Shostakóvich cruza la frontera
El festival de la localidad noruega de Rosendal abre sus puertas a la música de la Rusia soviética
Noruega comparte apenas dos centenares de kilómetros lindantes con Rusia en el extremo noreste de su territorio, pero es la frontera más protegida y militarizada del país. Los países escandinavos —con Finlandia a la cabeza, por supuesto— han mirado siempre con temor y recelo a su gran vecino del Este, y basta repasar la historia para comprender por qué. Estos días, sin embargo, Rosendal, la diminuta localidad del fiordo de Hardanger en la que el pianista Leif Ove Andsnes dirige un pequeño gran festival de música de cámara desde 2016, ha abierto sus puertas de par en par a la música nacida en la Rusia soviética. El motivo es que toda la programación ha girado esta vez en torno a Dmitri Shostakóvich, el más escurridizo de los compositores rusos, el más contradictorio, el más inaprehensible, el más ambivalente.
Andsnes ha diseñado una programación valiente y sin duda fruto de la reflexión, fuera de los tópicos al uso y muy lejos de la oferta esclerotizada de otros festivales. Ha conseguido no solo que se hayan oído facetas muy diferentes del compositor (obras juveniles, de madurez y testamentarias; luminosas y sombrías, amables y desesperanzadas, de pequeño y de gran formato; música de cámara, canciones, música de cine e incluso sinfonías en arreglos camerísticos), sino también que lo haya hecho perfectamente arropada por la de precursores (Músorgski, Scriabin), contemporáneos (Prokófiev, Feinberg, Ustvólskaya) y sucesores (Schnittke, Vustin). Y ha sabido adornarse de todas las virtudes a que debe aspirar cualquier gran festival: concentración e intensidad (10 conciertos de primerísimo nivel en menos de 72 horas); grandes nombres reconocidos (Clemens Hagen, Tabea Zimmermann, el Cuarteto Danel y el propio Andsnes, por supuesto) junto a otros merecedores de mucho mayor reconocimiento (MarcAndré Hamelin); sorpresas y descubrimientos (los pianistas Sasha Grinyuk y Marianna Shirinyan, el clarinetista Anthony McGill, el ya citado compositor Aleksandr Vustin); jóvenes promesas (el Ensemble Allegria), y un contexto teórico y hablado para poder comprender y disfrutar mejor esta avalancha de músicas por lo general poco habituales, lo que ha corrido a cargo en gran medida de un brillante y locuaz Gerard McBurney, un conocedor de primera mano de la realidad musical soviética.
El viaje comenzó el jueves por la tarde con una obra poco programada de un jovencísimo (19 años) Shostakóvich, las dos Piezas para octeto de cuerda, op. 11, y el famoso Cuarteto núm. 8 en la versión de Rudolf Barshái rebautizada como Sinfonía de cámara. Y es muy pertinente que así fuera porque esta es una de las obras en las que el motivo D-S-C-H (acrónimo del nombre y el apellido del compositor) aparece de manera casi obsesiva desde el primer hasta el último compás, aunque no queda claro si Shostakóvich utiliza su emblema musical para afirmarse o para protegerse. Concierto y festival llegaron a su fin el domingo con una transcripción para trío con piano y percusión de la Sinfonía núm. 15, la más intimista quizá de sus páginas orquestales, una música que se adivina tan privada, tan poblada de claves cuyo significado estaba únicamente al alcance de su autor, que al oírla, y más en esta relectura camerística, uno se siente casi un intruso, atisbando secretos y confesiones que, en realidad, no está autorizado a escuchar.