El Pais (Madrid) - El País Semanal
Palabras para una experiencia
El desafío de lo nuevo acredita cómo somos. Por eso resulta ilustrativa la equiparación que solemos hacer entre lo que ya conocemos y los alimentos y platos de los que no tenemos referencias.
MEDIAR ENTRE la impresión que nos produce el mundo que nos rodea y la percepción que de este tienen otras personas es una tarea complicada. Es habitual dar por sentado que algo que es común para uno también lo sea para el resto. Simplificando mucho, la lectura que se hace, pongamos por caso, de un plato, suele venir condicionada por la finura de sentidos, las enseñanzas e información acumulados a lo largo del tiempo y los referentes culturales que descodificarán los datos obtenidos. Por ejemplo, sorber una sopa o un té muy caliente de manera ruidosa molesta a muchos comensales en Occidente, pero en Japón se considera un gesto de buena educación. Somos portadores de unos conocimientos que fijan márgenes y consignan unas creencias que han conformado visiones y prácticas útiles en el contexto donde han prosperado. Fuera de ese ámbito, solemos tocar de oído. ¿Qué sucede cuando nos topamos con una experiencia frente a la que no tenemos referencias? Suele ser muy ilustrativa nuestra forma de evaluar un producto desconocido. Si a alguien que no conozca una chirimoya se le pide que la describa cuando la prueba, seguramente considerará que su tamaño se aproxima al de una manzana y que sus cualidades gustativas combinan las de la fresa, la frambuesa y la pera, con una nota de canela. Por el contrario, para un nativo de un país tropical, su sabor es simplemente a chirimoya. El hábito de diagnosticar por equiparación es la vía natural que empleamos al afrontar lo novedoso, pero es un automatismo constrictivo si no se equilibra con información y, si nos referimos a un alimento, con reiteración. Tomemos otro fruto, la lúcuma originaria de la sierra peruana, a la que el Inca Garcilaso de la Vega calificó en 1609 de “manjar bronco y grosero”, décadas después de que el sacerdote jesuita y naturalista José de Acosta afirmara, en 1590: “Dicen por refrán que es madera disinuestros
mulada”. Hoy día hay quien define su sabor como una combinación de batata y jarabe de arce, e incluso de mango mezclado con albaricoque o de mango cruzado con plátano y guanábana. Es fascinante observar cómo ese tránsito de lo indeterminado a lo figurativo presenta una franja de imprecisión con el suficiente espacio como para incorporar opiniones e impresiones que condicionarán la perspectiva de lo vivido. Si menciono el término “tartar”, muchos lectores, más allá de la elaboración en sí, no podrán desligar esta preparación de los recuerdos asociados a ella. Así, dependiendo de la calidad de las vivencias, se involucrarán unas emociones u otras. No deja la misma huella en la memoria ligar una receta a un viaje con amigos en un célebre restaurante que asociarla a una situación infortunada. Pero volviendo a la manera de abordar un hallazgo, ¿qué sucedería si el tartar no hubiese existido jamás y estuviera entre los nuevos platos de esta temporada en Mugaritz? Pues sería muy probable que esta preparación de carne o pescado crudo picado muy fino y opcionalmente condimentado les pareciese a los comensales más herméticos una hamburguesa cruda. Y llegados a este punto es cuando podríamos entender que el procedimiento frente al desafío de lo nuevo acredita cómo somos, de qué forma concebimos el mundo. En síntesis, cómo nuestras inteligencias facilitan o entorpecen el acceso a nuevas posibilidades. No es casual que, ya a mediados del siglo pasado, el antropólogo y filósofo francés Claude Lévi-Strauss apuntara que para alcanzar lo real era necesario de antemano poder hacer abstracción de lo vivido, concluyendo que solo las nuevas experiencias posibilitarían desplegar nuevos paradigmas. Y la gastronomía constituye un lugar estratégico para delinear otras narrativas posibles.