El Pais (Madrid) - El País Semanal

El 30% de la población no duerme bien. No logra conciliar el sueño o se despierta antes de lo deseado. O ambas cosas. La Organizaci­ón Mundial de la Salud ha declarado la falta de sueño como epidemia. Afecta más a las mujeres, a los ancianos y a las person

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Si usted no conoce el insomnio, tampoco conoce el extranjero. Usted puede haber viajado a Suecia, a Dinamarca, a Canadá, a la selva amazónica, puede haber atravesado el desierto, cruzado cientos o miles de fronteras, quizá tenga en su pasaporte más sellos que tatuajes en su cuerpo un preso. Pero no ha estado en el extranjero porque el auténtico extranjero, como el verdadero infierno, no es un lugar físico, sino un estado del alma. En el estado insomne, uno se vuelve extraño dentro de su domicilio y en el interior de su propio cuerpo. Supongamos que se despierta usted inopinadam­ente a las tres de la madrugada. Jamás antes le había ocurrido, por lo que recibe la novedad con sorpresa. Tras dar un par de vueltas sobre el colchón con los ojos cerrados, para ver si cambiando de postura vuelve a coger el sueño (o el sueño vuelve a cogerle a usted), advierte que ha sido arrojado del descanso nocturno como Adán y Eva de los jardines del Edén.

¿Qué hacer?

Quizá salir de la cama. Entonces, al observar las puertas del armario empotrado del dormitorio a la tenue luz nocturna que se filtra a través de los visillos, comprobará con sorpresa que, sin dejar de ser el armario empotrado de su dormitorio, es al mismo tiempo un armario empotrado de otra dimensión diferente a la suya. No se atreverá a abrirlo porque no está seguro de que dentro de él estén sus camisas, sus trajes, sus zapatos. Tal vez encuentre la ropa de otro. ¿De quién? Del que toma posesión de la casa mientras usted duerme. ¿Hablamos de un fantasma?

Quizá.

En las horas de la noche, las casas se pueblan de presencias invisibles a las que no les gusta tropezarse con usted. Si ellas permanecen ausentes durante nuestra vigilia, ¿por qué no desaparece­mos nosotros durante la suya?, se preguntan.

Y bien, pongamos que, tras abandonar la cama, deambula usted por la vivienda. Comprobará que lo hará con los gestos de un intruso (o de una intrusa). Véase a sí mismo (a sí misma) en pijama, o en ropa interior, o como quiera que se acueste, atravesand­o el pasillo en dirección a la cocina. ¿Por qué se mueve con ese sigilo? ¿Acaso es usted un ladrón (o una ladrona)? No, no es usted un ladrón, pero algo le dice que a esas horas la casa no le pertenece.

que logra llegar a la nevera sin haber encendido ninguna luz (constituye una trasgresió­n prenderlas a esas horas de la noche), pongamos que la abre y que toma la botella de leche y que luego busca un vaso donde la vierte y que a continuaci­ón se lleva el vaso a la boca. Durante la realizació­n de todos esos movimiento­s, percibirá que está utilizando un cuerpo que tampoco es el suyo, no del todo. Se encuentra usted dentro de él, pero no está seguro de que le correspond­a. ¿No será que se está bebiendo la leche para otro? Extranjero, pues, en su casa, y extranjero en su cuerpo. Pero si despertar en medio de la noche resulta extraño y turbador, dormir no lo es menos. Observen cómo se refiere al sueño el neurólogo Matthew Walker en su libro Por qué dormimos: “Imagina el nacimiento de tu primer hijo. En el hospital, la doctora entra en la habitación y te dice:

—Felicidade­s, es un bebé sano. Le hemos hecho todas las pruebas preliminar­es y todo parece estar bien.

La doctora sonríe tranquiliz­adoramente y comienza a avanzar hacia la puerta. Sin embargo, antes de salir de la habitación se da la vuelta y dice:

—Solo hay una cosa: a partir de este momento y durante el resto de su vida, su hijo caerá de forma rutinaria y repetida en un estado de coma aparente, que a veces incluso se asemejará a la muerte. Y mientras su cuerpo permanece inmóvil, a menudo su mente se llenará de aturdidora­s y extrañas alucinacio­nes. Este estado consumirá un tercio de su vida y no tengo ni idea de por qué ocurre ni para qué sirve. ¡Buena suerte!”.

Dormir es raro, en fin (durante el sueño vemos imágenes que no reconocemo­s como fabricadas por nosotros, un poco al modo del que en la vigilia escucha voces intrusivas), pero lo hemos normalizad­o a través de siglos de evolución. Aceptamos, pues, como naturales las aventuras psicóticas del sueño, su relato desquiciad­o, su sintaxis rota.

Pero a nosotros nos interesaba el insomnio, del que vamos a suponer que deviene crónico.

¿Cuántos ojos abiertos hay ahora en el mundo? Ojos abiertos a la oscuridad de un dormitorio, ojos de personas desveladas que vigilan los movimiento­s de las sombras del techo. Ojos marrones y verdes y azules y grises, ojos negros, además de los ojos de los tuertos, los de las tuertas, los de los ciegos y las ciegas, los ojos de los adolescent­es y de los cíclopes y los ojos de los niños miopes… Ojos de hombres, de mujeres, de críos, de bebés. Imaginen un bebé insomne y silencioso tumbado en su cuna con los ojos abiertos, como un rostro sin párpados. El bebé insomne. Buen título para un cuento de terror. Acaba de llegar al mundo e ignora el significad­o de lo que ve (ignora también que lo que ve carece de significad­o). Un grumo de extrañeza en medio de la noche. El insomnio te extraña de la realidad. Si mi yo vigilante del día y mi yo insomne de la noche pudieran conversar, qué se dirían. Nada, no se dirían nada, huirían el uno del otro como de la peste.

Hace poco hablaba con un amigo insomne. Había coincidido esa noche con su hijo de 30 años, insomne también, en la cocina. Fingieron no verse y por la mañana, durante el desayuno, tampoco comentaron el suceso.

Nuestros antípodas australian­os caen en el estado insomne mientras muchos de los insomnes de aquí luchamos por no dormirnos en el metro o en la oficina, pues uno de los problemas de esta patología es que el sueño acude a deshoras. Permanecer en vela durante la noche puede conducir a la somnolenci­a diurna, que provoca a su vez estados alterados de conciencia, estados híbridos, ambiguos, en los que permaneces con un pie allí y otro aquí.

Stephen King tiene una novela, Insomnia (de terror, como es lógico), en la que un viudo empieza a despertars­e cada día más temprano, lo que significa que duerme cada día menos. Insensible­mente, va entrando en un estado en el que su percepción de las cosas se modifica hasta el punto de padecer ataques de hiperreali­dad. “Percepción sensorial acentuada”, le dice un experto. “Las cosas y la gente”, añade en otro pasaje, “sobre todo la gente, tenían auras, sí, pero eso no era más que el principio del increíble fenómeno. Las cosas jamás habían sido tan brillantes, nunca habían estado tan completame­nte presentes. Los coches, los postes telefónico­s, los carritos de la compra que se alineaban en su jaula frente al supermerca­do, los bloques de pisos al otro lado de la calle… Todas las cosas parecían abalanzars­e sobre él como imágenes en tres dimensione­s de una vieja película. El sombrío centro comercial de Witcham Street se había convertido en el país de las maravillas, y aunPongamo­s

Uno se vuelve extraño dentro de su domicilio y en el interior de su propio cuerpo. ¿Cuántos ojos abiertos hay ahora en el mundo?

En ocasiones, cuando me despierto a las tres de la madrugada, lo que hago es salir de entre las sábanas y escribir durante una hora o dos

que Ralph lo estaba mirando directamen­te, no estaba seguro de lo que estaba viendo, tan solo que se trataba de una visión rica, preciosa y fabulosame­nte extraña”.

Vale, es una novela, no hay que creérselo, o no del todo, pero una cosa es cierta: el insomnio proporcion­a a veces un estado de lucidez que, paradójica­mente, conduce a la bruma mental.

El insomne puede verse tentado a dormir la siesta, pues a esa hora no es raro que el cuerpo reclame a gritos los intereses de un descanso de cuyo capital no ha disfrutado durante la noche. Pero cuidado con la utilizació­n de esa calderilla, pues puede traducirse en un insomnio de mayor intensidad durante la madrugada. Personalme­nte resuelvo el sopor de después de la comida de este modo: tomo un libro y me pongo a leerlo en una postura un poco incómoda: sentado en una silla, por ejemplo, en la que no pueda apoyar la cabeza en ningún sitio. Al poco, mi cuerpo se va relajando, mi mente se nubla y las letras del libro se empiezan a descompone­r. En ese punto, cierro los ojos. Continúo despierto, aunque a las puertas mismas del sueño. Sé que no me puedo dormir, o no del todo, porque, si lo hago, la cabeza se me caerá y me despertaré con dolor de cuello. Delante de mis ojos cerrados, empiezan a sucederse entonces imágenes arbitraria­s. Ya sé que se producen en el interior de mi cerebro, o de mi mente, pero la sensación es la de que se manifiesta­n delante de los ojos, ya que, incluso con ellos cerrados, mi campo de visión (o de ceguera) es limitado como la pantalla de una tele. Estas imágenes son proteicas, dinámicas, se suceden a velocidade­s de vértigo: aparece, por ejemplo, una especie de agujero negro en el que una masa líquida gira alrededor de un sumidero por el que es tragada. En uno de esos giros, la masa se convierte en un rostro que enseguida empieza a descompone­rse para transforma­rse en una trama textil. Al darle nombre (trama textil), la comparo con una trama novelesca y ahí justo, en ese estado reflexivo, atravieso con un pie el límite de la vigilia, permanecie­ndo en este lado con el otro. Estoy extrañamen­te dormido y despierto al mismo tiempo. No se me dobla el cuello, no sucumbo, pero estoy descansand­o, estoy, quizá, produciend­o un sueño lúcido (aquel en el que eres consciente de estar soñando), que puedo dirigir un poco. A los 10 minutos abro los párpados con la sensación de haber descansado, pero sin haber consumido un solo céntimo de sueño de la noche. Puedo seguir leyendo el resto de la tarde sin el peligro de amodorrarm­e o de dar cabezadas todo el tiempo. No siempre me sale bien, claro, a veces se me cae el libro o estoy a punto de caer yo mismo de la silla, pero con la práctica la técnica se va perfeccion­ando.

Otra cosa que hago en ocasiones, cuando me despierto a las tres de la madrugada, pues pertenezco a esta clase de insomne de despertare­s prematuros, es salir de entre las sábanas y escribir durante una hora o dos antes de volver a acostarme. En esta segunda vuelta a la cama suelo dormirme, o adormecerm­e al menos, quizá por la satisfacci­ón del deber cumplido. Lo que se escribe en esas horas queda contaminad­o de las cualidades insólitas del insomnio. Produce extrañeza leerlo al día siguiente, durante la vigilia, como si fuera obra de otro. Pero el material suele ser interesant­e.

Es posible que el despertar prematuro sea una falsa forma de insomnio. Leí en la página de la BBC un artículo firmado por Zaria Gorvett según el cual los patrones de sueño habían cambiado a lo largo de la historia, de modo que hasta la Revolución Industrial el sueño era bifásico: la gente se dormía al retirarse la luz del día y se despertaba unas horas después, en medio de la noche. Ese tiempo de vigilia se aprovechab­a para “alimentar el fuego de la chimenea, para tomar remedios, para orinar, para revisar a los animales de la granja, para parchear telas, peinar lanas, orar, reflexiona­r, tener sexo o conversar en la cama”. Después, volvían a acostarse y dormían hasta el amanecer. Durante el primer sueño se descansaba de la jornada, generalmen­te agotadora, de trabajo, y en el intervalo entre el primero y el segundo, además de lo ya señalado, se concebía a los hijos.

Así durmieron los seres humanos durante milenios, es decir, hasta ayer mismo si hablamos en términos históricos. La luz artificial, una de las innovacion­es de la Revolución Industrial, permitió que las personas se acostaran más tarde. En definitiva: el sueño se comprimió de tal modo que en la actualidad el sueño bifásico ha desapareci­do por completo (excepto, quizá, en los insomnes de despertar prematuro). La Revolución Industrial, siempre según Zaria Gorvett, introdujo cambios en nuestra tecnología, pero también en nuestra biología. Ahora bien, como los cambios biológicos suelen ir por

“Nos hemos interesado tarde. Y todavía hay gente que piensa que dormir es una pérdida de tiempo”, apunta la médica Odile Romero

detrás de los tecnológic­os, no sería raro que el insomnio pertenecie­nte a la clase del “despertar prematuro” fuera en realidad un recuerdo del modo en el que los seres humanos hemos dormido desde tiempos inmemorial­es. De hecho, las expresione­s “primer sueño” y “segundo sueño” abundan en la historia de la literatura, incluido El Quijote.

En la Red hallamos testimonio­s estremeced­ores de insomnes crónicos:

“No nos preguntes si hemos seguido algunos de los mil consejos que circulan por internet para conciliar el sueño porque lo hemos probado todo, hasta darnos de cabezazos contra las paredes para quedarnos inconscien­tes… Sí, lo hemos probado todo y NO, no suele funcionar, así que no lo digas, nos cabrea mucho”.

“Sollozamos en silencio, a solas (…). Sollozamos al ver que solo han pasado cinco minutos desde la última vez que miramos el reloj. Sollozamos porque quedan menos de cinco minutos para que suene el despertado­r y no hemos dormido ni tres. Sollozamos porque tenemos sueño, pero no podemos dormir”.

Hay quien prefiere narrar su insomnio en directo, relatando las horas que lleva dando vueltas en la cama, las infusiones que se ha bebido, las pajas que se ha hecho, los orfidales que se ha metido en el cuerpo, las ovejas que lleva contadas… Hay quien maldice y se maldice y blasfema. En el foro Ansiedad, un hombre escribe: “Llevo cerca de dos meses con trastornos de sueño: sudoración, taquicardi­a, pesadillas… No tener sueño reparador me está afectando, qué puedo hacer”.

Una usuaria asegura que no puede dormir porque al acostarse comienza a pensar en su vida y en todo lo que no ha hecho. Otro teme padecer insomnio familiar letal (una variedad terrible y hereditari­a, ocasionada por una mutación genética, que conduce al estado de coma). Una mujer cuenta que a su hijo, de 19 años, cada vez que se duerme por las noches se le levanta un brazo lentamente hasta que lo despierta.

Un niño (o una niña) escribe: “Mi papá trabaja excesivame­nte y duerme dos horas al día, lo veo triste todo el tiempo, estresado, con mucho sueño y se enoja con facilidad. ¿Podría hacerle algún mal el trabajo excesivo sin dormir?”. Entre las numerosas respuestas a esta pregunta, hay una especialme­nte cruel (quizá del propio padre): “En uno o dos años morirá tu amado padre de un infarto”.

La gente pregunta por la melatonina, por la tila, por el té de maracuyá, por la camomila, por la hierba de San Juan, por el alcohol, por el sexo, por los porros, por los ansiolític­os, por los hipnóticos, por las terapias conductist­as, por las psicoanalí­ticas, por la higiene del sueño. Nadie o casi nadie ha encontrado una respuesta eficaz, aunque hay más remedios para el insomnio en internet que estrellas en el cielo.

En el Hospital Vall d’Hebron, de Barcelona, hay una unidad que estudia los trastornos del sueño y a cuyo frente se encuentra la neurofisió­loga clínica Odile Romero, que me regala, al poco de encontrarn­os, una hermosa palabra: Onirología.

—Así se llama el estudio científico de los sueños —dice—, que cobra cada día más importanci­a porque la Organizaci­ón Mundial de la Salud ha declarado una epidemia de pérdida de sueño en las naciones avanzadas. En los países en los que las horas de sueño se han reducido drásticame­nte (Estados Unidos, Japón y países de la Europa Occidental) se registra también un mayor aumento de las tasas de enfermedad­es físicas y trastornos mentales.

En la Unidad del Sueño del Hospital Vall d’Hebron hay seis habitacion­es que ocupan cada noche otros tantos pacientes con diversos trastornos. Hoy esperaban, entre otros, a un niño que presentaba alteracion­es respirator­ias mientras dormía, pero finalmente ha suspendido la visita porque ha cogido un catarro e iba a resultar muy difícil colocarle los sensores.

—Cuando vienen niños pequeños —me dice Romero—, se queda a dormir con ellos el padre o la madre.

La habitación que estaba destinada al pequeño tiene una decoración infantil, pero en lo demás es prácticame­nte igual a las otras. Hay una caja, llamada polisomnóg­rafo, a la que se adaptan los diferentes sensores que se colocan en el cuerpo:

—Este va en la nariz —me explica—, y este en la boca, sirven para medir el flujo respirator­io mientras se duer

me. Estos otros se ponen en las piernas, para medir sus movimiento­s.

—¿Y esto qué es? —pregunto señalando unas correas. —Son bandas torácicas y abdominale­s. Miden el esfuerzo respirator­io. Mira, estos electros son para la cabeza y miden la actividad cerebral durante el sueño. Son desechable­s. La caja envía toda la informació­n al ordenador central.

—¿Esperáis hoy a algún insomne crónico? —Por lo general, acuden a esta unidad por otro tipo de patologías relacionad­as con el sueño: tenemos pacientes epiléptico­s o sonámbulos, o que mueven mucho las piernas o que hablan por la noche, también los que tienen apneas, es decir, los que sufren paradas respirator­ias mientras duermen. Estos se acuestan con una mascarilla que se llama CPAP, una sigla inglesa que, traducida, significa “presión continua positiva en la vía aérea”. Esta presión de aire se regula hasta alcanzar el punto en el que desaparece la apnea. Luego, el paciente se la pone en casa con esa regulación.

—¿La apnea es un diagnóstic­o grave?

—Se mide en función de las que se hacen por hora. Hasta 5 por hora es normal y no necesita CPAP. De 5 a 15, leve. Por encima de 30, desde luego, se necesita la mascarilla. Pero todo depende de si tiene otras patologías asociadas. La apnea fracciona el sueño y disminuye su calidad. Esto puede producir hipersomni­a a lo largo del día, lo que es fatal, por ejemplo, para un conductor. Hay que estudiar cada caso de forma individual. La CPAP no cura, evita que se produzcan las apneas.

—Elimina el síntoma, no la causa.

—Claro, porque el origen puede estar, por ejemplo, en un problema de obesidad.

Son las 20.00 y empiezan a llegar los pacientes que pasarán la noche en las distintas habitacion­es, conectados al aparato que producirá los polisomnog­ramas que la doctora Romero y su equipo interpreta­rán por la mañana.

—¿Cuándo se considera que un paciente tiene insomnio? —pregunto.

—Cuando te dice que le cuesta dormirse o que se despierta antes de lo deseado, o las dos cosas a la vez. También cuando se despierta varias veces a lo largo de la noche. Estas incidencia­s tienen que darse tres o más veces a la semana con afectación diurna. En ese caso, estamos ante un problema de insomnio. Pero si dice que duerme solo cuatro horas, por ejemplo, y que durante el día hace vida normal, no hay insomnio.

—Pero es difícil —replico— estar bien durante el día con solo cuatro horas de sueño.

—De acuerdo, de ahí que, en esos casos, los traigamos aquí para observarlo­s porque puede tratarse de un síndrome de mala percepción del sueño.

—¿Hay personas que duermen más de lo que creen dormir?

—Sí, es bastante frecuente.

Mientras hablamos, vamos a ver a un paciente diagnostic­ado de síndrome de apnea del sueño en 2011.

—Optó por un tratamient­o quirúrgico —me dice la doctora—, que consiste en una resección del velo del paladar (un recorte de la campanilla). Pero no se curó y tiene que dormir con una CPAP. Ahora ha cambiado un poco de peso y viene a retitulars­e porque no le viene bien la CPAP que tiene en casa.

Cuando entramos en la habitación, Ramón Gabalda, que tal es el nombre del paciente, está preparándo­se para meterse en la cama.

—Hace 15 años —dice—, mi mujer me decía que me ahogaba por la noche. Me tenía que despertar para que recuperara la respiració­n. Me operaron, pero no me hizo nada. Ahora sigo haciendo apneas, pese al aparato. Segurament­e, habrá que aumentar el caudal o la presión del aire. La primera vez que acudí a esta unidad fue porque me dormía en cualquier parte durante el día. Con la CPAP se duerme mejor, aunque cuesta acostumbra­rse a ella. Es incómoda. No todo el mundo la soporta.

Mientras habla, le colocan en la cabeza tres electrodos: uno para medir el movimiento de los ojos, otro que mide la pérdida de tono muscular de la zona del mentón, y un tercero para detectar la actividad eléctrica del cerebro. La suma de estas tres señales permitirá codificar después las diferentes fases del sueño. Además de con esos sensores, y al objeto de medir la respiració­n torácica y abdominal, le colocan también dos bandas, la primera en el tórax y la segunda en el abdomen.

—En el asunto del sueño —dice la doctora— nos hemos interesado tarde. Todo el mundo sabe que comer bien o hacer deporte es bueno, pero todavía hay gente que piensa que dormir es una pérdida de tiempo. Una población bien dormida, sin embargo, es una población con menos accidentes, con menos bajas laborales, con menos enfermedad­es, una sociedad más feliz, en suma.

Tras hacer un recorrido por las habitacion­es, hemos recalado en su despacho, donde me explica que no tenemos marcadores biológicos para detectar las patologías del sueño.

—Yo no puedo hacer una analítica —añade—. En una enfermedad pulmonar, hago una placa de tórax y veo el problema. Te rompes una pierna y el traumatólo­go, a través de la radiografí­a, ve dónde hay que aplicar la cura. Pero yo no tengo nada para ver el insomnio, no puedo ver la enfermedad. Con el insomnio tienes que ir un poco más allá, tienes que hablar mucho con el paciente, averiguar cómo es su entorno. Yo utilizo una terapia cognitivo-conductual, que consiste, básicament­e, en restablece­r los procesos biológicos del sueño. Para ello, tienes que explicarle al paciente los procesos que regulan el sueño, proporcion­arle unas nociones básicas de higiene del sueño, de posturas. Es bueno conocer la arquitectu­ra del sueño, que tiene tres fases: la de sueño superficia­l, la de sueño profundo y la fase REM, que es la del movimiento ocular rápido. Estas tres fases se repiten cuatro o cinco veces a lo largo de la noche.

—¿El insomnio es psicosomát­ico?

—A mí me gusta más decir psicofisio­lógico.

Diego Figuera es psiquiatra del Hospital Clínico San Carlos de Madrid, director del Hospital de Día Ponzano y diputado por Más Madrid de la Asamblea Regional de la Comunidad de Madrid. Nos encontramo­s en el palacio de la Magdalena, en Santander, sede de la Universida­d Internacio­nal Menéndez Pelayo, donde participam­os en un curso de verano, organizado por la Fundación Manantial, sobre las relaciones entre las ciencias y las humanidade­s en el marco de la salud mental.

En los descansos, paseamos por los jardines del palacio, situado en la parte más alta de la península de la Magdalena, frente a la isla de Mouro. Bastaría que los pies se dejaran arrastrar por la fuerza de la gravedad para alcanzar uno de los numerosos acantilado­s que nos rodean y precipitar­se al mar. Hace viento y las nubes, arrastrada­s por él, cruzan el cielo como las ideas fugaces atraviesan la cabeza. Nos hallamos, pues, ante un paisaje onírico, especialme­nte para los que acusan algún grado de somnolenci­a diurna por haber pasado mala noche.

Diego Figuera dice que el insomnio es una peste que sufre el 30% de la población, aunque está mal repartido, pues afecta más a las mujeres, a los ancianos y a las personas con enfermedad­es psiquiátri­cas.

—Las mujeres —puntualiza— se quejan menos y tienen mayor capacidad para pedir ayuda. Consultar cuanto antes es importante para evitar que un insomnio transitori­o se convierta en crónico.

—Dadas las dimensione­s del problema, ¿debería tratarse como un problema de salud pública?

—Debería —afirma—, y empezamos a tomar conciencia de ello, pues el insomnio está asociado a accidentes de tráfico, desastres industrial­es y errores médicos, entre otros. Los insomnes, por otra parte, llevan más números que el resto de la población en la lotería de los accidentes cardiovasc­ulares y de las enfermedad­es crónicas como la hipertensi­ón, la diabetes, la depresión

“Es clave para la salud física y mental. Habría que promover una estrategia nacional del sueño”, plantea el psiquiatra Diego Figuera

o la obesidad, además del cáncer, por no hablar del insomnio también como posible desencaden­ante de trastornos neurológic­os: ictus, párkinson, alzhéimer… Hay estudios acerca de todos estos asuntos.

—¿Pero qué es lo que puede estar produciend­o esta epidemia, tal como la califica ya la OMS?

—Hay factores sociales de gran escala como el acceso a las nuevas tecnología­s durante las 24 horas del día, las preocupaci­ones laborales ligadas a la precarieda­d y los bajos salarios, las desigualda­des crecientes, las dificultad­es para conciliar el trabajo con la vida personal, la falta de horizonte para los jóvenes, el estrés generaliza­do por las urgencias de un mundo en el que se piden resultados inmediatos en todos los ámbitos. El aumento del estrés no implica la aparición de mejores recursos para hacerle frente. De todos modos, el insomnio, que es el principal trastorno relacionad­o con el sueño, aunque no el único, no debería tratarse siempre como una enfermedad, sino como un aviso de que algo no va bien, igual que la fiebre. Aparte de los problemas psicosocia­les, que afectan a la colectivid­ad, es posible que algo vaya mal en tu vida personal, en tus relaciones afectivas, familiares o en el colegio, cuando el problema atañe a los niños. Es posible que se deba a un mal manejo de tus conflictos internos, a problemas de indefensió­n aprendida… Es importante observar el insomnio como una señal de alarma, como un síntoma provocado por un problema de fondo que se puede tratar en una psicoterap­ia. También hay hábitos que nos hacen dormir mal y que se corrigen con una adecuada higiene del sueño que incluye cosas tan sencillas como acostarse y levantarse siempre a la misma hora o llevar una vida saludable desde el punto de vista de las comidas y del ejercicio físico.

—¿Qué hábitos dificultan el sueño?

—Una mala alimentaci­ón, por ejemplo, además de los relacionad­os con el consumo excesivo de sustancias como la cafeína, el tabaco, el alcohol, los refrescos de cola, las bebidas energética­s… El alcohol engaña porque, aunque es en principio un inductor del sueño, puede más tarde derivar en gastritis o dolores de cabeza que lo entorpezca­n. Conviene llevar cuidado también con el abuso de fármacos como las benzodiaze­pinas, que producen tolerancia y adicción, de modo que tienes que ir aumentando la dosis y acabas entrando en un círculo vicioso de difícil salida. El insomnio empeoró con la pandemia de la covid. El problema es que solo un porcentaje muy pequeño (en torno al 5%) de personas que lo sufren lo viven como algo a tratar igual que tratarían un problema digestivo, por ejemplo, o un dolor de muelas. Hay gente que se mete en la cama con el miedo a no dormir, lo que activa los mecanismos que retrasan la llegada del sueño.

—La profecía autocumpli­da.

—Exacto.

—¿Cómo abordarlo?

—El insomnio está contaminad­o del poco interés y de la negación que se tiene hacia todo lo relacionad­o con la psicología. Yo comparo esta negación con la del cambio climático. Habría que promover una estrategia nacional del sueño porque ya disponemos de muchos datos acerca de lo importante que es dormir bien para gozar de una salud física y mental aceptables tanto en el nivel individual como en el colectivo. Pero las resistenci­as son enormes. En general, hay dos tipos de abordaje: el de quienes opinamos que es mejor hacer un diagnóstic­o previo y no medicar directamen­te, sino recurrir a una terapia psicológic­a, combinada con una toma de medidas relacionad­as con la higiene del sueño, y el de quienes recurren directamen­te a las benzodiaze­pinas, lo que tiene que ver con la masificaci­ón de pacientes que sufren los médicos de cabecera y porque la gente, en general, prefiere tomarse una pastilla en vez de preguntars­e qué le ocurre. España es el país del mundo a la cabeza del consumo de benzodiaze­pinas.

En esto, llega la hora de volver al curso. Durante mi intervenci­ón, observo que hay entre el público cuatro personas que no dejan de dar cabezadas y que finalmente se duermen. ¿Seré yo o serán ellos? ¿Los aburro o pertenecen al 30% de la población que no descansa bien? En todo caso, pienso para consolarme, que en un mundo de insomnes debería estar tan valorada la capacidad de dormir al auditorio como la de hacerle pensar. Me viene entonces a la memoria que García Márquez comenzaba sus intervenci­ones rogando que quienes salieran antes del final de la conferenci­a lo hicieran con cuidado para no despertar a quienes hubieran decidido quedarse. Quizá el autor de Cien años de soledad pertenecía al club secreto de los insomnes y lo decía en serio.

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De arriba abajo, cama en la Unidad del Sueño del Hospital Vall d’Hebron, en Barcelona; registro de uno de sus pacientes, y Odile Romero, jefa de la Sección de Neurofisio­logía y una de las responsabl­es de este centro.
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