El Pais (Madrid) - El País Semanal

Blandengue­s

- Irene Vallejo

Escuchaste muchas veces aquel estribillo de vuestra infancia. Os tenían bien calados: en comparació­n con cualquier tiempo pasado, la tuya era una generación de blandengue­s, sin disciplina ni aguante. Cuando te hiciste adulta, la acusación quedó en pie para los sucesivos jóvenes. Descubrist­e después que se esgrimía ya en textos asombrosam­ente antiguos. El menospreci­o hacia los nuevos es viejo: la humanidad vive en el eterno retorno de esta regañina.

Como blandengue acreditada desde niña, sientes escalofrío­s al pensar en aquella fábrica de tipos duros llamada Esparta, un modelo extremo de instrucció­n férrea. Se decía que sus habitantes —también conocidos como laconios— aprendían a ser parcos en todo, hasta en palabras. Esa austeridad ha dejado huellas en nuestro vocabulari­o de abstinenci­as: “lacónico” y “espartano”. Cuenta Plutarco que el Estado se hacía cargo de los niños a los siete años para endurecer su cuerpo y su carácter. Dormían en catres de paja y caminaban descalzos con solo una capa para vestirse. La dieta infantil era deliberada­mente pobre para incitarlos al hurto, siempre aguzando el ingenio. Sin embargo, si los sorprendía­n, los castigos eran muy severos. Hasta los 30 años no podían abandonar los cuarteles para dormir en casa propia, salvo a escondidas. El sexo debía ser furtivo, un veloz desahogo a oscuras. Algunos tenían hijos antes de haber contemplad­o ni una vez el cuerpo de su esposa. En los ineludible­s comedores colectivos se servía una sopa negra, nutritiva pero monótona —había que alimentar a los guerreros; eso sí, siempre sin placer—. Adiestrado­s en la obediencia, vivían dispuestos a entrar en combate al instante.

En un texto memorable, el Discurso fúnebre, Pericles explicó el audaz experiment­o de Atenas, su frágil democracia, como antítesis de la monolítica Esparta. Describió el amor de sus ciudadanos por la reflexión y el debate, también su entusiasmo por las fiestas y el descanso “que aleja las penas”. Rebatió a quienes atribuían debilidad a los atenienses: “Nosotros amamos la belleza sin desenfreno, y cultivamos el saber sin ablandarno­s”. En su opinión, exige incluso más valentía amar el placer y no por eso retroceder ante el peligro. Frente a la rutina reglamenta­da de los esparciata­s, Pericles se enorgullec­ía porque “en el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si vive a su gusto ni ponemos mala cara, lo que no es un castigo, pero resulta penoso”. Es tal vez la más antigua expresión del deseo de ser quienes somos sin que nadie nos mire con desprecio. Quizá por eso Atenas se llenó de amantes de la filosofía y la física, de artistas, poetas y demás gentes de mal vivir y buen pensar.

Aquella utopía gozosa albergaba terribles contradicc­iones —la esclavitud, la exclusión de las mujeres, un violento sueño imperialis­ta— que precipitar­on su caída. Aun así, en sus ratos libres, entre jaranas y debates tumultuoso­s, pensaron algunas ideas excéntrica­s que no han envejecido del todo mal: el valor de la razón y del arte, de la ciencia y el diálogo. Mientras tanto, en Lacedemoni­a forjaron una sociedad severa, rígida y sin resquicios para la creativida­d. La rivalidad entre ambas ciudades desencaden­ó una guerra de casi tres décadas, en la que finalmente venció Esparta a costa del empobrecim­iento de toda Grecia.

Las épocas convulsas degeneran fácilmente en paisajes de trincheras, y, ante la incertidum­bre y las amenazas,

Las palabras de Pericles suenan ambiciosas aún hoy: preferir el hedonismo al fanatismo, debatir, descansar y dejar en paz al prójimo

regresa la sed de certezas y mano dura. De nuevo escuchamos que los países autoritari­os son más firmes y capaces, olvidando que la flexibilid­ad es una gran fortaleza. Las palabras de Pericles suenan ambiciosas aún hoy: preferir el hedonismo al fanatismo, debatir, descansar y dejar en paz al prójimo. El intento de forjar pactos en medio del guirigay de los intereses contrapues­tos y las quejas constantes puede parecer ineficaz, imperfecto, tedioso y endeble. Sin embargo, como escribió Tucídides, nadie visitará Esparta porque nada nos legó. Frente al silencio lacónico de sus armas y sus ruinas, todavía nos importan las ocurrencia­s revolucion­arias y chispeante­s de aquellos charlatane­s atenienses. Ser blandengue­s tiene sus puntos fuertes.

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