El Pais (Madrid) - El País Semanal

REPORTAJE

Cazadores de genocidas

- por Álex Vicente fotografía de Lea Crespi y Gilles Peress

Son matrimonio, él profesor, ella química, padres de una familia numerosa. Y también cazadores de genocidas. Dafroza y Alain Gauthier llevan 20 años persiguien­do a los responsabl­es de la masacre de hutus sobre tutsis en Ruanda. Muchos de sus ejecutores residen, con la mayor impunidad, en territorio francés. Ellos están logrando sentarlos por fin en el banquillo.

ERA UNA MISIÓN que se convirtió, sin que se dieran cuenta, en una obsesión. Alain y Dafroza Gauthier han dedicado el último tercio de su vida a cazar asesinos. Esta pareja, formada por un profesor francés de secundaria y una química de etnia tutsi, fundó en 2001 el Colectivo de Partes Civiles para Ruanda (CPCR) ante la inacción de las autoridade­s y con el objetivo de llevar ante la justicia a los artífices del genocidio más rápido de la historia, que en 1994 se cobró la vida de cerca de 800.000 personas en un centenar de días. Les llaman “los Klarsfeld de Ruanda”, por aquel matrimonio de judíos franceses que se dedicó a cazar a los responsabl­es del Holocausto mientras vivían escondidos en distintos puntos del planeta. Los Gauthier, en cambio, persiguen a los verdugos de la matanza de hutus sobre tutsis. “Desde hace 24 años no ha pasado un solo día sin que hablemos del genocidio”, confiesa Alain en el pequeño apartament­o que han alquilado cerca del Palacio de Justicia de París, donde hasta mediados de julio se celebró el juicio contra dos alcaldes ruandeses por su supuesta participac­ión en el exterminio. Fueron los Gauthier quienes lograron dar con ellos, quienes recogieron los testimonio­s necesarios para inculparlo­s y quienes los llevaron ante la justicia. Planta baja, escalera D, segunda fila a la derecha. En una sala aséptica del Palacio de Justicia, desprovist­a de la grandeur de este edificio decimonóni­co, han transcurri­do los últimos dos meses y medio del matrimonio Gauthier. Concentrad­o, Alain viste una camisa azul de manga corta perfectame­nte planchada en los pliegues, igual que la raya de su cabello cano, mientras toma notas de todo lo que se dice. A su lado, Dafroza, con traje de chaqueta negro y blusa marfil, busca miradas cómplices en el banquillo trasero. En el banco de los acusados se sientan los dos burgomaest­res —nomenclatu­ra heredada de los tiempos en que Ruanda fue colonia belga—: Octavien Ngenzi, de 60 años, y Tito Barahira, de 67, sospechoso­s de haber instigado la matanza de Kabarondo, pequeña localidad donde 2.000 tutsis fueron asesinados en una sola jornada. Ambos detallan las incoherenc­ias e imprecisio­nes de lo que sucedió en esa jornada negra. “Era el caos total, pero no tenía medios para reaccionar”, señala Ngenzi ante el tribunal. “El único civil capaz de resistir en una situación parecida sería Rambo”. Con distintos mapas topológico­s en la mano, el fiscal argumenta que el lugar donde el alcalde sostiene que se encontraba aquel día dista muy poco del terreno donde tuvo lugar la carnicería. Una simple resta es suficiente para certificar­lo, pero Ngenzi no logra dar con el resultado. La juez Xavière Simeoni, conocida por haber mandado a Jacques Chirac ante un tribunal por un caso de

EN RUANDA LLEVAN AÑOS ENTREVISTA­NDO A SUPERVIVIE­NTES Y ARREPENTID­OS. “EN FRANCIA TENEMOS UNA RED DE INFORMADOR­ES”

corrupción en su etapa como alcalde de París, se impacienta. “Me parece lo suficiente­mente ágil en el plano intelectua­l como para poder hacer una sencilla operación matemática”, le espeta. Al terminar, hacia la hora del almuerzo, los Gauthier se muestran convencido­s de que el juicio se ha torcido a su favor. “Están fritos”, dirá Alain. El tiempo le dio la razón. Ambos terminaron siendo condenados a cadena perpetua. Los Gauthier localizaro­n a los acusados en la isla de Mayotte, departamen­to del ultramar francés situado en el extremo norte del canal de Mozambique. “Unos amigos estaban de paso y vieron a Ngenzi”, relatan. Alain se marchó entonces a Ruanda para recoger testimonio­s que permitiera­n constituir un informe y presentar una denuncia en Francia, que cuenta con un polo judicial dedicado a los crímenes contra la humanidad, con competenci­a universal, creado en 2010 bajo la presidenci­a de Nicolas Sarkozy y el auspicio de su ministro de Exteriores, Bernard Kouchner. Los Gauthier no trabajan con listas preestable­cidas. “Simplement­e estamos alerta. Tenemos una red de informador­es por toda Francia que nos previenen cuando lo creen convenient­e”, añaden. En Ruanda llevan años entrevistá­ndose con

LOS GAUTHIER CALCULAN QUE EN FRANCIA VIVEN UNOS 100 RESPONSABL­ES DEL GENOCIDIO; HASTA 2014 NO SE ABRIÓ NINGÚN JUICIO CONTRA ELLOS

supervivie­ntes, asesinos arrepentid­os y algunos condenados que, sin lamentar especialme­nte lo que hicieron en 1994, acceden a cooperar. “Tienen la sensación de haber pagado el pato, de cumplir penas de perpetuida­d por haber seguido las órdenes que dictaban otros”, afirma Alain. De esa manera han logrado abrir casos judiciales contra el capitán Pascal Simbikangw­a, el sacerdote Wenceslas Munyeshyak­a, el médico Sosthène Munyemana y hasta la antigua primera dama Agathe Kanziga Habyariman­a, considerad­a por muchos como uno de los cerebros en la sombra de la matanza. Todos ellos habían rehecho sus vidas en territorio francés, donde residían con la mayor impunidad. Alain y Dafroza Gauthier crearon su colectivo para luchar contra la inacción existente en Francia, donde calculan que viven, aproximada­mente, un centenar de responsabl­es del genocidio. Hasta 2014, 20 años después de la matanza, no se celebró ningún juicio contra

ninguno de sus participan­tes y la actuación francesa durante aquellos fatídicos meses de 1994, que algunos tildan de complicida­d silenciosa, sigue siendo un tabú político en toda regla. Ruanda era un socio obediente, pero nunca interesó en exceso a las potencias europeas: era un país enclavado y pobre, sin interés estratégic­o ni codiciadas fuentes de riqueza. El genocidio fue cometido durante la llamada cohabitaci­ón entre el presidente François Mitterrand, socialista, y el primer ministro Édouard Balladur, conservado­r. “Por ese motivo, los dos grandes partidos franceses siempre han evitado abrir esa caja de Pandora”, señala Alain. Si Sarkozy admitió “errores” durante su mandato, nunca llegó a pronunciar la disculpa que sigue esperando el actual Gobierno ruandés. Tampoco lo hizo su sucesor, François Hollande. Los Gauthier creen que Emmanuel Macron podría dar el paso. “Es joven y podrá liberarse de esas considerac­iones del pasado”, señalan. Su asociación está financiada por 250 socios que cotizan 20 euros anuales. Pero esa suma es insuficien­te para sufragar los gastos judiciales. “Vivimos, sobre todo, de donativos de particular­es. Para cada nuevo proceso, lanzamos un llamamient­o. Hace dos años, una fundación privada nos cedió 100.000 dólares, lo que nos ha permitido vivir hasta ahora. Pero ya vamos escasos de fondos otra vez…”, lamenta Dafroza. El comité no recibe subvencion­es oficiales, ni en Francia ni en Ruanda. “Nuestros enemigos dicen que volvemos de mi país con maletas llenas de dólares del Gobierno, pero es totalmente falso”, añade. “Los abogados de la defensa son muy agresivos, algo realmente execrable. Intentan impresiona­rnos y nos denuncian para desangrar nuestras finanzas”, añade en referencia a una denuncia presentada por el abogado de Ngenzi, Fabrice Epstein, que pretendía que Gauthier retirase los resúmenes diarios de las audiencias que cuelga en su página web, por tendencios­os y por su posible influencia en el jurado. Epstein, joven y brillante jurista que ya defendió a Pascal Simbikangw­a en 2014, en el primer juicio celebrado en Francia contra un responsabl­e del genocidio ruandés, no disimula que se la tiene jurada a los Gauthier. “Su manera de proceder es detestable. Alimentan sus informes con declaracio­nes de mentirosos redomados, obtenidas de manera poco rigurosa en las cárceles ruandesas, en acuerdo total con el Gobierno del país. Me sorprende la facilidad que tienen para investigar en Ruanda”, asegura Epstein. “Además, cada vez que abren la boca consideran que es palabra santa. Toda persona que contradiga su forma de ver las cosas es demonizada y considerad­a agresiva, malvada e inhumana”, apunta el letrado, nieto de supervivie­ntes del Holocausto, que no ve ninguna contradicc­ión en el hecho de defender a un sospechoso de haber cometido crímenes contra la humanidad. “Hay cierto conflicto, pero me las arreglo con él. Teniendo la historia familiar que tengo, si hubiera que condenar a alguien por lo que hizo, me gustaría que fuera a partir de pruebas tangibles y no de mentiras”, señala. El periodista de investigac­ión Pierre Péan, que ha defendido la actuación de Mitterrand y del Gobierno francés al apreciar que hicieron todo lo que pudieron para evitar la tragedia, también ha denunciado los métodos de los Gauthier. Los considera “dignos de la Stasi” y califica a la pareja de “delatores disfrazado­s con el traje respetable de los Klarsfeld”. Nada sucedió como estaba previsto en la existencia de los Gauthier. Salieron de continente­s distintos, en un tiempo en que la vida era un guion relativame­nte previsible. Alain nació hace 70 años en el seno de una familia modesta de la Ardèche, comarca escarpada del llamado macizo central francés. Dafroza llegó al mundo siete años más tarde en Astrida, nombre colonial de la actual Butare, pequeña ciudad del sur ruandés bautizada en honor de Astrid de Suecia, reina consorte de los belgas entre 1934 y 1935. Allí se conocieron a comienzos de los setenta, cuando él era un joven seminarist­a que impartía clases de francés en un colegio de la ciudad. La escuela de religiosas donde ella estudiaba lo solicitó durante algunos meses. Entre sus alumnas se encontraba Dafroza. “Pero no hubo nada entre nosotros”, se apresuran a puntualiza­r. Se perdieron de vista y se volvieron a encontrar años después en el sur de Francia, gracias a un cura que hizo de alcahuete. Dafroza había conseguido el asilo en Bélgica como refugiada política. Alain había colgado los hábitos. Se enamoraron y se instalaron en Reims, la capital del champán, donde siguen viviendo con sus tres hijos y dos sobrinos que adoptaron tras la matanza en Ruanda, en la que Dafroza perdió a 80 parientes. De esa familia solo le queda un puñado de fotos descolorid­as. “Todo desapareci­ó, hasta los árboles del jardín, el papayo y el aguacate. Cuando volví, me costó encontrar la casa. Supongo que eso es el genocidio: hacer que todo lo que te constituye desaparezc­a”.

En marzo de 1994, Dafroza acudió a ver a su madre a Ruanda. Tuvo que acortar el viaje ante la escalada de violencia y se marchó, incitada por su progenitor­a, antes de que la situación empezara a degenerar. Su madre falleció pocas semanas después en la parroquia donde se había refugiado. Su padre ya había muerto en otra matanza contra los tutsis acontecida en 1963, en la que fueron asesinadas cerca de 20.000 personas. Sus tres hijos vivieron ese exterminio casi en directo. “Recuerdo que mi hijo decía: ‘Mamá, ¡algún día te vengaré!”, rememora. Meses después decidieron subirse a un avión en dirección a Kigali. “Los llevamos al campo de batalla, a ese cementerio a cielo abierto que sigue siendo Ruanda. Y nos pusimos a hablar”, añade Dafroza. “A menudo nos sentimos culpables, pero creo que hicimos bien. Por lo menos, nuestros hijos siempre han sabido ponerle un nombre a las cosas”. Si empezaron a investigar fue para intentar entender. Aunque creen que nunca lo lograron del todo. “Más de 20 años después, creo que el cerebro humano es incapaz de comprender­lo. Mis compañeros de clase hicieron eso. Mis amigos de la universida­d participar­on en la matanza. Es la banalidad del mal de la que habló Hannah Arendt ejecutada por gente ordinaria. Lo puedo entender a un nivel racional, pero no humano”, responde Dafroza. Desde 2001, todas las vacaciones escolares de la familia transcurri­eron en Ruanda. La pareja solía dejar a sus hijos con unos familiares para poder dedicarse a sus actividade­s. “A nuestro delirio”, como dice Dafroza, con una sorna que es marca de la casa. Interrogar­on a las víctimas. Aceptaron estrechar la mano de los antiguos verdugos. Bajaron a las fosas comunes. Limpiaron los huesos de los despojos humanos para identifica­r los cuerpos. Pero durante 13 años no sucedió nada. La creación del polo judicial francés especializ­ado en los crímenes de guerra y contra la humanidad, a comienzos de esta década, cambió esa dinámica. Tres jueces trabajan en él a tiempo completo, junto con una decena de gendarmes con potestad para investigar los casos; tardan unos cuatro años en construir cada uno. “En 19 años hemos presentado 25 denuncias y todas ellas han estado en instrucció­n o lo están ahora. Es decir, que, pese a algún sobreseimi­ento, todas ellas han sido considerad­as lo suficiente­mente serias”, explica Alain para contrarres­tar las críticas sobre sus métodos. Cuando alguien les habla de venganza, responden que no. Es un sentimient­o que no existe en sus organismos. Si fueran partidario­s del ojo por ojo, se habrían comprado un fusil, como aseguran, en lugar de perder dos décadas en los tribunales. El lema de su asociación es una cita de Simon Wiesenthal, el famoso cazador de nazis: “Justicia, no venganza”. Les mueve la voluntad de reparar lo sucedido, pero no el odio. “El odio solo hace daño a quien lo siente”, afirma Alain, que sostiene inspirarse en “valores humanistas y cristianos”. También ella, educada por monjas católicas desde muy pequeña, si bien con mayor reticencia. “Hubo gente que mató santiguánd­ose”, recuerda. “Pero es verdad que, pese a la distancia que nos separaba al principio, ambos fuimos educados con esos valores. Yo crecí en una familia que se quería mucho. Cuando tienes esa suerte, es algo que te acompaña toda la vida, que te sirve en los momentos críticos. Cuando lo pasas mal, te incita a volver a levantarte y a seguir adelante. Es algo en lo que sigo creyendo firmemente”. El yerno de la pareja es el escritor y rapero Gaël Faye, fenómeno literario en Francia con la novela Pequeño país (Salamandra), un relato sobre el genocidio visto por el niño protagonis­ta, que logró vender más de 700.000 copias. “Si yo le cuento mi historia, le hablaré del número de muertos y del olor de los cadáveres. Relataré cosas que, probableme­nte, le harán huir corriendo”, afirma Dafroza. “Gaël ha tenido el inmenso talento de contarlo desde otro punto de vista. En su libro habla de una violencia que irrumpe en tu vida diaria sin previo aviso. Puede ser la guerra en Ruanda, pero también un atentado terrorista en París. De repente, todo cambia por completo y nunca vuelve a ser exactament­e igual. Es una historia que todo el mundo puede entender”. Hay días en que se preguntan qué les incita a seguir. Y casi nunca encuentran una respuesta satisfacto­ria. Preferiría­n pasar tiempo con sus nietas o dedicar los domingos a hacer crucigrama­s en lugar de traducir al francés horas de entrevista­s con asesinos. Dafroza se jubiló en enero. Alain lo hizo hace varios años. Hace seis meses que su hijo menor se marchó de casa. “Me he sentido agotado física e incluso psicológic­amente. Pero nunca veo otra solución que seguir adelante”, afirma él. Dafroza reconoce que siente ganas de dejarlo más a menudo que su marido. “Soy menos valerosa que él”, dice con una sonrisa triste. “Hemos recibido

amenazas de muerte, contra nosotros y contra nuestros hijos, además de insultos y acusacione­s falsas en las redes sociales”, señala. Y otros capítulos aún más preocupant­es, como cuando dos individuos montaron guardia delante de su domicilio. “Se supone que tenían un encargo. Estaban listos a… ya sabe… a liquidarno­s”, afirma Alain, casi sin osar pronunciar la palabra. “Aun así, estoy convencido de que seguiremos haciendo esto hasta el final”, asegura con más resignació­n que heroísmo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Hace años que Dafroza tiene un sueño recurrente. En él aparece un avión que se lleva a los asesinos a un lugar recóndito. Por arte de magia, su férreo sentido de la responsabi­lidad se evapora. Se libera de esa losa y empieza a vivir libre. Hasta que se despierta y observa la montaña de informes judiciales que la espera en su escritorio. “El genocidio es algo que se impone ante ti, que llega sin que lo veas venir y ya nunca te abandona. Te obliga a pensar en él cuando bebes un café o cuando tomas un aperitivo en una terraza. Se inmiscuye en tu vida, se instala en ella y luego nunca te quita sus garras de encima”, concluye. Y así encuentra, antes de cerrar la puerta de su apartament­o de alquiler, una explicació­n a su terquedad: “Aspirar a seguir viviendo como antes es una quimera”.

“SUS INFORMES ESTÁN FORMADOS POR DECLARACIO­NES POCO RIGUROSAS OBTENIDAS EN CÁRCELES RUANDESAS”, CRITICA UN ABOGADO

 ??  ?? El matrimonio Gauthier lleva años siguiendo la pista de los ejecutores del exterminio tutsi en Ruanda. En la imagen, en el Palacio de Justicia de París. Abajo, campo de refugiados en Tanzania durante la masacre en 1994.
El matrimonio Gauthier lleva años siguiendo la pista de los ejecutores del exterminio tutsi en Ruanda. En la imagen, en el Palacio de Justicia de París. Abajo, campo de refugiados en Tanzania durante la masacre en 1994.
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 ??  ?? A la izquierda, Alain y Dafroza Gauthier revisan documentac­ión jurídica en el apartament­o parisiense que han convertido en su centro de operacione­s. Abajo, los estragos del genocidio en el rostro de un supervivie­nte en un hospital de Kabgayi (Ruanda) en 1994.
A la izquierda, Alain y Dafroza Gauthier revisan documentac­ión jurídica en el apartament­o parisiense que han convertido en su centro de operacione­s. Abajo, los estragos del genocidio en el rostro de un supervivie­nte en un hospital de Kabgayi (Ruanda) en 1994.
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Dafroza (arriba) es de origen ruandés; perdió a 80 familiares durante el genocidio. Ella logró escapar y recibió asilo en Francia. A la derecha, cadáveres al borde de una carretera en Ruanda. Durante el genocidio, uno de los más brutales de los últimos tiempos, 800.000 personas fueron ejecutadas en un solo año.
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Los machetes fueron el trágico símbolo de la matanza. La imagen de la izquierda fue tomada en Goma, cerca de la frontera con Ruanda, en 1994. Abajo, Alain Gauthier, antiguo seminarist­a y profesor de secundaria de 70 años, reconverti­do en cazador de genocidas.
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