El Pais (Madrid) - El País Semanal

La mística del espeto.

Para el escritor Alejandro Simón Partal, la despedida perfecta de la vida sería simple y solitaria. El poeta, que se ha iniciado en la novela con La parcela, añade un detalle: las sardinas saben mejor con los pies enterrados en la arena.

- POR JACOBO BERGARECHE ILUSTRACIÓ­N DE COCO DÁVEZ

En el INVENTARIO general de insultos, de Pancracio Celdrán, se define como zangón al “muchacho alto, desvaído, que, pudiendo trabajar y teniendo edad para ello, anda ocioso, ocupado en cosas de niños”. Lejos de ser un insulto, esta palabra hoy en desuso parece que fuera inventada para definir al poeta Alejandro Simón Partal (Estepona, 39 años), que tiene cara de muchacho imberbe, es esbelto y alto como una sombra del atardecer —tanto que incluso fue jugador de baloncesto en el Caja San Fernando—, y pudiendo trabajar, acaba de abandonar la docencia universita­ria para ocuparse de escribir, que no es exactament­e una cosa de niños, pero que, según él, se le parece bastante, por lo que escribir tiene de elaborar mundos imaginario­s, de recluirse en un cuarto como un adolescent­e y por esa relación que tiene la poesía con la inocencia. Su última novela, La parcela (editada por Jonás Trueba para Caballo de Troya), podría parecer muy desprovist­a de cualquier tipo de inocencia infantil, con sus pensiones cuchas tres, explícitas escenas homoerótic­as en baños de bar y saunas, y el sórdido universo de los refugiados de Calais, y sin embargo el protagonis­ta del libro desprende tal inocencia en su mirada que ilumina con ella ese lado oscuro de la vida que tan poco le asusta. Partal es en realidad su segundo apellido, el primero, Simón, podría pasar por la segunda parte de un nombre compuesto, y lo cierto es que tiene además un nombre compuesto que no utiliza en sus libros, pero sí en su correo electrónic­o: José Alejandro Simón Partal, si lo pronuncias todo del tirón te ahorras el desayuno.

Hemos viajado a entrevista­rle a Estepona, la ciudad costera de donde es, y en cuyo casco antiguo de estrecalle­s blancas se celebra la poesía con decenas de poemas pintados en azulejos entre macetas colgantes de geranios. Junto a la muralla de la plaza del Castillo, a pocos metros de su casa, muestra con rubor un poema suyo acompañado de un retrato de cuando tenía una melena larguísima, y en la que se parece más a Robe Iniesta en un mal día que a sí mismo, porque lo cierto es que Alejandro es un tipo guapo. Y coqueto. Tanto que cuando supo que bajábamos al sur para entrevista­rle, aprovechó para encargarle a Coco Dávez, artista y fotógrafa de esta sección, productos altamente sofisticad­os para el cuidado de su pelo.

Quedamos en El Cordobés, una concurrida churrería en esa parte de Estepona donde no se adentran los turistas. Son casi las once, pero el local está completo con gente que desayuna y otra que espera con ojos de perro hambriento a que una mesa se levante. Los camareros no dejan de despachar bandejas colmadas de porras aceitosas y litros de chocolate caliente. No es precisamen­te el desayuno más refrescant­e para un mediodía de verano en el sur de España.

“Cuando nos vamos de aquí, queremos ir a lo mínimo, a lo decisivo, a lo esencial, y lo esencial es la soledad”

Cuando ya por fin nos han servido, enciendo la grabadora y le pregunto a Alejandro por su última cena, con quién sería, dónde, cuál es el menú, y le aclaro que podría ser también un desayuno, pues estos churros nos están pareciendo tan gloriosos como para despedir la vida alegrement­e tras haber comido una bandeja.

A Partal le bastó un par de minutos para arruinar mi Teoría General de la Fantasía de la Última Cena, según la cual todas las personas a las que se le plantee el postrero ágape se dividen siempre en dos grupos: los que celebraría­n haciendo la gran fiesta final, y los que harían una despedida muy íntima con su pareja y/o sus hijos. Simón Partal tiene claro que su última cena, de ser esta misma noche y no una lejana fantasía, la pasaría solo: “Los últimos días, más que añadir capas y cosas, lo que vamos es a lo esencial, a despojarno­s, porque cuando nos vamos de aquí queremos ir a lo mínimo, a lo decisivo, a lo esencial, y lo esencial es la soledad”. En esa búsqueda de lo esencial y de lo mínimo, este poeta tiene claro el menú: espeto de sardinas y un tinto, no quiere otra cosa. Este pescado le da ese pellizquit­o emocional que no le da ninguna otra comida. “La sardina reconoce lo más esencial en nosotros, nos reconecta con nuestra infancia, con las raíces, y reivindica nuestros pasados, que aquí en Málaga son marineros o campesinos, nos orienta al mar… Hay algo íntimo en la sardina que no lo tiene una langosta”.

El vino con el que va a comerse su espeto sería un tinto malagueño, nada especial, la sardina hará bueno al vino, y el vino no puede estar por encima de la sardina: Partal quiere una armonía en la humildad de su menú. ¿Y quiere un poco de pan? Dice que no piensa acompañar con nada esa sardina. “De hecho, habría que comérsela entera como un boquerón, hasta la cabeza, lo hace un pescador que conozco, pero yo aún no tengo un gaznate tan endurecido y confieso que me da cierta repugnanci­a la cabeza”, insiste.

Pero pese a tanta frugalidad, el espeto no puede comerse de cualquier manera, nos revela que hay un condimento especial para que la sardina nos transporte a nuevas dimensione­s del placer: la arena de la playa. No hay que echársela a la sardina,

“La sardina reconoce lo más esencial en nosotros, nos reconecta con nuestra infancia, con las raíces”

claro está, sino a los pies. “Aprendí de una expareja a comer sardinas con los pies enterrados en la arena de la playa, que es muy distinto a comer sardinas sin los pies enterrados”. Cuando le pregunto en qué consiste la diferencia, se lo piensa, no es una persona de contestaci­ón inmediata, finalmente cita la encíclica ecológica del papa Francisco: “No podemos olvidar que somos tierra y volvemos a la tierra”. Sonríe y no puedo evitar fijarme en ese Cristo crucificad­o que tiene colgando del cuello y que pertenecía a su difunto padre. Luego ya con un tono menos solemne, añade una razón menos simbólica para enterrar los pies en la playa: refresca mucho. La arena, cuenta, es la de la playa del Cristo en Estepona. “Donde he crecido, donde eduqué la mirada en la poesía y donde he escrito muchos poemas. Esa distancia que hay entre Gibraltar y Tánger hace volar la imaginació­n, es la frontera entre mundos, es la idealizaci­ón de lo que hay al otro lado, de lo extraño, de lo misterioso, también de lo terrible, ese mar trae cadáveres a veces, obliga a hacerse preguntas”, dice.

A esta cena solitaria se llevaría una mesa de plástico plegable de dominguero y un plato blanco de papel. Le pedimos que al menos ponga música, una lectura, algo que distraiga y haga compañía, pero él está decidido a pasarlo sin ceremonia de ningún tipo, quiere “alegría pero sin festejo”, le basta estar solo mirando al mar con su espeto. “Y no porque el paisaje sea poético o te conecte con algo espiritual, sino porque es un estado de placer mirar al mar, la espiritual­idad es lo que pasa cuando no se piensa en nada, no se llega a ese estado rememorand­o tu vida con música y poemas”, y vuelve a insistir en que hay que estar solo y sin nada que permita evadirse, es la forma de prepararse para ese viaje final, “para la vuelta a casa”, dice citando esta vez a Ratzinger.

Como sabemos que es coqueto, me cabe la duda de si se abstendrá también de vestirse y arreglarse para tan gran ocasión. Aquí relaja la frugalidad de la puesta en escena, tiene claro que irá muy bien vestido, con un traje de seda o de lino: “Porque una de las cosas que llevo mal, y que más me ha afectado viviendo en un sitio de playa, es la manera de vestir de hoy en día, sin carisma y sin gusto. Una de las grandes derrotas de este tiempo es la ropa. Mi abuelo no salía de casa sin su traje ni su sombrero”, recuerda. Ir bien vestido no es para Partal una manera de distanciar­se de los demás, sino de respetar al otro, de acercarse de forma elegante e ir a su encuentro, celebrando la vida y distinguie­ndo cada ocasión. “Yo si pudiera iría vestido de traje cada día”, proclama.

Ahora que ha pintado su fantasía, me da tanta pena imaginarme a este poeta solo, con unos restos de sardinas, su mesa de plástico, un traje lleno de arena y los pies enterrados, que de verdad espero que este no sea su final. Él me tranquiliz­a, no es un final, hay que creer en el cielo y él irá al cielo. “Ese es un espacio de eternidad, porque esta vida es una cosa tan grandiosa que no puede acabar con algo tan tétrico como un cadáver enterrado, es imposible que esta explosión de colores acabe en la nada”. Ojalá.

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El autor de La parcela, Alejandro Simón Partal, a las afueras de Estepona este verano.

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