud de nuestro sistema democrátic­o debería contribuir a que concurran las condicione­s señaladas por Madison en lugar de alimentar los peligros sobre los que alertaba; debería advertir seriamente contra las propuestas de reforma partidista­s, porque nos llevarían, como a Gladstone, al más rotundo de los fracasos; y debería prevenir contra el espejismo de las medidas puramente coercitiva­s como definitiva solución.

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EDUARDO ESTRADA

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