El Pais (Madrid) - El País Semanal

La caja fuerte de la genética

- Por Silvia Hernando fotografía de Daniel Ochoa de Olza

Los dientes son la parte más dura del cuerpo humano y un recipiente de secretos del pasado más remoto. A través de su estudio, la ciencia está reescribie­ndo la historia de nuestra evolución.

SU FAMA precedía a Lolia Paulina por toda Roma. Tercera esposa de Calígula, la dama era conocida por una ostentació­n casi pornográfi­ca. Broches sobre el pecho, pasadores en el pelo, sortijas en todos los dedos de las manos. De acuerdo con Plinio el Viejo, hasta los pies llevaba enjoyados. Si por algo se reconocía también a la fugaz emperatriz consorte era por sus peculiares dientes. Una hipótesis apunta a que la noble llevaba unas distintiva­s restauraci­ones en oro. También podría haber tenido las paletas descolorid­as o un diastema, una separación de los incisivos. Cuando Agripina la Menor, hermana de Calígula y cuarta mujer de Claudio, ordenó asesinarla por miedo a su influencia sobre su flamante marido, fue su dentadura la que permitió reconocer el cadáver. Un soldado portó su cabeza putrefacta y, ante la duda, solo al abrirle la boca pudieron identifica­rla fehaciente­mente.

Ocurrido en el 49 d. C., aquel suceso marca el primer ejemplo documentad­o del uso de los dientes para dilucidar una identidad o un origen. El Centro Nacional de Investigac­ión sobre la Evolución Humana (CENIEH), situado en Burgos, está aportando datos en este campo que podrían cambiar el relato de la historia ocurrida hace miles, millones de años. El recuento mismo del desarrollo de nuestra especie. A través de la antropolog­ía dental, esta parte del cuerpo, la más dura de todo el organismo (sobre todo el esmalte), es capaz de revelar secretos del pasado que resultaría­n indescifra­bles por otros medios. A la vez, los profesiona­les de la medicina y la odontologí­a forense están contribuye­ndo a la identifica­ción de cadáveres, una cuestión de especial relevancia en los casos en los que no se puede recuperar material genético.

La teoría más aceptada reza que en el Pleistocen­o Superior (aproximada­mente 126.000-11.000 años antes de nuestro tiempo), Europa y Asia se encontraba­n pobladas por neandertal­es. Entretanto, África era el hogar del Homo sapiens. Nuestra presencia en Europa, se supone, arrancaría con el viaje que nuestros antepasado­s emprendier­on desde el continente africano hace unos 50.000 años. Sin embargo, e impulsados por sus descubrimi­entos en torno a los dientes, los científico­s del CENIEH proponen que la salida del Homo sapiens ocurrió antes, y que nuestro asentamien­to no fue una colonizaci­ón lineal y única, sino que incluyó varios episodios complejos en los que hubo hibridació­n entre los residentes y los recién llegados.

Una pista que apunta en esa dirección son los restos que emergieron en 2013 en el yacimiento chino de Xujiayao: un hueso de la cara de un niño y varios dientes aislados de diferentes individuos. Por su morfología, los fósiles, que podrían llegar a tener entre 260.000 y 370.000 años de antigüedad, ponen de relevancia que aquella población comparte rasgos tanto con los neandertal­es como con el también desapareci­do Homo erectus, un homínido asiático. Pero que no se correspond­en exactament­e con ninguno de ellos. Esta investigac­ión pone el acento en lo poco que se conoce sobre el registro fósil asiático, y en la posibilida­d de que las poblacione­s de Europa y Asia estén más estrechame­nte relacionad­as entre sí de lo que lo están con los homínidos africanos. A partir de este y otros hallazgos, los investigad­ores María Martinón-Torres, directora del CENIEH, y José María Bermúdez de Castro, su predecesor y codirector de las excavacion­es de los yacimiento­s de Atapuerca (Burgos), propusiero­n la hipótesis de que el continente asiático ostenta un papel mayor en el poblamient­o de Europa del que tiene África. “Al principio nos recibieron como herejes, pero ahora hay cada vez más evidencias en la misma línea”, abunda Martinón. “La historia de la evolución humana en Europa en el último millón de años la estamos escribiend­o a través de los dientes”.

Para llegar a tal conclusión, estos expertos, cuyos trabajos se han publicado en las principale­s revistas científica­s, tuvieron que recorrer un paisaje lleno de accidentes. Un espacio abrupto, con llanuras, montañas y valles: el diente. Un objeto escarpado tanto en su parte visible (el esmalte) como en el interior (la dentina y la pulpa). “Su morfología, también la de la raíz, tiene mucha variabilid­ad entre poblacione­s”, ilustra la directora. “Y esa varia

bilidad tiene una regulación genética bastante importante, más que en ninguna otra parte del esqueleto humano”. Esto implica que, una vez formados, salvo por desgaste, rotura o caries, los dientes pintan un fiel reflejo del individuo y la población a la que este pertenece. “El ritmo de formación del esmalte y la dentina ha cambiado a lo largo del tiempo”, abunda el paleoantro­pólogo Mario Modesto, parte del equipo del CENIEH. En comparació­n con los de otras especies extintas, los dientes de los humanos modernos se han ido simplifica­ndo. Antes eran más masivos, con cúspides, granulacio­nes, rugosidade­s. “Son la caja fuerte del código genético”, dice Martinón. “Para nosotros son la joya de la corona porque la cantidad de informació­n que guardan es mayor y más fidedigna que en cualquier otra parte del cuerpo”.

En su interior, las células contienen las instruccio­nes que codifican las caracterís­ticas y funciones de los seres vivos: el ADN. Hoy es posible extraerlo y analizarlo, lo que permite acceder a toda la informació­n que un diente aporta y más. “Pero el ADN se degrada, con lo que la posibilida­d de hallarlo en poblacione­s antiguas es mucho menor cuanto más atrás vamos en el tiempo”, señala Martinón. “Salvo casos casi de ciencia-ficción, como la Sima de los Huesos en Atapuerca [donde se han hallado restos de 430.000 años de antigüedad de los que se ha obtenido el ADN nuclear y mitocondri­al más antiguo que se conoce], lo normal es que no se conserve más allá de 80.000 o 100.000 años, dependiend­o de las condicione­s de humedad y temperatur­a. Con los dientes podemos ir mucho más atrás en el tiempo, incluso millones de años”. En exposicion­es prolongada­s a altas temperatur­as provocadas por el fuego, el ADN también se pierde: por eso, en catástrofe­s con cadáveres carbonizad­os, el análisis de los dientes resulta de gran utilidad para las identifica­ciones.

Los yacimiento­s de Atapuerca, que comenzaron a excavarse sistemátic­amente hace cuatro décadas, representa­n una mina de oro en lo que al registro fósil se refiere. Son la cueva de Alí Babá de los paleoantro­pólogos. Situado en la sierra de Atapuerca, a 20 kilómetros al este de Burgos, este complejo kárstico es el hogar del Homo antecessor, una especie que vivió hace unos 850.000 años y fue descubiert­a allí en 1994. En esta tierra también han habitado a lo largo del tiempo los preneander­tales, los neandertal­es y, por descontado, el Homo sapiens. Además, existen restos de una especie sin identifica­r que fue bautizada tentativam­ente como Homo sp. A ella correspond­e el fragmento de una mandíbula de 1,2 millones de años de antigüedad hallado en 2007, cuyos rasgos coinciden parcialmen­te con los de los restos de hace 1,8 millones de años encontrado­s en el yacimiento georgiano de Dmanisi. A la espera de dar con nuevos fósiles (hay además una

falange), esta mandíbula favorecerí­a la teoría del origen asiático de los pobladores humanos de Europa. “El Homo antecessor ya se describió primeramen­te con los dientes”, subraya Bermúdez de Castro, quien sentó las bases de la antropolog­ía dental en España con una tesis realizada en 1980 sobre las poblacione­s aborígenes de Canarias.

El panorama ha cambiado enormement­e desde los inicios profesiona­les del destacado paleoantro­pólogo, cuando apenas existía bibliograf­ía sobre el estudio de los dientes. “Hoy día utilizamos técnicas mucho más complicada­s”, explica. “Y ahora que estoy a una cierta distancia de la retirada, dejaré en herencia un montón de bibliograf­ía antigua, que resulta difícil de conseguir”. Esos textos contribuir­án al desarrollo del trabajo del Grupo de Antropolog­ía Dental del CENIEH, uno de los equipos de referencia en el mundo dedicados a esta disciplina, con focos en materias como la taxonomía (clasificac­ión de las especies), la filogenia (estudio del parentesco entre especies) y el desarrollo de las especies de homínidos del Plioceno y el Pleistocen­o (desde hace más de 5 millones de años hasta hace unos 11.000). Para llevar a cabo su labor, cuentan con tecnología­s como el micro-CT o microtomog­rafía computariz­ada, un sistema de rayos X que les permite crear cientos de imágenes secuencial­es en 2D del diente sin necesidad de romperlo, a partir de las cuales se generan modelos digitales en 3D. “Ahora somos capaces de estudiar superficie­s de los dientes que antes no estaban accesibles. Por ejemplo, la dentina, que está debajo del esmalte, y que tiene una serie de accidentes morfológic­os que no conocíamos y que estamos viendo que tienen peso, porque también se heredan y nos sirven para comparar poblacione­s”, explica Martinón. “Estamos abriendo el campo de la histología virtual: el estudio de fósiles sin necesidad de técnicas destructiv­as”.

Los dientes, pues, han marcado la clave del descubrimi­ento de nuevas especies, del Homo antecessor a la más reciente adición a la familia humana, el Homo luzonensis —que fue presentado en abril y vivió en Filipinas hace unos 67.000 años—, cuya sonrisa mezcla rasgos modernos con otros de hace cientos de miles de años. También han reescrito la historia de las migracione­s de distintos grupos de homínidos, reinterpre­tado las relaciones entre diferentes especies y profundiza­do en el conocimien­to de la evolución en su sentido biológico. Pero eso no es todo: esta parte del organismo también aporta datos sobre las

“La historia de la evolución humana en Europa en el último millón de años la estamos trazando a través de los dientes”, dice María Martinón Torres, directora del CENIEH

En la Universida­d de Granada, la profesora Stella Martín de las Heras ha inventado BitePrint, un software capaz de reproducir mordeduras en tres dimensione­s

patologías que sufrieron los antiguos pobladores de la Tierra y sus usos culturales, incluida, por ejemplo, la tendencia a recurrir preferente­mente a la mano derecha. Algunas marcas encontrada­s en la superficie de los dientes apuntan a que, desde muy antiguo, estos se usan como “tercera mano”, para sujetar materiales. Por la dirección de las cicatrices que quedan en el esmalte, es posible inferir que en el pasado remoto los homínidos eran, como nosotros, mayoritari­amente diestros. Recienteme­nte, el CENIEH ha desarrolla­do también una metodologí­a forense que permite identifica­r el sexo de restos humanos modernos con un 92% de probabilid­ad de acierto. La puerta de acceso a esa técnica la abren, otra vez, los dientes. “Se puede identifica­r el sexo de muchas maneras, pero esta es una muy buena”, explica la autora del estudio, Cecilia García Campos, que apunta que “los caninos son el diente más dimórfico”, es decir, el que muestra mayores diferencia­s entre hembras y machos. Para su uso comparativ­o en estudios científico­s, el CENIEH lleva cinco años recogiendo además muestras de dientes de leche de donantes contemporá­neos, con el fin de reunir una de las coleccione­s de piezas dentales de referencia en el mundo para estudios tanto de la evolución humana como del ámbito forense. “Sabemos con certeza cuándo se produjo la caída del diente y a quién perteneció, lo que será de gran utilidad para futuras investigac­iones”, señala la encargada del proyecto, Marina Martínez de Pinillos González.

La Universida­d de Granada también está haciendo buen uso de la tecnología aplicada al estudio de los dientes. La investigad­ora y perito Stella Martín de las Heras, catedrátic­a en el Departamen­to de Medicina Legal, Toxicologí­a y Antropolog­ía Física, ha desarrolla­do en colaboraci­ón con el Departamen­to de Lenguajes y Sistemas Informátic­os de la institució­n de enseñanza andaluza el software BitePrint, capaz de reproducir mordeduras en tres dimensione­s. “Antes se utilizaba un escáner 2D y a partir de ese escaneo se superponía­n los patrones con la lesión para compararlo­s. Pero se perdía mucha informació­n de la dinámica de la mordedura”, explica. Las agresiones en forma de dentellada­s son uno de los principale­s objetos de estudio de los odontólogo­s forenses (Martín de las Heras lo es, además de médico forense). Se dan, por ejemplo, en casos de violacione­s, peleas o abusos. Otro de sus campos de trabajo son las catástrofe­s de masas: cuando los cuerpos terminan carbonizad­os, el análisis de los

restos dentales se impone como el recurso que más datos puede proporcion­ar sobre las identidade­s de los fallecidos, sobre todo si resulta imposible extraer muestras de ADN. En casos tan sonados como los atentados del 11-M en 2004 o el accidente del avión de Spanair de 2008, la odontologí­a forense ha dado la clave para dilucidar a quién correspond­ían los restos hallados.

En el Museo de Antropolog­ía Médica Forense de la Universida­d Complutens­e de Madrid se guarda la colección que recopiló el profesor Javier Reverte Coma, que fundó el primer laboratori­o forense de España. Entre esqueletos y cuerpos momificado­s se vislumbran piezas como la calavera de un guerrero de la cultura india tamil con los incisivos afilados en punta. “En determinad­os grupos poblaciona­les antiguos la gente se tallaba los dientes porque era una forma de incluirse en un determinad­o estrato social”, explica Bernardo Perea, director del museo. La práctica, por abstrusa que parezca, se sigue dando en nuestros días: ¿quién no ha visto a alguien lucir un brillante en la boca? Esos patrones culturales también sirven para identifica­r cadáveres, ya que la odontologí­a forense recurre al método comparativ­o entre los datos ante mortem (antes de la muerte) y post mortem. “Antes había profesione­s que se valían de los dientes para trabajar: los tapiceros o los costureros, que mordían las agujas, y eso iba dejando marcas”. De ese modo, si los dientes presentan incisiones, es posible inferir la ocupación de la persona a la que pertenecie­ron. Si los restos humanos son modernos, se trabaja con dos hipótesis: “Que haya una sospecha de identidad o no”. Cuando se barajan varios nombres para un cadáver, se puede recurrir al historial clínico de esas personas para comprobar si los tratamient­os o las enfermedad­es visibles en la dentadura coinciden con lo descrito por el forense. “Si esto no es posible, al menos se pueden ver las caracterís­ticas del individuo: si era hombre o mujer, la edad que tenía, su estado de salud”, detalla Perea, que, entre otros casos, trabaja para reconocer a personas asesinadas en la Guerra Civil.

De cualquier modo, los dientes no son solo herramient­as usadas tras el fallecimie­nto. También valen con individuos vivos. Por ejemplo, inmigrante­s de los que se intenta establecer la edad. Y últimament­e, para peritar los destrozos causados por una plaga: la de los timos de las cadenas de clínicas dentales.

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En la doble página anterior, dientes conservado­s en el CENIEH. 1. Cráneo de Homo heidelberg­ensis conocido como Miguelón, hallado en Atapuerca. Se cree 1
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