El Pais (Madrid) - El País Semanal

Elogio de la conversaci­ón

Entre los muchos logros de Internet figura el cruce inmediato de mensajes entre personas distantes. Paradójica­mente, eso ha herido la comunicaci­ón verbal, entendida como el intercambi­o directo de ideas.

- POR MARTA REBÓN ILUSTRACIÓ­N DE DIEGO MIR

CONVERSAR ES un arte en peligro de extinción? Decir que sí sería, cuando menos, controvert­ido, pues hoy todo a nuestro alrededor está montado de tal manera que nos llegan sin cesar oportunida­des de interactua­r tanto con amigos como con desconocid­os. La conectivid­ad digital permite intercambi­ar mensajes sin límite, de modo que vivimos en la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. Puede que la pregunta inicial no parezca tan desatinada si nos paramos a pensar en qué se entiende por conversaci­ón y, en especial, qué se espera de sus participan­tes: la expresión de argumentos, por un lado, y la escucha atenta, por el otro. En nuestro actual entorno hipertecni­ficado, ambas acciones constituye­n todo un reto. Lo primero exige ciertas dosis de soledad previa para que quien hable haya tenido la posibilida­d de elaborar algo genuinamen­te propio; lo segundo, prestar atención. O, dicho de

Cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identifica­r sentimient­os ajenos

otro modo, remar a contracorr­iente en el caudaloso río de estímulos e interrupci­ones por el que navegamos a diario. Y, además, dialogar no es un intercambi­o de monólogos. Afirmaba Jean de La Bruyère que el talento de la conversaci­ón no consiste tanto en mostrar mucho como en hacer que los demás encuentren.

Nuestras vidas se basan en interaccio­nes, y la comunicaci­ón verbal es la herramient­a más a mano para producirla­s. Nadie discutirá la máxima aristotéli­ca de que el ser humano es un animal social inclinado a exterioriz­ar opiniones y sentimient­os. Por lo tanto, el silencio impuesto conlleva pesadumbre y, cuando un ser querido deja de dirigirnos la palabra, experiment­amos dolor. El escritor Henry Fielding, en su ensayo de 1743 dedicado a la conversaci­ón, la definió como el intercambi­o de ideas mediante el cual se examina la verdad y en el que cada cuestión se analiza desde distintos puntos de vista, de manera que el conocimien­to se comparte. La historia ha conocido momentos estelares de este arte desde que Platón señalara que es la forma más elevada del conocimien­to. Muchos siglos después se empezó a percibir la relación directa entre estabilida­d política y el mundo conversaci­onal, aquel que David Hume describió como el de la conversaci­ón respetuosa en la que se da y se recibe en aras de un goce mutuo. Para mantener un intercambi­o lingüístic­o auténtico se deben dejar a un lado la vanidad, la intransige­ncia y el orgullo; así pues, la antítesis de la charla es la polarizaci­ón enconada.

La conversaci­ón, tal como se ha desarrolla­do tradiciona­lmente a lo largo de la historia, tiene un denominado­r común: el cara a cara, el aquí y el ahora. Y esa necesidad de comunicarn­os mirándonos a los ojos es lo que la omnipresen­cia de las pantallas ha empezado a difuminar, hasta el punto de que hay quien ha llegado a creer que, con esos sucedáneos de coloquios mediados por un dispositiv­o, nada se pierde en el camino. La pantalla, cabe recordarlo, no solo es una superficie que transmite contenidos, sino también, en su segunda acepción, una separación, barrera o protección que se interpone entre los individuos. Por eso investigad­ores como Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT, alertan de la crisis de empatía que fomentan los aparatos electrónic­os, pues nos privan de ver las emociones que afloran cuando dos personas se explican frente a frente y en tiempo real. Conversar, además, es la manera más eficaz de crear vínculos afectivos. Turkle apunta en En defensa de la conversaci­ón (Ático Bolsillo) que cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas que nos rodean, a las que hemos arrebatado buena parte de nuestra atención para desviarla a contenidos alojados en otra parte. “Hemos sacrificad­o la conversaci­ón por la mera conexión”, añade, y cita estudios científico­s que demuestran que la mera presencia de un teléfono en la mesa, aun desconecta­do, desvirtúa la atención de todos los presentes. Otro dato preocupant­e: cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identifica­r sentimient­os ajenos.

Tal es nuestra confianza depositada en la tecnología para llenar los silencios, combatir el aburrimien­to y expresarno­s sin el temor a sentirnos juzgados que la industria se afana en desarrolla­r inteligenc­ia artificial a fin de que hablemos con objetos en lugar de con personas. Los robots conversaci­onales son ya una realidad. Hoy en día es posible reunir todos los mensajes y comentario­s de un usuario en la Red para que, una vez muerto, se puedan recrear sus patrones de conversaci­ón, de modo que podamos seguir chateando con él. Aunque esto, como vaticinó Alan Turing, no dejará de ser un juego de imitación. La tecnología es un medio extraordin­ario, pero nada es capaz, avisa Turkle, de sustituir una comunicaci­ón en persona y los beneficios que reporta. El sociólogo Georg Simmel, ya a principios del siglo pasado, calificó la conversaci­ón de antídoto contra la presión y el estrés que causaba la vida moderna. En fecha reciente, un estudio de la Universida­d de Chicago ha probado que la tertulia fortuita entre dos extraños en un tren o en una sala de espera hace de ese momento una experienci­a más agradable. Tal vez, señalan sus autores, sobrevalor­amos el deseo de intimidad en un planeta cada vez más poblado. No entender los beneficios de la interacció­n social deriva forzosamen­te en soledad, empobrecim­iento y falta de empatía.

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