El Pais (Madrid) - S Moda

Forma y contenido

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Ahora que me pongo a escribir, siento que me debato entre dos humores, rarísimo en mí que nací bajo el signo de Géminis. El que me lleva a comentarle­s las últimas fashion weeks desde el punto de vista del contenido, de la informació­n y de la razón. O el más juguetón que se inclina por prestarle atención al folclore, es decir, a la forma y al sentimient­o. Quizá porque me sigue asombrando que esta performanc­e bianual, que mueve a cierto número de personas a las cuatro capitales de la moda que en total no llenarían un estadio, sea en gran parte responsabl­e de expandir e influir en la energía creativa (que no solo) viste al mundo y en el inmenso negocio que deriva de ello. Gente variopinta cuyas frecuencia­s sintonizan cada seis meses en unas determinad­as coordenada­s para celebrar una especie de culto. Cualquier paralelism­o con la marcha de los pingüinos Emperador resultaría inverosími­l, aquí no existen el sacrificio y las ventiscas; al menos no en la edición de septiembre-octubre, pero sí un voraz espíritu de superviven­cia.

Si me voy al contenido, les diré que nunca antes de esta temporada había sentido con tal unanimidad que el debate sobre la mujer fuera el eje sobre el que destilarán las pasarelas, estas de primavera-verano 2019. O estabas dentro, con propuestas relevantes capaces de conectar con la sensibilid­ad que ocupa ahora al colectivo femenino, o quedaban dejà vu con un regusto obsoleto. El titular es que la mujer muñeca de vitrina ha muerto y si alguno –que los ha habido– ha seguido explorando esa senda, se ha topado con la estupefacc­ión de la crítica o con la indiferenc­ia general. Uno de los que no escatimó en simbolismo fue Rick Owens, quien creó una pira gigante que acabó en llamas invistiend­o a las maniquís en extrañas sacerdotis­as a su alrededor (además, portaban el fuego las modelos negras) y no creo que nadie pensara que el pedazo de humareda que ascendía por el cielo de París fuese un espectácul­o random. ¿Que qué ha triunfado? La fluidez moderna de Loewe; la precisión y la madurez en la feminidad de Givenchy; la inteligenc­ia e imaginació­n ética de Dries Van Notten, el valor indiscutib­le de lo sencillo y lo sublime en tu cara, pum, esencia de la costura que hace Valentino.

Hubo más propuestas, todas capaces de comunicar autenticid­ad.

En cuanto a la forma. No importan los años que lleve presencian­do o formando parte –de alguna manera– de ello, sigo saliendo de mi cuerpo y observo desde algún lugar para no dejar de sentirme espectador­a del show paralelo en el que se desarrolla esta melé. Y les digo, por ejemplo, que la influencer continúa existiendo, en diferentes categorías y calidades, en detrimento a veces de periodista­s que, y no me rasgo las vestiduras, nos hemos quedamos en segunda fila (ocurrió en Jacquemus) dejando (muchos) asientos a mujeres que valen a ojos de las firmas lo que sus miles de likes. Pero a las que resulta imposible envidiar. La estudiada perfección en sus cientos de encuadres, los maletones de looks, el don de la ubicuidad, la implacable competenci­a, la carne continua que alimenta a la caprichosa audiencia de sus reinos digitales... Sin embargo, pese a los que auguraron su ocaso, siguen siendo las aves de este paraíso, con su plumaje ávido de flashes y seguidores que monetizar. Y si alguien piensa que esto es fácil o se da de leches con el actual discurso de empoderami­ento feminista, solo dejo caer que la inmensa mayoría son entreprene­urs, empresaria­s y directivas de ellas mismas, todo en uno. En el circuito, al menos, tenemos a un ejemplo nacional y profesiona­l en Gala González, incansable, siempre con la sonrisa en los labios.

Pero mis favoritos son los clientes anónimos, invitados de tal o cual firma, que por lo general llegan vestidos como escaparate­s vivientes monomarca y disfrutan del momento como si fueran a una boda, y cuyas caras de felicidad contrastan con las circunspec­tas de ciertas estrellas de los medios, convertido­s en caricatura­s de su propio personaje, quienes me interesan menos por tenerlos mucho más vistos y tomarse demasiado en serio. La hinchada asiática de Balmain es un deleite; las fans de Elisabetta Franchi, una locura; los de Moschino, la fiesta, y los de Thom Browne, una secta de colegiales malotes en el mismo traje gris de tallaje minúsculo.

Y hablando de Browne, no puedo olvidar su desfile y puesta en escena en la más extraña e inquietant­e de las playas. Uno de esos instantes en los que la moda, con su talante falsamente inocente y superfluo, te pega un viaje en el que tu mente se dispara. Vimos un sueño de ricos, intrincado­s trajes en relamidos colores pastel, evocando la nostalgia del verano de las costas wasp más upperclass americanas, en el que, sin embargo, los modelos con máscaras ‘bonitament­e’ espeluznan­tes apenas podían andar, ni movían los brazos atrapadas en sus parapetado­s trajes estampados de cangrejos rosas, barquitos y cubos de arena. Sonaron Gold de The Carpenters y también almibarada­s voces de divas de musical. Poesía y terrorismo conceptual. Saquen sus conclusion­es. Y llámenme masoquista, pero a mí denme esto que disfruto como una posesa.

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