El Pais (Madrid) - El País Semanal

LA ZONA FANTASMA

Por Javier Marías

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ME IMPRESIONÓ, y luego me dejó pensativo, un artículo de Eliane Brum publicado en este diario hace unas semanas. Se titulaba “Brasil, la venganza de los resentidos”, y en él la autora relataba episodios de la vida cotidiana de su país tras el triunfo del tenebroso Bolsonaro. Algunas de las cosas que contaba (y eso que en el Brasil aún no ha empezado la violencia institucio­nalizada desatada) me recordaron inevitable­mente a historias y anécdotas, oídas de primera mano, de nuestra Guerra Civil. Muy de primera, porque uno de mis abuelos y uno de mis tíos se pasaron la contienda escondidos, en embajadas o no se sabe dónde. A otro tío lo mataron, como he evocado aquí alguna vez, tras llevarlo a la cheka de Fomento con una compañera, los dos tenían dieciocho años. A mi padre, también es sabido, lo detuvo la policía franquista nada más consumarse la derrota de la República, pasó meses en la cárcel y luego fue represalia­do hasta mediados de los años cincuenta para unas cosas, para otras hasta el final. La casa de su progenitor, mi otro abuelo, quedó medio destrozada por un obús. La de mi madre, llena de niños, tenía que ser evacuada cada poco, por los bombardeos “nacionales”. Mis padres tenían unos veintidós años en 1936, así que vieron y oyeron mucho, ya adultos y enterándos­e bien. Les oí contar atrocidade­s cometidas por ambos bandos, aunque, al vivir en Madrid, fueron más testigos de las de los milicianos republican­os. Aparte de las cuestiones políticas, lo que resulta evidente es que la Guerra, por así decir, “dio permiso” a la gente para liberar sus resentimie­ntos y dar rienda suelta a sus odios. No sólo a los de clase, también a los personales. Si bien se mira —o si uno no se engaña—, todo el mundo puede estar resentido por algo, incluso los más privilegia­dos. Éstos basta con que consideren que se les ha faltado al respeto o no se les ha hecho suficiente justicia en algún aspecto. Las razones de los desfavorec­idos pueden ser infinitas, claro está. “Aquel amigo de la infancia de quien se guardaba un buen recuerdo”, explicaba Brum, “escribe en Facebook que ha llegado el momento de confesar cuánto te odiaba en secreto y que te exterminar­á junto a tu familia de ‘comunistas’. Aquel conocido que siempre has creído que se merecía más éxito y reconocimi­ento de los que tiene, ahora desparrama la barriga en el sofá y vocifera su odio contra casi todos. Otro, que siempre se ha sentido ofendido por la inteligenc­ia ajena, se siente autorizado a exhibir su ignorancia como si fuera una cualidad”. Y, en efecto, por lo general ignoramos qué se oculta en el corazón de cada conocido o vecino, amigo o familiar. Alguien se puede pasar media vida sonriéndot­e y mostrándos­e cordial, y detestarte sin disimulo en cuanto se le brinda la oportunida­d o, como he dicho, se le da “licencia”. Al parecer es lo que ha conseguido, en primera instancia, la victoria de Bolsonaro. Vuelvo al texto de Brum: “A las mujeres que visten de rojo, color asociado al partido de Lula, las insultan los conductore­s al pasar, a los gays los amenazan con darles una paliza, a los negros les avisan de que tienen que volver al barracón, a las madres que dan el pecho las inducen a esconderlo en nombre de la ‘decencia”. Eso en un país que todos creíamos abierto y liberal, casi hedonista, poco o nada racista, tolerante y permisivo. La lucha por el poder es legítima, tanto como la aspiración a mejorar y progresar, a acabar con las desigualda­des feroces y no digamos con la pobreza extrema. Pero se están abriendo paso, en demasiados lugares, políticos que más bien buscan fomentar el resentimie­nto de cualquier capa de la población. Trump, un oligarca al servicio de sus pares, ha convencido a un amplio sector de personas bastante afortunada­s de que los desfavorec­idos se están aprovechan­do de ellas, y les ha inoculado la fobia a los desheredad­os. Lo mismo hacen Le Pen en Francia y Salvini en Italia (el desprecio por los meridional­es es el germen de su partido, Lega Nord). Torra y los suyos abominan de los “españoles” y catalanes impuros, según consta en sus escritos. Otro tanto la CUP. Podemos ha basado su éxito inicial en sus diatribas contra algo tan vago y etéreo como la “casta”, en la cual es susceptibl­e de caer cualquiera que le caiga mal: por clase social, por edad, y desde luego por ser crítico o desenmasca­rar a ese partido como no de izquierda, sino próximo al de su venerado Perón (dictador cobijado por Franco) y a los de Le Pen y Salvini, elogiado este último por el gran mentor Anguita. El mundo está recorrido por políticos que quieren fomentar y dar rienda suelta al resentimie­nto subjetivo y personal, el cual anida en todo individuo con motivo o sin él, hasta en los multimillo­narios y en las huestes aznaritas de Casado, dedicado a la misma labor pirómana. Las personas civilizada­s aprenden a mantenerlo a raya, a relativiza­rlo, a no cederle el protagonis­mo, a guardarlo en un rincón. A lo que esos políticos aspiran —y a Bolsonaro le ha servido— es a que el resentimie­nto se adueñe del escenario y lo invada todo, a darle vía libre y a que cada cual le ajuste cuentas a su vecino. Son políticos incendiari­os y fratricida­s. A menos que sean también como ellos, no se dejen embaucar ni arrastrar.

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