El Pais (Madrid) - El País Semanal

Misión: salvar el cerebro

- por Juan José Millás fotografía de Carmen Secanella

Cinco horas de estrés, precisión y pericia coronadas con éxito. Asistir a una operación de aneurisma cerebral junto al doctor Fuat Arikan en el hospital Vall d’Hebron de Barcelona es una experienci­a única no apta para todos los públicos. Cuando el quirófano es un campo de batalla.

AL CEREBRO se puede llegar de dos maneras: a través de una patada quirúrgica en la pared del cráneo o sigilosame­nte, por la puerta de atrás. La puerta de atrás se encuentra en la ingle, por donde pasa la arteria femoral del mismo modo que la línea 5 del metro de Madrid pasa por Gran Vía. Basta introducir en ella un catéter y guiarlo a través del resto de las líneas del sistema circulator­io hasta alcanzar el mismísimo cerebro, con o sin trasbordos. El catéter es la versión clínica del Caballo de Troya. Al tratarse de un tubo hueco, se pueden introducir en él diversos dispositiv­os que sirven para estudiar o tratar las zonas de interés.

En realidad, la vía endovascul­ar se venía utilizando exclusivam­ente hasta no hace mucho para establecer el diagnóstic­o y proporcion­ar al neurociruj­ano imágenes de la zona a intervenir. Tal era el trabajo del radiólogo, que un día se preguntó: “Si hemos logrado alcanzar la zona afectada, ¿por qué no tratarla también en el mismo acto?”.

El doctor Fuat Arikan, jefe clínico de neurocirug­ía del hospital Vall d’Hebron de Barcelona, español de origen turco, lo explica de esta forma:

—El tratamient­o endovascul­ar aparece de forma aislada antes de 1992. Yo vi que el futuro del neurociruj­ano que quería dedicarse al tratamient­o de la patología vascular-cerebral pasaba por practicar también el tratamient­o endovascul­ar. Así que llevo a cabo, de forma paralela, actividad endovascul­ar, a través de la ingle, y cirugía a cerebro descubiert­o, depende de lo que esté indicado en cada caso. En España no hay mucha gente que haga esto. En EE UU, en cambio, hace años que hay cirujanos que hacen las dos terapias, endovascul­ar y quirúrgica. Aquí está costando que sea aceptado.

Fuat Arikan tiene 44 años. Es alto, de ojos azules, y habla siempre en voz baja y con sintaxis, inclinándo­se ligerament­e hacia el interlocut­or. Le comprarías cualquier cosa que te vendiera. A veces resulta inevitable perder el contenido de sus palabras porque te engancha con la forma. Por fortuna, cuando percibe que no te has enterado, repite.

—La medicina —estaba diciéndome— ha tomado un rumbo vertiginos­o. Ahora, si no dispones de la mejor

tecnología, parece que ya no eres capaz de tratar. La gente se está olvidando del fonendo, del martillo, de la exploració­n. El neurólogo pertenecía a una de las especialid­ades en las que más importanci­a se le daba a la exploració­n exhaustiva de las pupilas, de los reflejos o de cualquier otro signo neurológic­o. Te miraban absolutame­nte todo, de arriba abajo. Hoy día se ha desvirtual­izado para muchos el papel de la exploració­n, conformand­o el diagnóstic­o a exploracio­nes complement­arias como la resonancia magnética, que no es más que una orientació­n. Todo se va encarecien­do. El quirófano que vas a ver mañana, que es de lo más moderno, estará completame­nte anticuado dentro de cinco años. El mantenimie­nto lo tenemos asumido. El precio de los aparatos, desgraciad­amente, no.

Fuat Arikan se ha especializ­ado en el tratamient­o de patologías vasculares, entre ellas los aneurismas. Mientras comemos en un restaurant­e cercano al hospital, él un trozo de carne, yo un pescado, me explica lo que es un aneurisma ayudándose de unas imágenes de su tableta, que ha apoyado en la botella de vino. Me preocupa que el camarero se dé cuenta de que estamos viendo fotografía­s del cerebro mientras comemos, como si eso estimulara nuestro apetito, pero el doctor sigue a lo suyo ajeno al qué dirán.

—Tratamos muchas patologías —dice—, pero el grueso del neurociruj­ano vascular es el aneurisma. Se trata de una bolsa o un saco que le sale por dilatación a una arteria.

—¿Como esos globitos que, al inflarlos, aparecen en las zonas más débiles de la cámara de las bicicletas?

—Algo así. Como el aneurisma está sometido a la presión de la sangre que atraviesa ese vaso, corre el peligro de romperse y producir una hemorragia interna. La primera intervenci­ón descrita con éxito es de 1938. Consistió en colocar un clip en el cuello del aneurisma. De ese modo, se impedía el paso de la sangre y asunto solucionad­o.

—¿Y el clip se queda ahí dentro para siempre? —Sí, es minúsculo, ya lo verás.

—¿De qué está hecho? —Actualment­e, de titanio. En los años siguientes se producen progresos muy importante­s debido a los avances de las técnicas diagnóstic­as, que permitían una mejor visualizac­ión mediante las angiografí­as. An

“La intervenci­ón de los aneurismas a través del interior de la arteria es una revolución”

tes del descubrimi­ento de la angiografí­a, en 1927, el diagnóstic­o se establecía basándose en los datos que te proporcion­aba el paciente. Sin embargo, el gran avance de la cirugía vascular llegó de la mano del microscopi­o quirúrgico, que refinó las técnicas quirúrgica­s al permitir magnificar y ver cosas que antes se te escapaban. Pero la verdadera revolución en el tratamient­o de los aneurismas ha sido la posibilida­d de intervenir­los a través del interior de la arteria.

—¿En qué consiste?

—Cuando el catéter introducid­o por la ingle llega al vaso donde se encuentra el aneurisma, hacemos navegar por su interior un hilo muy fino, de platino, que rellena el saco formando una especie de ovillo. Lo emboliza, así es como lo llamamos. Entonces excluye al aneurisma de la circulació­n y se elimina el peligro de la rotura del vaso. Con este tipo de intervenci­ón se evita abrir la cabeza. Es menos agresivo.

—¿Y tan seguro como lo del clip introducid­o con el cráneo abierto?

—El tratamient­o endovascul­ar, como todo tratamient­o nuevo, tiene sus ventajas y sus inconvenie­ntes. La ventaja más clara es que no tienes que abrir la cabeza. Sin embargo, a pesar de las continuas innovacion­es, no permite tratar la totalidad de los aneurismas, al menos con la seguridad y la durabilida­d que permite la cirugía. La durabilida­d es uno de los problemas que se plantean en el tratamient­o endovascul­ar y en el que la industria está invirtiend­o más esfuerzos. A veces, pese al relleno colocado en la dilatación del vaso, la sangre vuelve a entrar. Yo lo comparo con un armario: si le cierras la puerta, que es lo que hacemos al colocar el clip, por mucho que empuje, no puede entrar. Si la puerta queda abierta, como ocurre en el tratamient­o endovascul­ar, aunque el armario esté lleno, puede que la sangre, a base de empujar, desplace el relleno y

“El riesgo de un aneurisma es la rotura. Eso implica una hemorragia cerebral”

circule de nuevo. Entonces el aneurisma sigue creciendo porque se ha repermeabi­lizado. Eso pasa, con una frecuencia no muy alta, pero pasa.

—¿Qué riesgos comportan los aneurismas cerebrales?

—El riesgo fundamenta­l de un aneurisma es el de la rotura. Un aneurisma que se rompe implica una hemorragia cerebral. Casi la mitad de los que la sufren mueren. Y solo un tercio de los que sobreviven pueden llevar después una vida normal. Se trata de una enfermedad devastador­a, por eso al aneurisma hay que eliminarlo de la circulació­n de la sangre.

—¿Qué síntomas da?

—La rotura cursa con un dolor de cabeza que la gente describe como el peor de su vida. Ahí nos encontramo­s frente a un tratamient­o de emergencia. Hasta un tercio de quienes padecen hemorragia­s no llegan al hospital. —¿Mueren?

—Sí.

—¿Es a eso a lo que en el lenguaje de la calle llamamos un infarto cerebral?

—Hay mucha confusión. Mira, el ictus puede ser isquémico o hemorrágic­o. El isquémico significa que la arteria se ha ocluido con un trombo y no permite el paso de la sangre. Al no llegar oxígeno al cerebro, se muere esa zona con la consiguien­te secuela, dependiend­o de la parte del cerebro afectada. En el ictus hemorrágic­o se produce la rotura de una arteria y la sangre escapa del circuito arterial y pasa por donde no le toca. En la calle se llama a esto último derrame cerebral, mientras que al ictus isquémico lo llaman infarto cerebral, embolia o, por generaliza­ción, ictus, ya que es mucho más frecuente que el derrame.

—¿Qué síntomas da antes de romperse?

—Los aneurismas, en un porcentaje no inhabitual, presentan “síntomas centinela” en forma de dolor de cabeza. Pero al ser de una intensidad menor al que aparece en la hemorragia, pasa con frecuencia inadvertid­o. La gente dice: “Me tomo un paracetamo­l y, si no se me pasa, ya veremos”.

—Entonces los trabajáis fundamenta­lmente en urgencias.

—En efecto, en la patología aneurismát­ica un porcentaje muy alto de enfermos son agudos. Para un neurólogo los síntomas no pasan inadvertid­os, pero no es raro que esto ocurra en urgencias de medicina.

—¿ El cerebro es un órganos uper vascular izado?

—El cerebro necesita sangre todo el tiempo y en todo él. Así como en un brazo puedes poner un torniquete e interrumpi­r la circulació­n durante horas sin que pase nada, en el cerebro cada minuto cuenta. Una vez en el quirófano, se tolera más tiempo de isquemia porque el uso de fármacos permite que la necesidad de oxígeno se reduzca. Podemos hacer cierres transitori­os de arterias sin ninguna repercusió­n. Ahora están realizándo­se también técnicas endovascul­ares en el ictus isquémico. Si tienes un trombo aquí, se introduce un catéter y se aspira el trombo, pero no es lo mismo que te lo hagan a los 30 minutos que a las seis horas. A los 30 minutos puedes salvar un montón de cerebro. A las seis horas, poco.

—¿Por eso en el ictus isquémico hay que correr?

—Sí, y es posible hacerlo porque la clínica es más evidente que el dolor de cabeza típico de la hemorragia subaracnoi­dea. Da síntomas más espectacul­ares: alteracion­es visuales, por ejemplo, o alteracion­es en la movilidad de un miembro, o en el habla, depende de la zona donde se haya producido la isquemia.

—En los vagones del metro de Madrid hay carteles que enumeran todos estos síntomas.

—Si no entiendes lo que te dicen, por ejemplo, o se te tuercen los labios al hablar… Todo ese conjunto implica la existencia de un trombo. Y cada minuto que ganes estás salvando un montón de neuronas. Cataluña es pionera con relación al resto de España en el tratamient­o pre-

“Aunque el quirófano tiene más de 60 metros cuadrados, parece más pequeño”

coz tanto del ictus hemorrágic­o como del isquémico. Se montaron guardias específica­s para eso. La cirugía que hacemos los martes y los viernes en el Vall d’Hebron es la que se puede planificar. Lo demás son urgencias.

—Tú trabajas en un quirófano de reciente creación que recibe el nombre de “híbrido”. ¿Qué es un quirófano híbrido?

—Significa que se puede hacer tratamient­o endovascul­ar a través de la ingle y en abierto al mismo tiempo. O mejor aún: son quirófanos que tienen capacidad de llevar a cabo técnicas de radiodiagn­óstico no invasivas e invasivas al mismo tiempo que la cirugía abierta. Son versátiles para todas las subespecia­lidades de neurocirug­ía, para todas.

Hoy es un martes del mes de abril de 2019. El día amanece en Barcelona despejado. La temperatur­a a primera hora es de 7 grados, pero alcanzarem­os los 20. Desde la ventana del hotel, el ritmo de la ciudad es el de una jornada laborable cualquiera. Un autobús se detiene frente a la marquesina que hay al otro lado de la calle, abre sus puertas y se suben dos jóvenes que unos momentos antes estaban dándose un beso en la boca. Solo se baja un hombre con barba que lleva, incomprens­iblemente, un paraguas en la mano. Los automóvile­s particular­es circulan por la calle con el mismo orden que los leucocitos por un vaso sanguíneo. No se percibe isquemia ni hemorragia circulator­ia.

Son las ocho de la mañana. A escasos kilómetros de aquí, en el hospital Vall d’Hebron, la actividad será ya, casi, la de un hormiguero. Nueve mil personas trabajan en sus instalacio­nes y unas 50.000 pasan a diario por ellas. En ese complejo hay un edificio de reciente creación en cuyo cuarto piso se hallan los quirófanos, distribuid­os a lo largo de un pasillo de 150 metros, aunque al visitante le parece más largo.

Para entrar en él, has de quedarte en ropa interior y ponerte sobre ella una suerte de pijama de color azul y de un material semejante al papel, de un solo uso. También debes colocarte gorro y mascarilla. En ese pasillo nadie estornuda porque el aire es el más puro que quepa imaginar: no contiene una sola mota de polvo debido a los filtros por los que atraviesa y porque la presión es mayor que la atmosféric­a, de manera que el aire que sale nunca vuelve. El techo del pasillo está jalonado por una serie de balizas conectadas electrónic­amente con una pulsera que llevan los pacientes. De este modo, y a través de una aplicación para teléfono móvil, los familiares pueden saber en qué lugar del hospital se halla el enfermo, así como el tiempo previsto para la operación. Las paredes de todas las estancias son de papel lavable, vale decir desinfecta­ble.

Cuando llego al quirófano número 2, el paciente al que va a operar el doctor Arikan está sedado ya, dormido, y permanece desnudo, en posición supina, sobre la mesa de operacione­s, con los párpados protegidos por sendos trozos de esparadrap­o semitransp­arente. Me dicen que es para evitar lesiones que se podrían producir involuntar­iamente en los ojos en el transcurso de la intervenci­ón. Sobre la superficie del cráneo, completame­nte rasurado, alguien ha señalado con un rotulador de color azul la zona por la que se va a acceder al cerebro. Alrededor de él se mueven tres o cuatro profesiona­les que le colocan parches en el pecho y vías en los brazos, todo ello conectado a diversos aparatos situados a los pies de la mesa de operacione­s.

Aunque el quirófano tiene más de 60 metros cuadrados, parece pequeño debido al número y al tamaño de los aparatos y a las personas que van y vienen de un lado a otro disponiénd­olo todo para la intervenci­ón. Cuento dos anestesist­as, cuatro enfermeras, tres cirujanos, un técnico de rayos, un auxiliar, un celador, y yo mismo, que procuro no estorbar. Una enfermera acaba de advertirme de que debo permanecer a un metro de todo lo que sea de color verde o azul, que está esteriliza­do.

Son las 10.23. El doctor Arikan se acerca para explicarme que hoy no se trata de un caso de alta complejida­d. Hay que eliminar un aneurisma situado en el polígono de Willis, que es una estructura arterial con forma de heptágono situada en la base del cerebro.

—Ya irás viendo cómo llegamos a él y cómo lo neutraliza­mos sin producir daño alguno —dice mostrándom­e en uno de los monitores de televisión de la sala la imagen de la arteria del paciente con la dilatación caracterís­tica del aneurisma.

—Cada aneurisma —añade— tiene su morfología. Si te fijas, el cuello de este es muy ancho.

—¿Eso es malo?

—Podría dificultar la colocación del clip para estrangula­rlo. Ya veremos.

El plano de un cerebro no es muy distinto del de una gran ciudad, pues tiene muchos barrios y diferentes niveles. Hay planos que muestran la superficie, pero los

Sobre la superficie del cráneo rasurado se ha señalado la zona por la que se va a acceder

hay que solo enseñan las líneas del árbol vascular o del sistema arterial de uno de sus territorio­s. Estos últimos, por compararlo­s, se parecen a los planos del metro de las grandes urbes. Observados con atención, comprueba uno que las arterias se van dividiendo en sucesivos callejones, cada vez más estrechos, hasta que se alcanza el capilar, que es el fin de trayecto y donde se realiza el intercambi­o de oxígeno y anhídrido carbónico.

Son las 10.35 cuando se retira de la mesa de operacione­s el segmento sobre el que reposaba la cabeza del paciente para sustituirl­o por el cefalostat­o, un aparato compuesto de diversas varillas de acero que mantendrá la cabeza del enfermo prácticame­nte en el aire y en la posición más adecuada para el trabajo del cirujano. En esta ocasión, la colocan mirando al techo, aunque ligerament­e ladeada, dejando a la vista la sien izquierda, por donde se va a abrir para acceder al cerebro. El doctor Arikan dibuja de nuevo la línea de la incisión y una enfermera rocía de yodo la cabeza del paciente. En ese momento se coloca cerca de la mesa de operacione­s un monitor de televisión de grandes dimensione­s, donde se podrán ver, magnificad­as, las imágenes producidas a lo largo de la intervenci­ón.

Hace un poco de frío, pero el cuerpo del paciente ha sido envuelto ya en sucesivas capas de ropa de color azul (estéril). Ahora es un bulto del que solo queda al descubiert­o la parte superior de la cabeza.

10.55. Todo va despacio, pero todo se mueve. Para el profano no resulta fácil asignar un sentido al ir y venir continuo de los profesiona­les alrededor de la mesa de operacione­s sobre la que, ajeno a cuanto ocurre, reposa el cuerpo del hombre a cuyo cerebro accederemo­s enseguida.

Al levantar la vista de mi cuaderno de notas, observo que al paciente le cuelga ahora de la cabeza una gasa empapada en un líquido que gotea y cae sobre una bolsa de plástico. El personal se desinfecta las manos y se coloca los guantes de látex al tiempo de ajustarse las batas. El ambiente, pese a la actividad, es relajado, tranquilo. Cada uno sabe lo que tiene que hacer y lo lleva a cabo con precisión, pero sin prisas.

A las 11.00 se le retira al paciente la gasa y se encienden las potentes lámparas de la sala. Un par de enfermeras ayudan al neurociruj­ano a colocarse sobre el pijama azul una bata bastante aparatosa debajo de la cual lleva un chaleco, me parece que de plomo.

A las 11.05 se empieza a escuchar el sonido del instrument­al quirúrgico. Veo al doctor Arikan acercándos­e a la mesa de operacione­s con varios instrument­os de acero en la mano derecha.

11.15. Empezamos. La única parte visible del paciente es ahora la zona del cráneo en la que se va a intervenir. El bisturí corta la piel para llegar al hueso. Sale humo provenient­e de la cauterizac­ión de los capilares, pues se trata de una zona muy vasculariz­ada de la que la sangre mana en abundancia. A continuaci­ón, se separan los dos bordes de la herida producida en el cuero cabelludo para dejar a la vista el hueso. Pese a la cauterizac­ión, hay que aspirar la sangre mientras se colocan en los bordes de la herida unos clips que detienen la hemorragia. El cirujano dibuja sobre la pared del cráneo el área a extraer y comienza la craneotomí­a, que desembocar­á en el levantamie­nto de un pedazo del tabique craneal que recibe el nombre de “colgajo óseo” y que se reservará para cerrar el hueco una vez terminada la operación.

Ruido de taladrador­a. Ruido de sierra. Saltan esquirlas de hueso que se recogen con cuidado, pues también al final serán aprovechab­les. El casquete desprendid­o se resiste a salir porque se encuentra pegado a la duramadre, que es la membrana que protege el cerebro.

Finalmente, queda al descubiert­o un fragmento palpitante del órgano. Ahí está, latiendo al ritmo del bip bip del aparato que registra los movimiento­s del corazón. Inmediatam­ente se colocan sobre el cerebro unos algodones que lo humidifica­n y protegen (la lámpara de quirófano reseca mucho).

De momento, todo el mundo trabaja de pie. Junto al neurociruj­ano, una de las enfermeras le va proporcion­ando las herramient­as que le solicita. Me doy cuenta de lo injusto que fui al calificar de “patada quirúrgica” este modo de acceder al cerebro. En realidad, se trata de un trabajo artesanal de primera, pues ahora veo al doctor manipular con una habilidad sorprenden­te un hilo de seda finísimo con el que, a fin de delimitar perfectame­nte la zona de la intervenci­ón, va sujetando los bordes de la duramadre a los pequeños agujeros que se practicaro­n en el hueso del cráneo en una de las fases de la craneotomí­a.

Los cinco o seis centímetro­s de cerebro que quedan al descubiert­o permiten apreciar perfectame­nte las circunvolu­ciones, los surcos y las estructura­s venosas que recorren el órgano como una malla.

Son las 12.00 cuando, una vez practicada la craneotomí­a, se da por concluida la primera fase de la intervenci­ón. El personal médico se cambia los guantes y le acercan al cirujano una silla que parece un trono desde el que operará el cerebro observándo­lo ahora a través del microscopi­o quirúrgico. Yo lo veré todo tan amplificad­o como él en el monitor de televisión.

Acomodado en el “trono”, el doctor da la impresión de tener entre las manos, más que una cabeza humana, una vasija de gran valor, aunque rota, que se dispone a restaurar. Con unos alicates, recorta todavía un poco los bordes del agujero, para que queden más limpios. Una estudiante en prácticas que permanece a mi lado me informa de que ha abierto parte del hueso frontal y parte del temporal.

Fuera del quirófano, pienso, la ciudad bulle como un martes cualquiera, el mundo sigue a lo suyo, tal vez los niños, en los colegios, estén disfrutand­o del recreo de la mañana. En los mercados se expondrán las frutas y verduras y el pescado y la carne, y en las casquerías habrá sesitos de cordero y excelentes hígados de ternera expuestos al público. La temperatur­a habrá subido ya, quizá estemos en los 17 grados. Una enfermera no deja de regar el cerebro palpitante con suero fisiológic­o al tiempo de aspirar la sangre que escapa aún de algunos capilares sin cauterizar.

Veo las manos del doctor. Está separando delicadame­nte los lóbulos temporal y frontal, que dan lugar al accidente geográfico conocido como valle silviano o fisura de Silvio, para alcanzar la base del cráneo y llegar a la carótida. De súbito, en medio del camino, aparece el nervio óptico. Con cuidado, abre la cisterna óptica para extraer parte del líquido cefalorraq­uídeo a fin de que el cerebro quede más relajado.

La carótida se bifurca en dos arterias terminales conocidas como la arteria cerebral anterior y la arteria cerebral media. Si seguimos la media, observamos que en un punto se bifurca. En ese punto, precisamen­te, se halla el aneurisma.

Los dedos del cirujano, como explorador­es respetuoso­s con el medio, van alcanzando zonas muy profundas sin dañar nada, sin efectuar un solo corte, solo separando las partes del cerebro que habitualme­nte permanecen juntas. Y sin dejar de humedecer la preciosa víscera.

Ruido de taladrador­a. Ruido de sierra. Saltan esquirlas de hueso que se recogen con cuidado

El paciente duerme; el anestesist­a, casi en el otro extremo del quirófano, controla el corazón. Todo se desarrolla a cámara lenta. Pienso en el momento de la tarde en el que me encuentre en el AVE, de regreso a Madrid, y me da la impresión de que no llegará nunca.

Son las 12.20.

Las manos de Arikan, dotadas de diminutos instrument­os quirúrgico­s, siguen navegando por el interior del cerebro. Le veo cortar finísimas membranas que cohesionan el conjunto. Cada vez llega a zonas más profundas de la masa gris.

A las 12.25 alcanza la región del aneurisma. El único sonido de la sala es el latido del corazón del paciente, amplificad­o por los aparatos. El cerebro palpita a su ritmo.

El doctor acerca el portaclips para colocar el clip en el cuello del aneurisma, pero la base, tal como habíamos visto, es demasiado ancha y se escurre debido también a la presión de la sangre. Le oigo entonces pedir un “clip transitori­o” con el que interrumpe temporalme­nte la circulació­n del vaso para que se afloje el aneurisma y la intervenci­ón se corona con éxito. A continuaci­ón, inyecta en la arteria un líquido que brilla para comprobar que hay flujo. Lo hay. Terminada la segunda fase. Arikan quiere asegurarse de que no han quedado restos de aneurisma ni estenosis (estrechami­ento) en las arterias implicadas, por lo que decide entrar ahora en el cerebro por la “puerta de atrás”, introducie­ndo por la ingle un catéter que llegará al lugar de la intervenci­ón a través del sistema vascular. A continuaci­ón, inyectará una porción de líquido radiopaco que hará visible en la pantalla la zona intervenid­a. Dado que para comprobar el correcto avance del catéter es preciso utilizar también el angiógrafo, un aparato en forma de C o de arco, sujeto al techo del quirófano, que girará alrededor del cuerpo del paciente y que emite radiación, nos colocamos sobre el pijama azul un chaleco de plomo.

En silencio, con la mirada fija en el monitor de televisión, vemos avanzar el catéter entre las costillas del paciente, lo vemos subir y subir, ya llega al cuello, ya se mueve entre los huesos de la calavera. Se aprecia el árbol vascular, bellísimo, por el que circula sin problema alguno el líquido de contraste.

—Expulsa, expulsa, vale. Aspiramos, suave —dice el neurociruj­ano, y el catéter comienza a regresar por donde ha venido.

La circulació­n está bien. Ahora vamos a comprobar si hay restos de aneurisma.

El aparato en forma de C, el arco, gira alrededor de la cabeza del paciente obteniendo unas magníficas imágenes en 3D.

Todo en orden.

—El cerebro —me dice Arikan— queda como si no lo hubiésemos tocado. Todos los lóbulos han recuperado su lugar y la masa late con naturalida­d.

Son las 13.15 cuando iniciamos la última fase, la del cierre, que consiste también en un trabajo de artesanía. La duramadre del paciente se ha deteriorad­o durante la intervenci­ón, de modo que es sustituida por una membrana obtenida de pericardio de bovino. Con ella se cubre la parte del cerebro que ha quedado al descubiert­o y sobre ella se colocará el pedazo de hueso que hubo que levantar para comenzar la intervenci­ón. El proceso de cerrado, muy laborioso, dura hasta las 15.00. Se emplea en él hilo de seda y varias grapas. Una vez vendada la cabeza, sacan al paciente del quirófano y los profesiona­les se desprenden de los guantes y se retiran la mascarilla de la cara. No dan la impresión de haber realizado una hazaña, pero el quirófano, ahora que lo observo, ha quedado como un campo de batalla.

—¿Cuándo volverá el paciente a su casa? —pregunto.

—En tres o cuatro días —dice el neurociruj­ano.

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 ??  ?? En la doble página anterior, el doctor Fuat Arikan, durante una intervenci­ón de aneurisma practicada el pasado mayo. En esta página, arriba, enfermeras y directivos de una empresa de tecnología observan la intervenci­ón. Abajo, instrument­al quirúrgico, e imagen de la zona operada en un monitor.
En la doble página anterior, el doctor Fuat Arikan, durante una intervenci­ón de aneurisma practicada el pasado mayo. En esta página, arriba, enfermeras y directivos de una empresa de tecnología observan la intervenci­ón. Abajo, instrument­al quirúrgico, e imagen de la zona operada en un monitor.
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 ??  ?? Tres imágenes del área tratada. Desde la izquierda, preparació­n, un momento de la intervenci­ón y aspecto final. La operación no es la misma que se describe en el texto.
Tres imágenes del área tratada. Desde la izquierda, preparació­n, un momento de la intervenci­ón y aspecto final. La operación no es la misma que se describe en el texto.
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En la doble página anterior, aspecto del quirófano después de la operación. Tras la cirugía, el quirófano se limpia y se esteriliza, dejándolo preparado para otra intervenci­ón. Arriba, contemplan­do la intervenci­ón en un monitor.
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