En el estudio berlinés del artista, que abre exposición en París
Tomás Saraceno ve a los invertebrados como ejemplo de especie a seguir. El artista expone en París
Ostenta un récord particular: el de la mayor colección de telas de araña que existe en todo el planeta. Tomás Saraceno lleva 13 años trabajando con estos invertebrados, que se han convertido en algo parecido a sus animales de compañía. El artista argentino pone a su disposición una serie de habitaciones oscuras, calentadas a 28 grados, la temperatura perfecta para que los arácnidos tejan sus telas. Después traslada el resultado a las salas de los mayores museos del mundo. Así permite que los demás observen sus fascinantes geometrías, pero también que pongan en duda la forma de vivir que caracteriza, a día de hoy, a nuestra especie. «Las arañas nos demuestran que, cuando actuamos como animales sociales, logramos alcanzar cosas extraordinarias», asegura el artista, cruce improbable de genio romántico y profesor chiflado, en su estudio de Berlín.
Si los arácnidos lo consiguen, ¿por qué los humanos no siempre lo logran, pese a su supuesta inteligencia superior? Es una de las preguntas que el visitante se hace al salir de sus exposiciones. En el fondo, toda su obra se sirve de la naturaleza para cuestionar nuestra manera de relacionarnos con el prójimo y de ocupar un lugar en el mundo, formulando nuevas perspectivas de futuro y posibles modelos alternativos para una mejor convivencia.
Desde que saltó a la fama en la Bienal de Venecia de 2009, Saraceno se ha convertido en uno de los nombres fundamentales del panorama mundial del arte contemporáneo, al que llegó catapultado por el apoyo brindado por un astro como Olafur Eliasson, que fue su maestro durante sus años de formación y a quien le une una concepción conjunta respecto a la función social que debe tener el arte.
Saraceno nació en Tucumán, en el noroeste argentino, hace 45 años. Creció en Italia, donde su familia se exilió hasta 1986. Más tardé regresó a su país y estudió Arquitectura en Buenos Aires, aunque ya lleve 16 años residiendo en Alemania. Primero lo hizo en Fráncfort, donde se formó en la Städelschule, la célebre academia de Bellas Artes fundada hace dos siglos. Y, después, en Berlín, donde decidió instalar su estudio hace media década. Su espacio de trabajo es un antiguo almacén de material fotográfico situado en el extremo este de la capital alemana. Saraceno ocupa dos edificios industriales de aspecto algo decrépito, separados por un jardín salvaje en el que la naturaleza parece
"Hay que dejar de separar lo humano y la naturaleza; no tiene sentido"
reclamar el territorio que el hombre le arrebató con sus peores métodos. Alrededor del recinto, se distingue poco más que solares y avenidas semidesiertas, algunos complejos industriales ocupados por mayoristas asiáticos y un puñado de talleres de artistas que desembarcaron en el lugar en busca de espacio y de silencio.
El atardecer empieza a teñir las paredes del taller de naranja. Saraceno se sienta en una de las butacas de una destartalada sala de reuniones, donde ultima las instalaciones que formarán parte de su nueva exposición. La cita tiene envergadura: el artista ha sido seleccionado para ocupar la totalidad de los 13.000 metros cuadrados del Palais de Tokyo, templo del arte contemporáneo en París. Tomará el relevo a varios nombres de primerísimo nivel, como Philippe Parreno, Tino Sehgal o Camille Henrot, en lo que suena como una consagración definitiva. Como adelanto de la muestra, que se titulará
On Air y que abrirá sus puertas el 17 de octubre, el artista propone un recorrido improvisado por un laberinto de salas repletas de los hilos de seda dibujados, por las noches, por sus peculiares compañeras de trabajo. Las hay de todos los tipos: pequeñas y grandes, de patas afiladas y muslos rojos. Dicen haber contabilizado unas 450 arañas en todo el perímetro del estudio, aunque no descarta que varias decenas más hayan logrado escapar a su cómputo.
Saraceno afirma que ha concebido su muestra en París como «una jam session cósmica, a la que cada ser vivo acudirá con su propio ritmo». Los humanos estarán invitados a la cita, pero también los insectos e incluso el polvo. Cada uno emite una vibración distinta. «De hecho, la convivencia que propongo no pasa solo por
la especie humana. Hay que dejar de separar lo humano y la naturaleza y empezar a entender que esa disociación no tiene sentido. Lo humano está inserido en la naturaleza. Hay que dejar de entenderla como un simple recurso extractivo y comprender que formamos parte de ella».
En la tela que construye el arácnido ve un reflejo de una manera distinta de pensar. «Más que la araña, mi obsesión es la telaraña. Considero que su cerebro se encuentra en esa tela», afirma. Si el animal y el resultado de su labor se confunden, lo mismo sucede entre el artista y el arte que produce. «A veces, incluso demasiado. Ojalá fueran actividades separables, pero a los creadores nos cuesta mucho que suceda eso», lamenta Tomás Saraceno.
No es el único embrollo presente en su obra, en la que las artes plásticas y los postulados científicos se ven las caras como iguales. La propuesta de Saraceno no puede entenderse sin las enseñanzas que aportan la biología, la astrofísica o la climatología. «No creo que arte y ciencia sean lo mismo, pero me gusta tratar de encontrar puntos en común entre ambos. Quiero crear espacios en los que la disciplina de uno se mezcle con la de su vecino. En este mundo, tenemos la urgencia de hallar nuevas formas narrativas de entender la realidad. Creo que, hoy en día, seguimos sin comprenderla. En caso contrario, Donald Trump no estaría en el poder», suscribe.
¿Propone Saraceno un regreso al rigor científico ante un mundo mancillado por la posverdad y los hechos alternativos? «No es lo que digo», protesta el artista. «A lo que aspiro es a encontrar un diálogo mucho más fluido entre disciplinas, para poder formular un relato que ninguna de ellas logra narrar por sí sola, ni siquiera la ciencia». De hecho, la tradición racionalista no es la única que le parece valiosa. «Creo que hay mucho que aprender del sur global, del conocimiento de los indígenas. Hay muchas cosas por revisar para ver el mundo de otra manera».
Su discurso no solo es teórico, sino también práctico. Sentado en un despacho donde se distinguen libros de la experta altermundista Naomi Klein o del historiador David Kaiser, autor del ensayo Cómo
los hippies salvaron la Física, Saraceno enciende su ordenador. Y abre un programa informático de aspecto retro: un simulador de vuelo ideado junto al prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Se trata de su proyecto Aeroceno, presentado en 2015 durante la Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático en París (COP21), que se plantea otras formas de viajar en un mundo donde no haya fronteras ni
"Debemos aprender del sur global, de los indígenas"
hidrocarburos. El artista argentino se plantea la posibilidad de que lo hagamos dentro de lienzos gigantes en forma de globo, únicamente alimentados por la energía solar, que flotarían en el aire sin necesidad de ningún tipo de combustible.
Un primer experimento llevó a este método de transporte alternativo a recorrer los 600 kilómetros que hay entre Berlín y Polonia en 12 horas. Es decir, bastante más lento que subiéndose a un coche o a un avión, pero con el mérito de no destruir ni contaminar el planeta. Suena a utopía, pero estos experimentos demuestran que es perfectamente realizable. De cara al futuro, Tomás Saraceno también imagina la existencia de ciudades flotantes, situadas más cerca del cielo que del suelo. «Debemos acercarnos más a las nubes», insinúa.
Como la mayoría de artistas, el argentino no cuenta con formación científica propiamente dicha. Aunque sí recibió una de tipo informal: la que le procuró su madre, una reputada bióloga, cuando era pequeño. «Sí, ser hijo de científica ha debido de influir. En el fondo, con todo lo que hago, siempre pienso en lo que dirá mi mamá…», sonríe. Aun así, el método científico y sus rígidas clasificaciones no se adecuaban demasiado a su forma de ver el mundo. «
Cuando íbamos de paseo, mi madre siempre nombraba todos los árboles. Yo, en cambio, siempre fui incapaz de memorizarlos. He sentido una curiosidad por esas cuestiones, pero lo he terminado expresando de una manera distinta». A falta de una palabra mejor, podríamos llamarlo arte