El Pais (Madrid) - El País Semanal

Bestia blanca contra bestia negra: combate nulo, escándalo asegurado

Pese a su extraordin­aria historia de superación, Tyson Fury fracasó en su camino al trono mundial de los pesos pesados.

- ANA VIDAL EGEA

TENEMOS LA SUERTE de vivir en el tiempo del británico Tyson Fury, The Gypsy King, un boxeador que con solo 30 años tiene una vida de película y más carisma que el mismísimo Rocky Balboa. Es tanta su singularid­ad que despierta curiosidad incluso en las personas ajenas a este deporte. El pasado sábado 1 de diciembre, Fury se subió a un ring de Los Ángeles para intentar derrotar al actual campeón de los pesos pesados, el estadounid­ense Deontay Wilder, The Bronze Bomber. Tyson mide 2,10 metros de altura y pesa 116 kilos. Su padre, un exboxeador que estuvo en la cárcel por sacarle un ojo a un contrincan­te, le llamó así en honor a Mike Tyson. Quien no esté familiariz­ado con su historia quedará sorprendid­o por su notable sobrepeso, algo inconcebib­le para un deportista de élite, pero los que lo siguen saben que Fury ha perdido 68 kilos después de entrenar a diario durante un año, y que su fuerza mental supone una amenaza mucho más seria que poseer un cuerpo de hierro. Con más de 12 títulos en su carrera —dos veces campeón británico, uno europeo, de la Commonweal­th y campeón irlandés de peso pesado, campeón de la WBO Interconti­nental y WBO Internacio­nal de peso pesado—, Fury era el gran campeón tras vencer al ucranio Wladímir Klitschko, invencible durante nueve años. Pero tan solo semanas después colapsó. Cayó en una profunda depresión. En 2016, pese a continuar invicto después de haber ganado 27 luchas (19 de ellas por KO), tuvo que entregar sus títulos mundiales después de haber dado positivo en dos controles antidopaje. “He vivido como una estrella del rock”, cuenta a posteriori, pese a que por entonces ya estaba casado y tenía hijos (en la actualidad su mujer está embarazada de un quinto). Fueron dos años de salvaje autodestru­cción para este boxeador católico a ultranza: adicción a la cocaína, atracones de comida en exceso hasta desfigurar su cuerpo y alcoholism­o (bebía a diario, llegando a terminarse 18 pintas en un solo día, seguidas de chupitos de vodka y whisky). Su vida se convirtió en un caos y estuvo al borde del suicidio. Su regreso al deporte profesiona­l, con el fin de destronar al actual campeón, se había vuelto una sensaciona­l historia de superación. Tanto Tyson Fury como Deontay Wilder eran campeones invictos. Durante los nueve primeros asaltos, Tyson reinó (los sondeos calculaban que iban 8-1), tanto que hasta se permitía hacer provocacio­nes constantes (sacar la lengua, hacer ademanes teatrales a su contrincan­te) que rayaban el disparate. Hasta el extravagan­te excampeón Floyd Mayweather, Money, se atrevió a decir con convicción que Fury estaba siendo superior y que tenía todas las de ganar. La pelea tuvo la dosis de adrenalina imprescind­ible en todo combate apoteósico. Pero en los tres últimos rounds Wilder lideró el combate, llegando a dejar en el suelo a Fury en dos ocasiones. Este se volvió a levantar. “Soy un gran luchador”, repetiría en la rueda de prensa posterior. Mientras el jurado deliberaba, los dos boxeadores se abrazaron largo rato como amantes, susurrándo­se cosas al oído, en una de las escenas más conmovedor­as que se han visto en el mundo del boxeo. Fury daba por sentado que había ganado, pero el jurado declaró un empate. Nadie sabe cómo se pudo llegar a una decisión así. “Quería demostrarl­e al mundo que con la mentalidad adecuada uno puede conseguir lo que se proponga”, dijo Fury sin dejarse llevar por la situación. “Yo creo que he sido el ganador, pero gracias por la oportunida­d y que Dios bendiga América”.

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Tyson Fury (izquierda) y Deontay Wilder hablan mientras los jueces deciden el resultado del combate.

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