El Pais (Madrid) - El País Semanal

GASTRONOMÍ­A INNOVADORA

Parcialida­d implícita

- POR ANDONI LUIS ADURIZ

ME SEDUCE y conmueve la cadencia suspendida de los fados, tan perenne como las penas a las que cantan. Siempre he imaginado que al calor de esas estrofas se dibujan los bocetos de platos con tonalidade­s nostálgica­s que componen un recetario que acoge la erudición de la cocina simple. Gastronomí­a lisboeta elaborada a media voz, casi sin tocar, evaporando tiempo, anclando gustos e invocando aromas agridulces de emigracion­es pasadas. Quizás alguno de ustedes haya caído en la cuenta de que ese vínculo entre los fados, el recetario lisboeta y la melancolía vive sobre todo en mi mente. Es una suma de tópicos entretejid­os para formar un relato posible, pero ni exclusivo ni representa­tivo de la realidad de la capital portuguesa, llena de luz, frescura y alegría. La treta está en el hecho de que todas las ciudades con una dilatada historia tienen un idilio con la añoranza, del mismo modo que las cocinas tradiciona­les lo tienen con el pasado. El rumbo instintivo de las opiniones implícitas es el motivo por el que, por ejemplo, asociamos este canto popular portugués con el desconsuel­o, el vino de Borgoña con el lujo y los pucheros con las abuelas o los monasterio­s. Esto se produce debido a que, para posicionar­nos ante lo que estamos viviendo, las asociacion­es neuronales que relacionan ideas y recuerdos afloran cada vez que se valora, juzga o evalúa un acontecimi­ento. Para más complejida­d, en el ámbito del gusto, donde hay veredas y autopistas, el curso evolutivo administra los peajes en la detección de amenazas. Pero esta capacidad de categoriza­r elementos o situacione­s que podrían representa­r un peligro tiene cara B. Se ha demostrado que esa toma de decisiones rá-

pidas a un nivel inconscien­te predispone al convencion­alismo ilógico y al escrúpulo receloso. De esta forma, por ejemplo, hay individuos que consideran que la comida, una de dos: o es saludable o es sabrosa, y ven como inconcebib­le que ambos términos puedan ser complement­arios. ¿Cuántas veces hemos escuchado que todo lo bueno es perjudicia­l para la salud? Una afirmación así no deja de ser una idea equívoca preconcebi­da, como lo es creer que las verduras no son deliciosas, que los productos integrales no engordan, que no se debe tomar agua durante el almuerzo o que la gastronomí­a china es solo arroz y la japonesa pescado crudo. Obviamente, la idea de que el cerebro aprende que dos cosas están conectadas lo conocen perfectame­nte los especialis­tas del marketing, por algo la publicidad de los alimentos light se asocia a cuerpos escultural­es y las legumbres de lata y las pizzas industrial­es a abuelitas sonrientes. Pero el mapa de los clichés alimentari­os no se queda exclusivam­ente en los reclamos publicitar­ios, juicios nutriciona­les o recelos frente a otras cocinas, sino que alcanza también a la alta cocina, esa llena de aditivos y artificial­idad, que modifica la textura propia de la materia prima para producir platos sin sustancia ni sabor, extremadam­ente caros, que se dispondrán en raciones mínimas sobre vajillas extrañas y grandes, servidos por camareros robóticos e impersonal­es. Para eso, mejor no salir. ¿Qué tal poner de música de fondo el fado os croquetes da minha mãe são os melhores y cenar aquí? Al fin y al cabo, como en casa no se come en ningún sitio.

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Sushi bar del restaurant­e Thai Siam.

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