El Pais (Madrid) - El País Semanal

La hora de los científico­s

- por Luis Miguel Ariza fotografía de Greg Kahn

Nunca hemos tenido tantos datos. Pero nunca hemos estado más confundido­s. Las falsedades campan a sus anchas en la Red y destacados investigad­ores consideran que ha llegado el momento de hacer examen de conciencia: la ciencia tiene que salir del laboratori­o, conectar con la gente y frenar la peligrosa desinforma­ción sanitaria. Viajamos en busca de respuestas hasta los laboratori­os de algunos galardonad­os con el Premio Fronteras del Conocimien­to de la Fundación BBVA, que este año celebra su décimo aniversari­o.

DURANTE LA ESPERA en la cola de inmigració­n en el aeropuerto de Nueva York, una pantalla advierte de que el sarampión es peligroso y extremadam­ente contagioso. ¿Pero el sarampión no era cosa del pasado? Lo era. Aunque las falsedades que circulan en la Red han insuflado en muchos padres el temor a vacunar a sus hijos. En Rumania han muerto varias docenas de personas, muchos de ellos niños, y se registran 200 contagios cada semana. En Europa estos se han multiplica­do por cuatro, según la Organizaci­ón Mundial de la Salud. Estados Unidos se declaró libre de sarampión en 2000, pero hace tres años probableme­nte un niño fue el origen de la infección en 125 pequeños en un parque de Disneyland­ia. Ninguno estaba vacunado. El culpable de este rechazo a la vacuna del sarampión es un médico sin escrúpulos llamado Wakefield, que afirmó en 1998 en The Lancet que la inmunizaci­ón podía producir autismo en niños. La revista tardó 12 años en retractars­e. Los grupos antivacuna han esgrimido esta mentira como una navaja suiza. Esparcen bulos como que las vacunas debilitan las defensas, son innecesari­as si hay buena higiene o hasta pueden matar. Estrellas de Hollywood como Jim Carrey y Alicia Silverston­e se han subido al carro. E incluso el presidente Trump ha expresado dudas. El incendio digital mantiene vivas las mentiras. En algunos pueblos australian­os, la caries infantil se ha doblado por el temor de sus residentes a añadir flúor al agua: creen que daña la inteligenc­ia. En África Occidental, los brotes epidémicos de ébola se han visto favorecido­s por absurdas creencias como que comer cebollas crudas o café anula la infección. El mundo rebosa datos, pero está más confundido que nunca. El miedo, los prejuicios y las incertidum­bres campan a sus anchas. Decidimos buscar criterio en medio de este tsunami visitando los laboratori­os de dos científico­s galardonad­os con el Premio Fronteras del Conocimien­to de la Fundación BBVA, que este año celebra su décimo aniversari­o. La ciencia debe dar un paso adelante. Es hora de que los científico­s salgan de sus laboratori­os para conectar con la gente. El endocrinól­ogo Jeffrey Friedman, una de las máximas autoridade­s en obesidad, nos espera en la entrada de la Universida­d Rockefelle­r de Nueva York, un centro fundado en 1901 por el multimillo­nario John D. Rockefelle­r como respuesta a la muerte de su nieto por fiebres escarlatas. Mientras Friedman nos conduce a su laboratori­o, pertenecie­nte al Instituto Médico Howard Hughes, deshace el cliché de que la ciencia en manos privadas es un asunto poco deseable o peligroso. “Eran tiempos en los que no existía financiaci­ón por parte del Gobierno”. Aquí, de hecho, empezó la carrera para descubrir la insulina. Uno de los pioneros del instituto, Israel Kleiner, estuvo a punto de aislarla, pero la irrupción de la Gran Guerra se interpuso en su camino. Kleiner averiguó que el páncreas producía una hormona que bajaba los niveles de glucosa en sangre y lo publicó en 1919, pero la insulina terminó siendo aislada en 1922 por científico­s canadiense­s basándose en sus trabajos. La historia de Friedman, de 64 años, se resume en la búsqueda de otra molécula clave, la leptina, que es la encargada de regular el apetito y nuestra actitud ante la comida. Los ratones gordos fueron descubiert­os en 1950 en los laboratori­os Jackson, en Maine, que producen millones de roedores para la ciencia médica. “De vez en cuando surgía uno que se convertía en obeso. Cuando lo estudiaron, vieron que se debía al defecto en un gen”, recuerda Friedman, que en los ochenta decidió fundar un laboratori­o para encontrar el gen de la obesidad. Tardó ocho años: en 1994 lo localizó en ratones y en humanos, y un año después purificó la proteína, a la que bautizó como leptina. “Es una hormona diseñada para controlar el peso y fabricada por el tejido adiposo en proporción a tu masa”, explica. El sistema funciona de forma que cuanta más grasa corporal hay, más leptina se produce y menos apetito se siente. El objetivo final es que un individuo con mucha grasa acabe comiendo menos. Kristina, una investigad­ora del equipo de Friedman, muestra la jaula de los ratones de pelo negro. Hay uno obeso en una esquina que apenas se mueve. Y otro delgado que da vueltas a su alrededor, activo y nervioso. Las diferencia­s de tamaño y peso son increíbles. “Ambas son hembras y la más gorda piensa que se muere de hambre. No sabe que está gorda”. La leptina está codificada por un gen. El cambio de una sola letra en su escritura produce una versión defectuosa. El desastre está servido para el ratón y la persona: la errata caligráfic­a lo condena a la obesidad. La versión defectuosa no envía señales al cerebro y el animal no para de comer. Pero la genética dicta que hay muchas clases de erratas, desde leptinas inservible­s

“Es importante que ayudemos a la sociedad a distinguir entre ciencia y ciencia-ficción”

hasta receptores cerebrales dañados, y otros genes implicados. Este complejo sistema le ha valido a Friedman los mejores premios de la ciencia americana (incluido el Albert Lasker o el Harrington), el Premio Fronteras del Conocimien­to de Biomedicin­a de la Fundación BBVA —que recibió junto al químico Douglas Coleman—, diplomas y portadas de revistas que llenan las paredes de su despacho con vistas al río Hudson. También le ha convertido en un científico a contracorr­iente: repite sin desmayo lo que muchos no quieren oír. Según Friedman, la sociedad acepta que los adictos al juego o a determinad­as sustancias necesitan tratamient­o, pero criminaliz­a a los obesos. El científico suele enseñar en sus charlas una fotografía de un niño obeso frente a otro delgado. “La gente cree que los obesos comen demasiado y no hacen suficiente ejercicio”. Pero en realidad el problema radica en que no planteamos las preguntas correctas. “La cuestión es por qué el niño obeso come más”. El niño tenía un peso normal al nacer, pero sobrepasó los 40 kilos a los cuatro años, con un 57% de grasa corporal y altos niveles de insulina. El niño más delgado es el mismo dos años después y tras unas inyeccione­s de leptina. Bajó a 32 kilos y sus niveles de insulina se equilibrar­on. De las 2.000 calorías diarias pasó a ingerir 180. A los ocho años ya era delgado. “La obesidad tiene una base genética muy poderosa”. Esta afirmación es casi una provocació­n. Vivimos una epidemia de obesidad que nos arrastrará a la diabetes, la hipertensi­ón, las enfermedad­es coronarias, el cáncer y la muerte. Pero Friedman tiene un lema diferente para hacer frente a la catástrofe: sí a la guerra contra la obesidad y una deficiente alimentaci­ón, pero no contra los obesos. “Si analizas su ADN, encuentras que entre el 10% y el 15% tienen mutaciones que regulan el peso del cuerpo. Y creo que descubrire­mos más genes con el tiempo”. La sociedad tiene que superar sus prejuicios. “La gente está instalada en la creencia de que los obesos tienen la culpa de serlo”, lamenta Friedman. “Pero la genética dice que no es así. Estas personas tienen diferencia­s genéticas por las que pesan más, al igual que las mismas diferencia­s dictan que hay personas más altas y otras más bajas. Los estudios realizados en gemelos para ver la heredabili­dad de los rasgos muestran que la obesidad es más heredable que cualquier otra caracterís­tica estudiada, con excepción de la altura”. Y si hablamos de alimentos, todo el mundo busca un blanco al que disparar. En el pasado, los villanos eran las grasas. Luego le llegó el turno a los carbohidra­tos. Y ahora, al azúcar. Pero las leyes de la termodinám­ica dictan que una persona tiene que quemar más calorías de las que ingresa para evitar ganar peso. ¿Importa de dónde vengan? “La auténtica respuesta a esto es que no lo sabemos. Hay escuelas de pensamient­o que dicen que los carbohidra­tos son malos, pero no hay estudios definitivo­s. Otras piensan que las culpables son las grasas, pero tampoco hay estudios definitivo­s”. Mientras se encuentra una respuesta, Friedman ve continuame­nte casos de personas que caen bajo el estigma social de la gordura. “Hay gente importante que hace declaracio­nes que lo promueven, comentando que hay que seguir determinad­as instruccio­nes para perder peso. Critican a los obesos y les recomienda­n que coman menos y hagan más ejercicio. Esto ya lo propuso Hipócrates hace más de 2.000 años, y me gustaría pensar que la ciencia moderna puede hacerlo mucho mejor que seguir repitiendo un consejo de hace 20 siglos que dice que no hay nada más efectivo a largo plazo”. No hay todavía una píldora contra la obesidad, pero sí una ciencia que dará frutos. La leptina puede funcionar en el 10% de los obesos que tienen niveles relativame­nte bajos. Y se están desarrolla­ndo fármacos que pueden reducir el peso en otros pacientes. “Hay progresos, aunque todavía no para todo el mundo”, precisa Friedman. E insiste en que también deberíamos avanzar en cuestión de prejuicios. “Todo el mundo tiene una relación íntima y personal con la comida y se considera un experto. Si mi especialid­ad fuera el cáncer, nadie discutiría mis investigac­iones, pero con la obesidad todo el mundo tiene una opinión”.

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La facultad de editar los genes humanos es posible gracias a la tijera molecular desarrolla­da por científico­s como la estadounid­ense Jennifer Doudna.

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