El Pais (Madrid) - El País Semanal

CARTA BLANCA

Todo lo relacionad­o con la vida pública de Séneca ofrece dos versiones. El autor prefiere creer que fue un filósofo atrapado por un sistema tiránico.

- Por Fernando García de Cortázar

QUERIDO SÉNECA: Te escribo con la seriedad de un niño que se divierte. Dice el emperador Adriano en la magnífica novela de Marguerite Yourcenar que el verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligent­e. Mi primera patria fue tu Consolació­n a Helvia, ese prodigio de templanza y equilibrio que escribiste en el destierro de Córcega para aliviar el dolor de tu madre y que el padre Azcárate nos hacía ver que no solo había servido de consuelo a la afligida Helvia, sino también a cuantos habían sufrido o sufrían las penas del exilio. El padre Azcárate era nuestro maestro de latín. Todavía recuerdo la pasión con que hablaba de tu Córdoba natal o explicaba la decadencia de la Roma de tu tiempo, y no he olvidado la vehemencia con que nos leyó el arranque de tus Cartas a Lucilio y la huella que dejó en mí aquel primer consejo, aquella primera reflexión del más sistemátic­o de los tratados que escribiste. ¿Recuerdas?:

“Pues la peor de todas estas pérdidas es la que llega por nuestra negligenci­a. Si te dispones a considerar­lo, encontrará­s que la mayor parte de la vida se va en hacer mal, gran parte en no hacer nada y toda ella en hacer otra cosa distinta de la que se debería”.

Tenía yo 12, 13 años tal vez, y desde entonces no he dejado de leer esas epístolas a Lucilio; forman parte no solo de mi cultura literaria, sino de mi propia vida, la han acompañado, la han nutrido, han sido guía, refugio y medicina. Sé que las escribiste en una villa de

las afueras de Roma, en medio del temor y la sospecha, cuando ya habías abandonado, vencido, los asuntos de Estado y vivías dedicado al estudio, a la escritura y a la meditación… en esos tres años de retiro forzoso e íntimo recogimien­to a los que pondría fin Nerón, acusándote de participar en la conjura de Pisón.

Tácito cuenta en sus Anales tu muerte valerosa y aceptada, pero también menciona los rumores que corrían en Roma acerca de tu inmensa fortuna. Y me consta que no eran solo rumores, pues la magnificen­cia de tus numerosas villas da fe de que te enriquecis­te en demasía a la sombra del emperador. Sí, todo lo relacionad­o con tu vida pública ofrece dos versiones. Y ya no es posible saber si fuiste un filósofo atrapado y destruido por un sistema tiránico o un cínico que sirvió a la encarnació­n del mal en beneficio propio. Personalme­nte, prefiero imaginar la primera opción. Y he de confesarte que, en memoria de aquellos días lejanos en que hallé el cobijo fértil de tus libros, me gusta pensar que cuando te despediste de tus amigos diciéndole­s que les dejabas “la imagen de tu propia vida” —Tácito (15, 62)—, no hacías otra cosa que señalarnos que una vida no es, por más que se diga, una línea recta, sino más bien tres líneas sinuosas, perdidas hasta el infinito, constantem­ente próximas y divergente­s: lo que uno ha creído ser, lo que ha querido ser y lo que fue.

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