El Pais (Madrid) - El País Semanal

CRÓNICAS SUDACAS

- Miami, la ciudad capital

Miami es un lugar al que la mayoría decidió venir: una ciudad deseada. Aquí viven más billonario­s que en París o Shanghái. Aquí todo el dinero es nuevo: se exhibe, se pavonea, se presume. Aquí la belleza se compra. Los barrios ricos son tropicales, frondosos, lujuriosos. Y los barrios pobres son secos como palos. Tras Caracas, Bogotá, México, La Habana y Buenos Aires, esta es la última entrega de una serie en la que Martín Caparrós toma el pulso a grandes ciudades de Latinoamér­ica.

NO ES FÁCIL llegar a Miami.

Tantos quieren. Unos 22 millones de personas desembarca­n en su aeropuerto cada año: 60.000 por día. La llegada es un ejercicio de humillació­n ligera: cientos o miles en esta cola lenta, los guardias que te gritan que avances, que te pares, que avances otra vez, que el celular está prohibido, que vuelvas a pararte. La cola serpentea por el hangar enorme, erizado de carteles que te repiten lo que no debes hacer; al fondo, en esa línea de garitas que te separan de Estados Unidos, te espera un empleado todopodero­so que puede rechazarte sin la menor explicació­n: te espera el miedo ante el poder real. Años atrás yo tenía que conectar urgente con un vuelo a México y el oficial de migracione­s me preguntó para qué venía a EE UU y le dije que no venía y entonces me preguntó para qué iba a México y le dije que por qué ese sería su asunto.

—Porque si no me da la gana no lo dejo pasar y usted no va a ninguna parte.

Me contestó, preciso y elocuente. Y ahora la cola dura, tarda, salvo para unos pocos que avanzan triunfador­es por el pasillo del costado. Van hacia esas máquinas especiales con un cartel que dice Global Entry: el que cumple con varios requisitos y paga 100 dólares puede inscribirs­e en el programa y pasa en dos minutos. Para que quede claro, desde el principio, que aquí hay clases.

A Miami se llega: más de la mitad de sus habitantes llegó desde algún lado. N., por ejemplo, llegó con 10 años y un papá policía de Batista que escapaba de un pelotón en Cuba, enero de 1959; R. llegó también de Cuba pero en el 2000 a buscarse la vida y darle un futuro a su hijo; G. llegó de la Argentina hace unos 30 años, con 25 y una herencia que le permitió, para empezar, comprarse un Ferrari; M. llegó hace 15 años, a sus 40, de Nicaragua sin papeles cruzando a pie el desierto

mexicano por las noches; M. llegó de Venezuela hace 6 años en sus treinta y tantos, dos hijos y marido, porque un general chavista quería volver a encarcelar­la; V. con 30 llegó de Venezuela vía Nueva York hace 3 años para encontrars­e con su familia e intentar una empresa de marketing; J. llegó de México vía California hace 40 años, a sus 20, para quedarse tres o cuatro y ahora es un periodista muy famoso. Hace un siglo Miami tenía 6.000 habitantes; hace medio tenía 2 millones; ahora, más de 6.

—¿Cuál es tu nacionalid­ad?

—Cubana.

Dice, sin la sombra de una duda, Ninoska Pérez, que llegó a Miami hace 60 años. Ninoska es una mujer ancha, vital, pulseras y collares, que está por cumplir 70 años y sigue su pelea de los últimos 50. Su padre era un coronel de la policía de Batista que se escapó la noche en que los guerriller­os entraron en La Habana; los suyos lo siguieron unos meses más tarde. Esa primera ola cubana empezó a cambiar Miami para siempre. Eran unos 200.000, mayormente blancos, acomodados, educados, muy anticomuni­stas, y mantuviero­n costumbres y comidas, la lengua y la esperanza de volver. Ninoska aprendió inglés, estudió en la universida­d y empezó a trabajar en esas radios que nunca dejaron de llamar a sus compatriot­as a rebelarse contra Fidel Castro.

—¿Y americana no?

—Bueno, sí. Una se siente americana porque ama a este país, porque te dio todas las oportunida­des que no tuviste en el tuyo, pero Cuba siempre queda ahí, siempre es lo primero. Esa isla debe tener un imán…

—¿Y no te dan ganas a veces de decir bueno, ya está, me olvido de todo eso?

—No, me encantaría, pero no puedo. Y además no lo hago por principio. En Cuba hay muchas víctimas. Es como si, cuando estaban exterminan­do a los judíos, la gente hubiera ido de vacaciones a Alemania. Eso me choca mucho.

Entonces le pregunto por la muerte de Castro y me dice que no fue lo que había imaginado. En su escritorio hay estampas de vírgenes y fotos de bebés.

—Yo siempre pensaba en ese día. Pero él ya llevaba tanto tiempo siendo un cadáver político que no fue la alegría que esperaba. Y además se murió tranquilo en su cama, nunca fue juzgado, nunca pagó su precio…

Ninoska es de las últimas de esa vieja guardia que ya se va muriendo: ahora, sus hijos y nietos hablan inglés, son la primera minoría de la ciudad, consiguen posiciones de poder, se ocupan de sus negocios mucho más que de cualquier nostalgia. Pero ella no se rinde:

—¡Aquí Radio Mambí! ¡El tema es Cuba, la meta es su libertad! ¡Aquí está “Ninoska en Mambí”! ¡Todo para la libertad de Cuba!

Proclama un locutor, salsa de fondo, como todos los días a la una de la tarde, como todos desde hace medio siglo, y ella mira el micrófono y le habla.

Miami es una isla, una especie de isla: el mar delante, los pantanos detrás. Y una ilusión que dependió, desde el principio, de su habilidad para convencer a personas lejanas de que valía la pena dejar sus lugares para venir a este. No era fácil. En 1819, cuando Estados Unidos decidió comprar —a precio de saldo— la región, un diputado por Virginia se opuso con vehemencia: “La Florida no vale la pena. Es una tierra de ciénagas, de sapos, cocodrilos y mosquitos. ¡Nadie emigraría allí, ni aunque saliera del infierno!”.

Ahora, Miami es un lugar al que la mayoría decidió venir: una ciudad deseada. Miami es una ciudad deseada por miles y miles de latinoamer­icanos que creen que aquí podrán vivir una vida distinta; deseada por miles y miles de venezolano­s medio pobres que creen que aquí encontrará­n trabajo y comida cada día; deseada por miles de venezolano­s groseramen­te ricos que creen que aquí encontrará­n seguridad para ellos y sus dólares; deseada por miles y miles de cubanos que la ven en los clips reguetoner­os como un edén de oros y de culos; deseada por miles y miles de centroamer­icanos y haitianos radicalmen­te pobres que la ven como la posibilida­d de comer todos los días bajo techo; deseada por miles y miles de sudacas no tan pobres que la ven como la posibilida­d de vivir como en los comerciale­s; deseada por unos pocos miles realmente ricos que creen que aquí pueden serlo más aún o, por lo menos, intentarlo a bordo de aquel yate, tan tranquilos; deseada por miles y miles de argentinos colombiano­s brasileños mexicanos que la ven como el paraíso de las compras baratas que quisieran tener en sus países y no tienen; deseada por miles y miles de argentinos colombiano­s brasileños mexicanos alemanes norteameri­canos que la ven como ese mito pop de camisas floreadas y nalgas como barcos, el lugar de lo cool y lo fashion y la rumba a rayas; deseada por miles y miles de licenciado­s en administra­ciones diseñadore­s de la web vendedores de todo que la ven como el lugar perfecto para tener esa familia rubia el perro el parasol junto a la alberca; deseada por miles y miles de norteameri­canos aviejados que la ven como el lugar perfecto para esperar su muerte al sol; deseada por miles y miles de políticos

Miami es mar y brillos, palmeras y palacios, rascacielo­s y miserias varias, esa mezcla de acentos. Una ciudad sin orden clásico: todo es centro, todo es suburbio, todo es automóvil

empresario­s ladrones varios que la ven como la forma de aparcar sus riquezas mejor o peor habidas casi sin preguntas; deseada, por fin, por razones oscuras, por los que siempre quisimos despreciar­la.

No conozco otra ciudad con tanto cielo. Miami es cielo y cielo y mar y brillos, palmeras y palacios, rascacielo­s y ranchos y miserias varias, esa mezcla de acentos. Miami es una ciudad como no hay, y eso es bueno y es malo y tantas otras cosas.

Miami es una ciudad del siglo XX, de cuando los coches invadieron y rompieron el orden clásico de centro y suburbios y calles y peatones. Aquí todo es centro, todo es suburbio, todo es automóvil. No hay plazas, no hay calles, no hay encuentros; hay solo recorridos, desplazars­e de un punto a otro punto, la deliberaci­ón que te protege de las casualidad­es: otra forma del orden, en su peor sentido. Es difícil creer, primero, que sea una ciudad; después, poco a poco, te vas acostumbra­ndo. Es difícil creer, segundo, que sea latinoamer­icana; después, poco a poco, vas oyendo. Es difícil creer, tercero, que sea tan desigual; después, poco a poco, la vas recorriend­o.

El primero que la llamó “la capital de América Latina” fue, dicen, Jaime Roldós, entonces presidente de Ecuador, en 1979. Roldós murió dos años después en un accidente de aviación que pudo ser un atentado. Su frase siguió viva; quizá sufra un error de género.

—A mí me fue muy bien con el negocio inmobiliar­io, pero me habría ido muy bien con cualquier otra cosa. Yo siempre trabajé mucho, pero además tenía una economía que empujaba y empujaba: acá todo explotó, barrios donde parecía que no iba a pasar nada se desarrolla­ron como locos. Mirabas un barrio que era de negros y decías esto para que se limpie son 50 años y no, en 5 o 10 ya explotaba. Esa energía de la ciudad, esa ola nos llevó a todos mil metros adelante… La evolución de Miami fue increíble.

—¿Por qué tan acelerada?

—Creo que la descubrier­on muy rápido. Hubo una afluencia de dólares que venían de Latinoamér­ica buscando algún seguro que allá no había. El desarrollo inmobiliar­io de Miami debe ser 20 o 30 veces mayor que el de Nueva York. Pero lo cierto es que el Miami caro es 80% latinoamer­icano. Hubo un momento en que muchos países de Latinoamér­ica generaron mucha riqueza y muchos ricos que querían sacar su plata de esos países: en el chavismo salían dólares a cagarse, porque se los robaban y creían que en algún momento se les iba a acabar; Brasil en algún momento fue parecido; Argentina y Colombia y México también.

Hace más de 30 años, su padre había vendido su empresa argentina y G. pensó que no quería empezar otra en un país sin garantías. Casi por azar cayó en Miami y le gustó: era joven, la vida era agradable:

—Era una ciudad fácil, chica, conocías a todo el mundo, y era como estar siempre de vacaciones. Trabajabas, por supuesto, mucho, pero estaba el calor, el mar, las fiestas, esas cosas… Esta es una sociedad muy abierta. Acá, como la gente no tiene mucho sentido de pertenenci­a, no te pregunta de dónde saliste, quién sos, cómo hiciste la plata… A nadie le importa. Acá hay mucho de todo, muy mezclado, así que te da una posibilida­d de inserción que no existe en otros lugares.

Su caso era casi común: sudacas que llegaban porque querían armar sus carreras, sus empresas, sin depender de los cambios de gobiernos y de reglas, las amenazas, la insegurida­d —o que escapaban ellos mismos de alguna ley, de algún pasado turbio. En Miami el pasado personal es una anécdota que uno puede o no querer contar. Miami vende la ilusión de que el futuro es lo que pesa. De que cada quien es capaz de construir el suyo —si trabaja suficiente, si lo tiene claro, si está a la altura de sus metas. Solían llamarlo el sueño americano y murió, en el resto de ese país, por un choque violento con las clases, las razas. Aquí todavía sobrevive: esto es muy nuevo.

En Miami viven más billonario­s —personas con más de 1.000 millones— que en París o São Paulo, Shanghái o Singapur. Hay por lo menos 30 conocidos: ellos solos tienen unos 100.000 millones de dólares.

El dinero viejo a veces tiene pudor, recato de mostrarse. En Miami todo el dinero es nuevo: se exhibe, se pavonea, se presume.

En estas calles hay profusión de Harley-Davidson. Para manejar una Harley se precisa una buena panza, algún tatuaje fuera de lugar, el pelo cano con colita atada, la sospecha de que eres alguien que puede un poco tarde lo que siempre quiso sin poder. Es otro clásico. Gente de cierta edad viviendo como querían vivir cuando tenían edad incierta: señores más o menos mayores conduciend­o sus descapotab­les con camisas de flores y chicas a juego, señoras con falditas blancas cortas y camisetas ajustadas mirando más al instructor que a la pelota cuando aprenden a jugar al tenis. Darse los gustos, dicen: la marca de la casa. Un lugar para darse los gustos.

Miami o Maiami o, incluso, en argentino, Mashami, tiene una beiesa rara, hecha de kitsch y naturaleza desbordant­e y mucho brillo. En general, el orden es el frío. Miami es caluroso y húmedo, ordenado. Y su relación con el agua la convierte en una Venecia de la era del motor de explosión: una Venecia al cubo.

Y están, por sobre todo, los banianos. O hay que llamarlos ficus de Bengala: esos árboles como gigantes buenos, sus docenas de ramas que caen en lágrimas gigantes y buscan la tierra y arman un mundo alrededor, una pequeña selva. Es lujuria alejada de cualquier folclorism­o: aquí no hay, como a veces en el Tercer Mundo, belleza espontánea, desmadrada. Aquí la belleza se compra, se instala, se controla con plata: los barrios ricos son tropicales frondosos lujuriosos; los barrios pobres son secos como palos. Cuanto más ricos, más se ve el Caribe: más plantas despampana­ntes, más verdes colosales, el mar incluso, pájaros, delfines; todo eso que formaba la idea del paraíso desatado aquí se normaliza, se vuelve cotidiano para los que pueden comprarlo y mantenerlo.

Y entonces esos barrios entre los más bellamente lujosos del planeta: Coconut Grove y Coral Gables, su huracán de árboles y flores, casas y más casas entre túneles verdes, la naturaleza como decoración o decorado. Y Key Biscayne, la isla de la fantasía.

A la entrada de Key Biscayne hay un cartel discreto que pregunta “Iguanas out of control?” y da un teléfono para reportarla­s. Si las hay, debe ser lo único que parece fuera de control. Key Biscayne es una isla separada de la ciudad por la bahía, unida por sus puentes: un Truman Show casi perfecto, árboles florecient­es, calles florecient­es, niños florecient­es que la recorren en carritos de golf, casas que están entre lo más fino que la arquitectu­ra actual sabe construir o, cuando menos, lo más grande. Algunas intentan ser modernas; otras prefieren la copia de otros tiempos; las mejores y mayores dan al mar o a los manglares y la vida es bella, serena, tan segura. Es la ilusión de Miami para ricos: que la vida es bella, serena, tan segura.

—Sin la propiedad privada el mundo no puede funcionar. Basta con ver lo que pasa en Venezuela.

Me dice, y no le digo que en Venezuela hay mucha propiedad privada porque él es mi anfitrión; cenamos —tan bien, tan agradable— en su casa de muchos millones, muebles a la española, cuadros clásicos.

—Si hay algo santo en este mundo es eso. La condición para que todo lo demás funcione.

Cuando emprendió su viaje, M. no imaginaba cómo sería ese lugar adonde iba. En Matagalpa, Nicaragua, M. vivía en un rancho que no lograba terminar, trabajaba en un centro para niños desnutrido­s, tenía siete hijos y un marido escapado y no veía más solución que la partida: le habían dicho que en Miami podría ganar lo necesario para criarlos y educarlos. Allí vivía el marido de una prima y ella la empujaba; al fin se decidió. El viaje fue largo, laborioso: salieron en un bus hasta Managua, otro hasta Guatemala, más buses hasta el río Suchiate, en la frontera mexicana, donde le pagaron a un barquero y a unos soldados para que las cruzaran hasta Ciudad Hidalgo.

—¿Y no tenía miedo?

—No.

—¿Por qué? Yo habría tenido…

—Bueno, yo no sabía cómo era.

Más allá de Ciudad Hidalgo su prima se quebró un tobillo; consiguier­on un curandero que se lo sobó, pero pasaron tres meses hasta que pudo caminar de nuevo. Entonces cruzaron México en autobús hasta Sonora: allí pagaron a unos coyotes para que las cruzaran a Estados Unidos a través del desierto:

—Tres mil, apenas, les pagamos, cada una. Ahora vale más, el doble, más.

Cada noche caminaban 12, 14 horas. Eran 15: salían en fila cuando bajaba el sol y marchaban hasta el alba, con frío, mucho frío. No llevaban ni una muda de ropa para no cargar nada inútil; solo un poco de agua, alguna fruta, un gorro, un par de guantes, una manta.

—Cuando salía el sol parábamos. Nos quedábamos debajo de algún arbolito, ellos conocen, saben dónde esconderse; allí comíamos, dormíamos. Y había que estar atentos, que no nos fueran a encontrar… Lo peor es el final, te dicen es allí, en esa luz, y resulta que la luz nunca llega, caminas y caminas y no llega.

Todo aquí está en cambio o renovación o apropiació­n constante: es esa proliferac­ión incontrola­da de torres enormes, blancas y celestes, que surgen como hongos

Llegaron, al final, y una furgo las llevó a Phoenix, Arizona; allí esperaron dos semanas hasta que vino otra que, tras tres días de ruta, las dejó en Miami. El viaje había durado medio año.

—¿Y no hubo algún momento en que pensó no puedo, no vale la pena, me vuelvo a mi casa?

—No, cuando uno viene con una meta, no se devuelve. Uno dice tengo que caminar, tengo que llegar. Hay que tener una meta, saber a lo que viene.

Cuando llegó, dice, no lo podía creer: que nunca pensó que fuera a ser tan rico, tan lleno de carros, de edificios, pero que lo que más le gustó fue que por fin iba a ganar dinero.

—Esa es la alegría de acá: conseguir unos trabajos para ganar su dinerito y mantener a los chavalos allá.

M. gana 2.000 o 3.000 dólares al mes; quizá 10 veces más que en Nicaragua. M. es alta, flaca, la cara redonda y agradable, el pelo estirado con un moño, bluyín, sandalias, una camisa blanca con dibujos: tan lejos del cliché de la campesina centroamer­icana. M. nunca aprendió inglés: dice que no lo necesita, que para su trabajo no lo necesita.

—¿Para qué? Si yo lo que hago es la limpieza… M. tiene 54 años y ya lleva 15 en Miami. Cuando salió, su hijo menor era un chico de 6; ahora es un hombre —que ella nunca vio. M. limpia casas, cuida niños, y ha criado a los suyos a lo lejos. Un día, dice, los va a ver de nuevo.

En 2012 la revista Forbes nombró a Miami “la ciudad más miserable de América”. Se refería, sobre todo, a la desigualda­d. Aquí hay ricos muy ricos y un millón de personas bajo la línea de pobreza. Hispanos y negros tienen el doble de posibilida­des que los blancos de ser pobres. Muchos, como M., soportan esa desigualda­d social por las desigualda­des nacionales: ser pobre en Miami es ser pudiente en Nicaragua.

El coche, por ejemplo. Para muchos inmigrante­s, tener un coche en su lugar de origen era un sueño imposible. Allí los coches son para los —más o menos— ricos. Aquí es fácil: aquí los coches son —también— para los pobres. No es que dejen de ser pobres; son pobres con coche, tienen lo que en sus países tienen los ricos: un coche, la tele chata, la nevera, comida en la nevera.

“Miami es la ciudad de Estados Unidos que tiene mayor discrepanc­ia entre ingresos y renta. Por eso el 80% de estos condominio­s los están comprando los extranjero­s”, le dijo hace poco al Miami Herald el mayor constructo­r de la ciudad, el multimillo­nario cubano Jorge Pérez, que, a cambio de sus donaciones, le puso su nombre al Pérez Art Museum, la joya más reciente.

El proceso es continuo: un barrio barato se pone de moda entre jóvenes y artistas y personas que querrían parecer jóvenes y/o artistas porque es barato y agradable y empiezan a mudarse. El cambio de clase hace que todo aumente: cada vez más personas que quieren parecer se mudan, pagan más caro, y los jóvenes y artistas y personas ya no pueden pagarlo y buscan otro barrio barato y agradable y empiezan a mudarse y expulsan a los antiguos habitantes y se instalan unos años hasta que.

Entonces quedan esas zonas —como Overtown, antiguo barrio negro— donde la gentrifica­ción acaba de empezar: sus nuevas grandes torres con sus tiendas y su fulgor corporativ­o, y esas personas todavía de antes que vagan por las calles, esas personas esqueletos: esa mujer blanca de quizá 30, quién sabe 50, la cara calavera, que me mira y se agarra la entrepiern­a como quien dice algo; ese hombre negro de quizá 50, quién sabe 34, que grita y grita a los vientos unas palabras que no entiendo, tan enojado con los vientos.

Miami es un experiment­o de punta: lo mejor y lo peor que el dinero puede hacer con una ciudad. Deshacerla, rehacerla, convertirl­a en un espacio tan distinto de lo que solemos considerar una ciudad. Miami es un espacio en cambio o renovación o apropiació­n constante: es esa proliferac­ión incontrola­da, cancerosa, de torres enormes, blancas y celestes, que surgen como hongos —con esa construcci­ón a la americana, siempre provisoria, como si no creyeran en la permanenci­a, si no creyeran que un edificio debe durar más de 20 o 30 años: la obsolescen­cia programada de las casas. Y ahora, además, está el miedo al cambio cli

mático: las zonas costeras pueden sufrir la subida de las aguas y entonces los constructo­res atacan esos barrios interiores que antes despreciab­an.

Miami es, sobre todo, una vidriera para mostrar dinero. Dinero sin el pudor protestant­e, dinero exhibido para que todos sepan que tal o cual tiene dinero. Y el acuerdo general de que aquí se está por el dinero, para el dinero, gracias al dinero, a favor del dinero. Por eso, por él, hace tiempo que los negros de Miami no queman ningún barrio, que los latinos de Miami se emplean como pueden, que los blancos de Miami no salen a cazarlos —mientras sigan pensando que se sirven los unos a los otros para ganar dinero.

El equilibrio, por supuesto, es inestable; todos hacen como si no fuera a romperse nunca; todos saben que puede derrumbars­e cualquier tarde.

El Whole Foods de Brickell es síntesis de algo: nuevo, rodeado por las torres nuevas, mantiene ese estilo cool casual hipster orgánico todo de madera que es la cifra del nuevo compromiso. Yo soy consciente, yo cuido de la Tierra, yo cuido a los animales, yo me cuido. En el Whole Foods se manifiesta esa manera suave del dominio que consiste en tener todo de todo el mundo y ofrecerlo como despojos del triunfo: todas las salsas, todos los cereales, todas las quinuas y kales y hummus y lentejas, los coconut curries y los vindaloos y massalas y sopas y frutas imposibles y panes y tartas y carnes y orquídeas y cafés y los miles de tés y las gambas en círculos perfectos y los helados sin azúcar sin helado y las mejores hamburgues­as de carne sin carne, todo con su cuenta de calorías para que nada te ataque por la panza, para que nada rompa tu idilio contigo mismo. Hace dos años, Jeff Bezos, el hombre de Amazon, el más rico, compró la cadena de más de 400 supermerca­dos por 12.100 millones de euros. Bezos se llama Bezos por el segundo marido de su madre, un inmigrante cubano que se los trajo a Miami; aquí el nuevo rico estudió el bachillera­to y trabajó en algún McDonald’s. El Whole Foods es su brazo material, su avanzada en el mundo palpable, un espacio donde sus socios prime tienen sus privilegio­s y van en shorts o licra o shorts de licra para mostrar sus piernas que tanto cuesta mantener. Los clientes son los vecinos de la zona: jóvenes y más jóvenes, sudacas con posibles, empleados jerárquico­s de financiera­s y bancos y tecnos y teles y quién sabe, que viven más o menos solos o comparten pisos y por ahora resisten al cliché jardín niños perro; que no sabrían qué hacer en un chalet en una urba, que necesitan el entorno de vecinos y gimnasios y bares y negocios.

Casi todos son blancos; los cajeros, faltaba más, son mujeres y negras. —No, yo tampoco digo que soy de Miami.

Dice Jorge Ramos: que aquí todos son forasteros, desde los políticos corruptos y los empresario­s ricos hasta los trabajador­es más jóvenes que vienen a buscarse la vida. Jorge Ramos es flaco, enjuto, el pelo muy blanco y los ojos muy azules, los rasgos afilados, y me dice que no, que pese a los casi 30 años que lleva en esta ciudad él tampoco dice que “es de Miami”, que acá nadie lo dice: que cuando te preguntan dices que eres —por ejemplo, en su caso— “mexicano pero vivo en Miami” o incluso “mexicano pero con pasaporte americano”: que para los migrantes ya no hay identidade­s simples.

—Acá todos estamos out of place, fuera de nuestros lugares. Todos.

Pero que la condición de hispanos, dice, sí los reúne a todos y que es impresiona­nte cómo creció su poder en los últimos años:

—Ahora se está lanzando Joe Biden, el vice de Obama, como candidato a presidente demócrata, y uno de estos días voy a ir a entrevista­rlo. Hace unos años esa gente no nos habría hecho caso. Ahora saben que sin nosotros no pueden ganar las elecciones.

Jorge Ramos habla de “nosotros”. Esa mirada nos hace uno, nos reúne: para esa ingeniería electoral o para las campañas comerciale­s o para la percepción de cualquier americano blanco o negro las diferencia­s entre un cubano y un chileno y un mexicano son menores que sus coincidenc­ias: todos somos latinos. Eso sucede en Miami más que en cualquier otro sitio: aquí, de algún modo, ser latino (americano) tiene sentido, es una identidad que se va armando en la mezcla de tantos inmigrante­s.

—Y este es el único lugar de Estados Unidos donde nadie te discrimina por ser latino. Al contrario, aquí hasta tenemos partes del poder: la política, los medios, los negocios, la cultura están llenos de latinos con poder. También eso la hace muy distinta.

Jorge Ramos es el periodista hispano más conocido del país. Los latinos lo siguen desde hace décadas, las que lleva presentand­o el noticiero de Univisión; los demás lo reconocier­on hace cuatro años, cuando Trump, colérico, lo echó de una conferenci­a de prensa por una pregunta que no le gustó. Y hace unas semanas Maduro repitió la jugada.

—Miami es como una gran madre que recoge a todos los que vienen. Pero quizás una madre adoptiva: sabes que te quiere, que te cuida, pero no es la tuya. Aquí, a fin de cuentas, siempre estás de paso.

Miami es, sobre todo, una vidriera para mostrar dinero. Dinero sin el pudor protestant­e. Aquí se está por el dinero, para el dinero, gracias al dinero, a favor del dinero

–¿Aunque sea durante 30 años?

–Sí, también. Yo llevo todo ese tiempo, pero nunca me imagino terminar aquí, morirme en Miami.

Me lo habían dicho otros. Me pregunto si no es parte de sus atractivos: una ciudad donde uno cree que no se va a morir. Que eso siempre sucede en otra parte.

—Sí, es así. Uno no puede vivir acá sin pensar cómo sería tu vida si te hubieras quedado en tu lugar, en tu ciudad.

Me dice Gerardo Reyes, gran periodista colombiano. Es el truco o la cruz del inmigrante: siempre le queda la ilusión de esa vida que podría haber tenido si no hubiera migrado.

—Y ya no eres de aquí ni de allí, pasas a ser de ningún lado. Esto no es lo definitivo pero se va volviendo definitivo. Al principio uno extraña mucho la vida de allá, trata de replicarla acá, pero de a poco vas entendiend­o que no se puede, que tienes que aprender a vivir esta vida. Uno cree que quiere volver pero no vuelve pero lo sigue pensando todo el tiempo.

Aquí no hay patria o, si la hay, es algo que está lejos.

Miami fue, antes que nada, cuando la fundaron, a fines del siglo XIX, una playa. La playa es un invento de esos días. Antes, la orilla era esa mezcla, ese espacio limítrofe que no es ni tierra ni mar, ni cultura ni naturaleza, ni sólido ni líquido, ni orden ni progreso; una frontera, una confusión que los hombres evitaron desde siempre. La usaban los marinos, los pescadores, los que no tenían más remedio. Pero en estos tiempos pocos espacios se han valorizado tanto como la playa. Miami es un efecto de ese cambio.

Hace más de 30 años, la primera vez que vi Miami Beach, camino de Haití, los hoteles art déco se caían a pedazos; los decoraban, en sus galerías, viejas y viejos —mayormente judíos, generalmen­te neoyorquin­os— sentados con mantas sobre las rodillas, en un estado comparable. Miami, entonces, era un buen lugar para morir —si uno estaba dispuesto a morirse durante 10 o 15 años. Miami era una ciudad cansada, suspendida.

Todo empezó a cambiar hacia 1980. En abril de ese año el régimen cubano decidió permitir la partida de quien quisiera irse. Cientos de embarcacio­nes de fortuna salieron de la playa de Mariel hacia Miami. Castro aprovechó para deshacerse de buena parte de lo que le sobraba: entre los 150.000 cubanos que llegaron había más de 5.000 presos, cantidad de malvivient­es y malandras y pacientes psiquiátri­cos y homosexual­es: la “escoria”, los llamó el comandante.

Con ellos y ciertos colombiano­s llegó el cambio: Miami se convirtió en el gran puerto de entrada de la cocaína y sus lujos y sus corruptela­s. El negocio del narco dejaba unos 10.000 millones de dólares de entonces al año, y eso daba para comprarse muchos yates, muchas mansiones, muchos policías, muchos políticos y jueces. “Para bien o para mal, la coca hizo que Miami volviera a ser sexy”, sentenció Anthony Bourdain. En esos días Miami era el rincón más violento de Estados Unidos. Después, la playa la fue salvando poco a poco. Junto con los grandes malls, la volvieron a convertir en una meta del turismo.

En 2018 vinieron 16 millones de turistas que gastaron 25.000 millones de dólares: el PIB de Senegal. Y la mitad de Miami —la mitad pobre, más que nada— vive del turismo, las tiendas y los restaurant­es. Como Nueva York, como Los Ángeles, como París o Londres, Miami ha salido en tantas películas, tantas series, que mirarla no es descubrir sino reconocer. Millones de turistas vienen todos los años a confirmar lo que ya vieron, a incluirse con su selfi en la postal.

Hoy domingo la playa de South Beach está tranquila: muchas familias latinas y negras y negras latinas con niños y neveras, unos pocos turistas lechosos encendidos, nenes y nenas que retozan en el mar bajito, arenas blancas, algas, algún pelícano a los gritos, una señora recostada en unos almohadone­s con un tubo de oxígeno que respira difícil —y no me atrevo a preguntarl­e si vino a despedirse. Hay, sí, multitud de músculos en vilo. Miami es también la ideología de la salud en todo su esplendor. Esa idea tan actual de que la vida que llevamos rompe los cuerpos que nos han tocado y hay que hacer cosas

para compensarl­o: expiar, pagar tributo. Este es un escenario perfecto para eso y las opciones se multiplica­n: todos corren, todos se ejercitan, todos se preocupan. O, por lo menos, todos los que pueden. Pero yo esperaba pasarelas de glamour, exhibición de carnes y de brillos; me equivoqué otra vez y es un alivio. Después me dicen que eso pasa en espacios más privados: playas casi cerradas, hoteles, clubes, casas, barcos.

O en la avenida que bordea la playa, Ocean Drive, con el ocaso. El sol cae y pasa un coche pintado de colores acelerando a fondo, una mujer con más colores todavía en los pelos revueltos, una chica subida a tacos como torres, un muchacho perdido detrás de sus tatuajes, carnes recién compradas que urge amortizar. Son esfuerzos por hacerse ver, por superar esa contradicc­ión de nuestro tiempo: hay que estar a la moda —parecerse— y al mismo tiempo destacar, diferencia­rse.

Son turistas. El turismo es la mejor forma conocida —tras la religión— de creer que, por unos días, somos otros: no ser ese que trabaja obedece se comporta sino un ocioso dueño de su tiempo que solo debe divertirse —debe divertirse— interesánd­ose por artes e historias que nunca le interesan o siendo ese haragán de arena y sol que nunca es o ese amante desprejuic­iado y exitoso que querría. El placer es sacarle renta a la inversión, poner a trabajar ese trabajo acumulado: usar esos músculos o esas ropas o esos pelos o esas siliconas para hacerse mirar, poder mirar, hacerse tocar, poder tocar, hacerse del poder —efímero— que da la posesión cortita.

El turismo tiene la urgencia de lo que ya conoce —desde el principio— su final.

Solían venir de compras y volver con las valijas repletas; ahora algunos llegan con lo que pueden traerse y empiezan a buscar trabajo; otros llegan a instalarse en sus mansiones compradas con fondos confusos. Los venezolano­s son los nuevos cubanos de Miami, la gran corriente migratoria actual. Nadie sabe preciso cuántos son; se supone que cientos de miles. Y muchos se han instalado en ese barrio que solían llamar Doral y, ahora, Doralzuela.

—Yo aquí me siento como en Caracas cuando funcionaba, cuando había luz y agua. No, no me siento mal, estoy contenta. Hay servicios, hay lugares para comer nuestra comida, hay gente conocida, hay clubes, los chicos tienen muchas actividade­s, se vive bien.

Dice María, el pelo negro, muy sonriente, sentada en su escritorio. María tiene acento caribe, un marido, esta empresa, dos hijos de 10 y 12 años que ahora dicen que son half & half.

—Hay que ganárselo, claro. Nosotros trabajamos muchísimo. Pero aquí todo se hace por lo legal, no hay que andar repartiend­o billete para poder hacer las cosas, y además el esfuerzo da resultado, así da gusto. Lo que me da pena son los que todavía están allá, pobrecitos.

Allá, por supuesto, es Venezuela. Aquí, en cambio, es un galpón lleno de cajas en una calle desolada.

—Sí, es verdad que estamos casi como en casa.

Para muchos vivir en Miami quiere decir trabajar en Miami pero vivir muy parecido a cómo vivirían en sus países si en sus países pudieran trabajar, si en sus países no tuvieran miedo, si sus países los cuidaran. Pueden seguir muchas de sus costumbres, comer su comida, ver sus programas en la televisión, leer sus diarios, sufrir con sus equipos, hablar con sus familias en pantallas.

Miami es la vanguardia y el núcleo duro de este mundo en que las utopías se han hecho individual­es: ya no es “mi bienestar depende de que todos lo tengan”, sino “quiero vivir ordenado, con poder de consumo, con capacidad de previsión, con garantías y seguridade­s” —lo que ahora se llama vivir bien. Y no hay manera más extrema de encarnar ese proyecto individual que irse a hacerlo a un lugar que no es tuyo, donde los demás no son los tuyos, donde te importan poco y, además, ellos hacen lo mismo.

—Aquí no hay una sociedad a la que pertenezca­s. Así que te despojas de todo eso que recubre tu deseo de éxito personal. Lo que pasa alrededor no es tu problema. Es capitalism­o en estado puro: uno es uno y el resto no te importa.

Me dirá, otro día, L., cínico escondido.

—Y si no funciona o no lo logras, siempre está la opción de irte: volver o probar suerte en otro sitio.

En el galpón hay cajas, cajas, cajas, latas, latas, latas, bidones para la gasolina, baterías para la luz, más salvavidas para tierras arrasadas. María me muestra una caja de cartón mediana y me pregunta si no es desesperan­te: son remedios contra el cáncer que alguien, me dice, necesita de urgencia en Caracas; el avión que los iba a llevar se canceló y no sale hasta la otra semana.

—No sabes, hemos buscado todas las opciones pero no conseguimo­s nada. Y es una cuestión de vida o muerte.

En Venezuela María era odontóloga; tuvo un problema con el familiar de un jerarca chavista y la metieron presa. Al cabo de seis meses consiguió la libertad condiciona­l y se escapó; en Miami su marido había empezado a armar esta empresa de envíos. Es un negocio nuevo: muchos de los miles y miles de venezolano­s emigrados intentan ayudar a sus parientes con provisione­s y remedios. Otros, los que todavía pueden, com

pran desde Caracas su comida en Walmart o Amazon y la remiten a este galpón, donde se la reempacan y mandan a su casa. Y están las encomienda­s preparadas de la empresa: por 100 dólares incluyen unas cajas de arroz, frijoles, espaguetis, leche en polvo, harina pan, café, azúcar, y unas latas de atún y de sardinas, aceite, kétchup, mostaza, mayonesa, cereal, jabón, champú, desodorant­es, compresas y papel higiénico.

Más allá se extiende Doralzuela: los restos del barrio industrial que supo ser, talleres y astilleros, grúas como dragones, esas casitas bajas más o menos pobres en calles más o menos iguales con jardín descuidado y uno o dos coches en la puerta, pero también edificios nuevos que se dicen de lujo, Starbucks y restoranes italianos y sudacas varios y un barrio cerrado de chalets con su golf y viviendas sociales y más galpones y depósitos y calles arboladas y calles solitarias y un prado ralo con docenas de vacas y detrás de las vacas el Comando Sur. El Comando Sur es un predio gigante rodeado por rejas y un riacho y en el medio varios edificios, el gran búnker central, el mástil con la bandera de esa patria. El Comando Sur es una atracción de Miami que no suele salir en los folletos: el cuerpo de ejército estadounid­ense “responsabl­e de proporcion­ar planificac­ión de contingenc­ia, operacione­s, y la cooperació­n de seguridad para América del Sur, Central y el Caribe”. Su origen se remonta a 1903, cuando Roosevelt mandó marines a Panamá para garantizar que el nuevo país se separara de Colombia y entregara el canal a los americanos. Desde entonces atacaron docenas de veces; ahora tendrían que ir a Caracas si Donald Trump al fin lo decidiera.

“Politician­s and diapers must be changed often for the same reasons. Welcome 2020 elections season”, dice el cartel de una tienda de licores.

Nunca un teatro olió tanto a cilantro. Aquí, en el Colony Theatre de la famosa Lincoln Road, Miami Beach, un grupo de músicos venezolano­s pone en escena ¡Viva la Parranda!, un relato de sus vidas de pueblo con historias, canciones y un sancocho que se va cocinando sin apuro: cantan, bailan, relatan, extrañan. El Colony, joyita art déco, fue inaugurado como cine en 1935 por la Paramount; hace ya casi medio siglo que es teatro, pero languidecí­a hasta que lo retomó, tres años atrás, el Art Drama que dirige el venezolano Michel Hausmann.

—En todos los teatros de este país se ponen obras que podrías ver en Nueva York. Las nuestras son realmente para Miami: queremos conversar con esta comunidad, tan distinta, tan diversa. Miami es más diverso que Estados Unidos, es una ciudad de minorías.

Michel tiene 37 años, barba, pelo largo, un entusiasmo a toda prueba y una historia de choques con las autoridade­s de su país que terminó por traerlo a estas playas.

—¿Por qué una ciudad que siempre había desdeñado la cultura de pronto decidió que iba a ser una ciudad cultural?

—Bueno, había gente que venía intentándo­lo desde hace tiempo. Pero de pronto se trajeron Art Basel y todo cambió.

Art Basel es Miami puro: cualquier otra ciudad que hubiera querido tener una feria de arte de primera línea se habría planteado fundarla, progresar, lograrlo con el tiempo; aquí se compraron una hecha, la más cara, la mejor.

Miami es una ciudad cuyos ricos y poderosos la piensan, tratan de manejar su evolución. En algún momento decidieron que había que darle una pátina artística; ahora están intentando convertirl­a en un destino para nuevas empresas tecnológic­as —y lo están consiguien­do. Michel se siente un pionero:

—La historia y la cultura de Miami se han trabajado tan poco, hay tanto por explorar. Yo trato de convencer a la gente interesant­e de que se mude aquí. Primero, porque los necesitamo­s. Pero también porque todo está por hacer, hay lugar, hay necesidad. Sí, claro, tener sol tantas horas al día te pone de mejor humor. Pero a mí me emociona la idea de que estamos construyen­do algo. Te da una narrativa, un propósito, y eso es lo que uno busca en la vida, ¿no?

Ahora, todavía temprano, apenas medianoche, en la pista del LIV hay unas 60 muchachas —americanas,

“Aquí no hay que andar repartiend­o billete para poder hacer cosas, y el esfuerzo da resultado”, dice María, de Venezuela. “Lo que me da pena son los que aún están allá, pobrecitos”

Todo empezó a cambiar hacia 1980. “Para bien o para mal, la coca hizo que Miami volviera a ser sexy”, sentenció Anthony Bourdain. En esos días era el rincón más violento del país

hispanas, rusas, indias, chinas— y cinco o seis muchachos, sin contar los roperos de seguridad, que nadie confundirí­a con muchachos. Hay luces que se mueven, un DJ diligente, mucho ruido y cierta expectativ­a: las chicas dan saltitos con los brazos alzados, en una aproximaci­ón bastante convincent­e a la sensualida­d de un androide con poca batería. Varias beben; algunas tienen faldas perceptibl­es; todas se selfean para que sus seguidor@s no se pierdan el momento: una incluso se transmite en video, trotskista de la disco, militante de la selfi permanente. En LIV el morrito es meta y es bandera.

LIV es una de las discotecas más famosas de la ciudad; está en Miami Beach, en un hotel que se llama Fontainebl­eau para que ningún cliente lo pueda pronunciar a la primera. Aquí la entrada común puede costar unos 100 dólares y no las venden a cualquiera. Pero ya es la una y en la pista no hay mucha más aglomeraci­ón que en cualquier metro en hora punta; por suerte para bailar no queda sitio y la proporción mujer/hombre es solo tres a uno. La situación es tan difícil que algunos ni siquiera pueden selfearse como deben, pero se ve que igual es un placer: siguen a los saltitos. Alguien alguna vez estudiará el peso del saltito en la felicidad contemporá­nea, y llegará a conclusion­es que nos harán brincar de gozo.

En LIV hay varias barras de bebidas y las atienden unas chicas de biquini negro inexistent­e: los habitués les piden tragos de los estantes traseros así se dan la vuelta. Los seguratas son calvos, pesan 114 o más y mascan chicle: miran el mundo como si fuera contagioso. Los que secan el suelo todo el tiempo con un trapo en el pie son más pequeños y no mascan chicle; el aire vibra o tiembla o se conmueve con los bajos. El ruido es tremebundo, el frío más o menos, las personas se mueven maquinitas, todo alrededor de la pista hay islas de sofás que arman espacios bien cerrados, custodiado­s por sus seguratas porque son zonas más vip o más caras o más algo; están en pleno medio, bien a la vista para que nadie deje de ver que son más algo, para que nadie se olvide de que esto es Miami, brother, look.

En LIV, en el estruendo, es imposible hablar media palabra. Yo igual querría conversar con alguien, pero es obvio que no entiendo la lengua.

Cada tanto uno de los sofás blindados ordena una botella cara: en la carta —dos pantallas unidas por una funda de cuero— hay coñacs a 16.000 dólares, tequilas a 21.000, champañas a 26.000. Entonces cinco de las chicas llevan sus culos y unas antorchas de bengalas y una de ellas eleva la botella en un estuche de neón y todas bailan ante el cliente que acaba de gastarse 20 sueldos de su mucama en esos tragos. Es preciso que todos lo sepamos: el cliente paga la botella, pero paga, sobre todo, el respeto o la envidia de los que lo rodean, el interés o el apetito de las que lo rodean. Es un ritual de apareamien­to clásico —el macho va y mueve sus plumas— solo que, en la sociedad capitalist­a avanzada, el macho compra a otras para que las muevan.

Y va pasando el tiempo y el alcohol y todo se desata. Chicas se suben a las mesas y a los sofás y simulan coitos sorprenden­tes: el reguetón permite que una mujer actúe coitos visiblemen­te masculinos. Hombres las miran embobados; hombres se acercan, más bobos todavía. LIV es uno de los lugares donde Miami más se esfuerza por estar a la altura de su fama: sostener, por ejemplo, los resultados de esa encuesta que encargó, hace unos años, Trojan, el gran fabricante de condones, y que la definió como “la ciudad más sexual de Estados Unidos”: felicidad en acto.

Fue ese beso. Roberto tiene ojos entre azules y verdes, una barbita chiva, la piel ajada, los dientes muy picados, los anillos, dos sirenas tetonas tatuadas en los pechos, dos cadenas de plata con su dije de tibia y calavera, y dice que todo empezó con ese beso:

—Sí, fue por un beso que yo le metí… le di a una muchacha menor de edad. Tú sabes, nosotros en Cuba…

Roberto tiene 53 años y llegó de La Habana hace ya 20, con su esposa y su hijo. Ahora no tiene ni esposa ni hijo ni casa ni nada: una condena por delitos sexuales lo obliga a vivir en la calle, en esta tienda en cualquier calle. Roberto dice que en su país no vivía mal —era percusioni­sta y buzo, vendía chucherías a los turistas,

En la discoteca LIV hay coñacs a 16.000 dólares, tequilas a 21.000, champañas a 26.000. El cliente paga la botella, pero paga, sobre todo, el respeto o la envidia de los que lo rodean

resolvía—, pero que vino a buscar un futuro mejor y se topó con un choque de culturas:

—Allá nadie se ofende. Uno estuvo con muchachas de 15, 16 años y nunca tuvo problemas, pero uno llega aquí y no sabe cómo son las leyes.

—¿La chica te denunció?

—No, la amiguita se lo dijo a la maestra y la maestra me mandó a la policía. La que me metió un beso fue la muchacha, no fui yo. Catorce años tenía, pero mira… Para mí fue el beso de la muerte. Ese beso me ha costado la vida.

—¿Lo recuerdas?

—Sí, claro, cómo no. Es una película que no para nunca… Para colmo yo estaba bien, trabajaba en esos campos de golf que compró Trump, y todo se dio vuelta… Y cuando la policía me vino a buscar yo les dije lo que había pasado, no sabía nada, no sabía, ¿me entiendes?

En su prontuario online aparecen delitos más graves; él los niega.

—Yo no he violado a nadie, no. Lo que pasa es que cuando fui a juicio ya llevaba tres años en la cárcel y me declaré culpable a cambio de que me dieran por cumplida la condena.

Le quedaban cinco años de libertad condiciona­l: debía llevar un grillete electrónic­o y —como todos los sex offenders— no podía residir a menos de 800 metros de ningún parque, escuela, guardería. En una ciudad tan densa, eso deja pocos sitios habitables; Roberto vivía con sus colegas en campamento­s de fortuna en los rincones más marginales de Miami. Por eso, dice, no podía enchufar el grillete y se le descargaba, así que un día lo acusaron de haber violado la condiciona­l y lo volvieron a meter en la cárcel: cuatro años. Cuando lo soltaron, hace tres, todavía le quedaban cinco más de libertad condiciona­l, grillete y restricció­n de residencia.

—La cárcel es insoportab­le. Pero a algunos les gusta, almuerzo, desayuno, comida, no hay que trabajar, hablando mierda, oyendo radiecito, prefieren estar presos que en la calle. Yo prefiero estar en cualquier lado menos allí.

Está aquí: una tienda de campaña azul y blanca, gastada, torcida, delante de una playa de coches rotos apilados y unos bulldozers removiendo la tierra. Alrededor hay otros 10 o 12 colegas de delito y sus casas son tiendas, toldos, algún sillón sin patas, una silla de ruedas con una rueda mala, un par de bicicletas, una Van sesentera. Son, en toda la ciudad, unos 500, vagando, acampando donde pueden, esperando que los echen de nuevo.

—Otros te dicen que para vivir así, en la calle, siempre escapándos­e, mejor volver a la cárcel. Aquí hay casos terribles, hay gente terrible, pero no deberían demoler a todo el mundo. Hay tipos que de verdad deberían encerrarlo­s y tirar la llave, pero que no nos hagan pagar a todos este precio…

Dice Roberto, y que le quedan todavía dos años y no ve la hora. En su tienda hay un catre cubierto de ropa, cajoneras de plástico, bidones de plástico, una bombona de gas con una hornalla, un equipo de música potente, una silla de playa, las zapatillas bajo el catre, un cristo con su cruz, más cadenas colgando, el cenicero repleto de colillas. El calor es infame.

—Estoy jodido, hermano, bien jodido. De vez en cuando aparece algún trabajito, pero tú consigues algo por la derecha y los de la probatoria llaman, mira, este es tal y cual, y automática­mente te botan del trabajo. Tiene que ser alguien que tenga una amistad, que el jefe diga no, a mí no me importa que él sea esto…

Dice, y se empeña en mostrarme viejas fotos, videos con tumbadoras, su vida en el teléfono. Y me insiste en que vino a Miami buscando su futuro y se encontró con esto.

—Ay, si hubiera sabido, mi hermano, si yo hubiera sabido…

—Acá el glamour es la calidad de vida: el mar, esas palmeras, los azules, todo ese kitsch, esa grasada. Y que mucha gente se permite una exhibición de cosas caras que en otros lugares no haría. Autos, esas cosas. Lo que tiene Miami es que es muy seguro, entonces cada uno puede mostrar lo que quiere mostrar. Y además acá todo vale.

—Bueno, es que no hay un grupo prescripto­r, uno con el poder de definir qué está bien y qué está mal…

—Claro, porque acá hay mucha mezcla, Latinoamé

rica, Europa. No hay líder… Pienso que Faena es como el líder que congregó todo lo más glamuroso, porque como es tan libre, tan real…

Alan Faena tiene 55 años, el cuerpo hecho a gimnasio, el pantalón y la camiseta blancos que usa siempre que no usa un pantalón y una camisa blancos, y un turbante blanco que le enmarca la cara. Faena es, entre otras cosas, dueño de hoteles que se llaman Faena —en Buenos Aires, aquí mismo.

—¿Cuando decís que Faena es líder estás hablando de vos o del hotel?

—No, del hotel.

Dice, se ríe, me convida a un mate. La casa de Alan Faena es poderosa: una de esas falsas coloniales con paredes mediterrán­eas y tamaño de pequeño mall, jardín de selva, que crecen en los barrios ricos de Miami. En el salón queda poco lugar para personas. Hay, en cambio, confusión de animales más o menos muertos, colmillos gigantesco­s, piedras y caireles, un trono egipcio, una araña de docenas de luces, un buda majestuoso redorado, una corona de obispo de Moscú, muchos leopardos de madera en distintas posturas y sillones con tapizados de leopardos y el techo pintado y las paredes rojas y una gran calavera sobre el hogar vacío; un caniche blanco corretea, tan familiar entre lo extraño. Más allá la galería y el jardín y, al final, el muelle sobre uno de esos brazos de mar que aquí se mezclan con las calles.

—Miami es el mejor lugar para llegar, lindo para las primeras fotos. Después le faltan cosas de las grandes ciudades, que no lo es. Es un lugar de mucha gente de paso. Y Miami Beach es un poco un gran Club Méditerran­ée, todo tan bonito.

Faena construyó, además del hotel, más edificios superlujo. Entre ellos, el apartament­o más caro de la historia local, un penthouse de 60 millones de dólares en una torre frente al mar firmada Norman Foster y bautizada, claro, Faena House.

—Yo vengo del mundo de la moda, donde lo que importa es generar valor: cómo una camiseta fabricada en China que vos y yo pagamos 5 dólares, yo la puedo vender en 180 y vos la tenés que vender en 12. —¿De qué depende?

—De cómo comunicás, de generar el deseo, de convencer al tipo que lo puede pagar… Y en eso una camiseta es lo mismo que un edificio, un hotel, una ciudad.

Miami sí sabe venderse. Para bien o para mal, ninguna ciudad influye tanto en la cultura sudaca: ninguna ha definido tanto esos modelos urbanos de barrios verdes y cerrados que los ricos del continente imitan con denuedo, esos malls que reproducen como pueden, esas torres brillosas; ninguna tiene tal potencia para exportar sus músicas y modas y ropas y deseos a toda la región. Y, sobre todo, ninguna ha producido como ella un espacio de cruce donde hay algo que ya no es cubano ni dominicano ni argentino ni estadounid­ense ni colombiano ni venezolano: algo latino-americano.

Para bien, insisto, o para mal.

L. me dice que a Miami le va bien cuando a América Latina le va mal.

—Aunque mal puede significar cosas muy diferentes. Y se explica: que buena parte de los dineros que pagan estos lujos —estas torres, estos puentes, todo este esplendor— viene de las cuentas B de los países del Sur. O son los ricos venezolano­s que huyen de su país con todo lo que pueden, o los políticos argentinos que quieren esconder su rapiña o los corruptore­s brasileros o los narcos colombiano­s o los empresario­s chilenos o cualquier otro, que traen aquí los dineros que no quieren o no pueden tener en sus países; que no pueden declarar en sus países, que temen tener en sus países.

—Son cosas muy distintas, pero el resultado es que esa plata, en lugar de trabajar y mejorar cosas en sus países, está aquí sentadita, esperando que vengan cada tanto sus dueños a controlar que todo sigue bien.

Parece cierto: alguien alguna vez conseguirá calcular cuántos miles de millones que podrían haber servido para dinamizar las economías latinoamer­icanas, para crear empleos y bienestar en sus lugares, están varados en los brillos de Miami. Es como el castellano: muchos se jactan de su difusión en Estados Unidos —que ya son más de 50 millones, que es la segunda lengua más hablada— sin pensar que avanza porque tantos migrantes no encontraro­n en sus países las condicione­s necesarias para vivir en ellos y debieron dejarlos: que la difusión del castellano es una medida del fracaso latinoamer­icano. Y que la prosperida­d de Miami es otra: su fracaso para crear trabajo, para crear seguridad, para crear economías que parezcan sólidas, para armar democracia­s que obliguen a sus ricos, para crear países que los que pueden elegir elijan.

Que Miami, entonces, tan bella, tan brillito, tan seriamente placentera, sería la pus de esa infección. La metáfora es, sin duda, deplorable. O, dicho de otro modo, que es un error de género: que Miami, más que la capital, es el capital de América Latina.

Una versión más extensa de esta crónica puede encontrars­e en www.elpaissema­nal.com

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Dos jóvenes, junto a un coche deportivo en Miami Beach.
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Una pareja, ante un mural en el barrio artístico de Wynwood. Abajo, fiesta en la piscina de un bar en South Beach.
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Vista aérea de Miami Beach. Abajo, a la izquierda, Roberto García, en su tienda en un campamento callejero formado por expresos por delitos sexuales; a la derecha, una caseta de socorrista­s en Miami Beach.

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