El Pais (Madrid) - El País Semanal
Roukaya, Chad. La niña que olvidó qué era la comida
Nació en uno de los países más violentos de América Latina. Sus padres se desentendieron de él nada más nacer. Pasó por un refugio para menores, estuvo en una mara, tuvo un cañón en la sien. Ha cumplido 15 años y le ha prometido a su abuela que ahora solo
Chad acoge a 1,1 millones de refugiados; muchos de ellos, como es el caso de Roukaya, una nigeriana de 11 años, llegaron huyendo de la violencia del grupo terrorista Boko Haram. Lleva ya cuatro años en el campo de Dar es Salam y apenas recuerda a qué sabe su comida favorita: los macarrones.
Sentada sobre una estera a la sombra de un toldo de ramas, Roukaya, de 11 años, frunce el ceño porque no entiende la pregunta. “¿Que qué como? Pues comida normal”, responde, perpleja. A lo que esta niña se refiere es que desayuna, almuerza y cena gachas de mijo. Ha pasado tanto tiempo desde su vida anterior que ya se le ha olvidado que sobre la mesa puede haber algo más. Cuatro años antes, Roukaya vivía en un pueblo del Estado nigeriano de Borno, fronterizo con Chad, Camerún y Níger. Hoy, su familia y ella ocupan una de las miles de tiendas fabricadas con palos y lonas blancas de plástico en el campo de refugiados de Dar es Salam, situado en el distrito chadiano de Baga Sola, en la misma región donde se ubica el lago que toma el nombre de este país.
Estos cuatro países comparten un trasiego interminable de personas. Chad acoge a 1,1 millones, indican los datos más recientes de la agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR). Los desplazados suponen la mitad de los 700.000 habitantes que viven en Baga Sola, de los que 18.620 están registrados en Dar es Salam, según Mahamat Ali Tchari, representante gubernamental en el campo.
Una de las razones que ha motivado a tantos a dejar su hogar es escapar de la violencia del grupo terrorista Boko Haram. Nació y se hizo fuerte en Borno, lugar de origen de Roukaya, y desde 2009 se expande por el Sahel, incendiando pueblos y asesinando a quienes no se unen a su causa: establecer la ley islámica en los territorios que controlan.
Chad también es uno de los países más vulnerables al cambio climático y sufre una rápida desertificación que ha reducido su imponente lago al 10% de lo que era hace 40 años. La degradación es tal que ocupa el último lugar de 182 países en el Índice de Adaptación Global de Notre Dame. Las sequías primero y las inundaciones después han esquilmado los cultivos, hasta el punto de que 2,1 millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente. El 10,9% de los menores de cinco años, que son alrededor de 1,3 millones de criaturas, padecen desnutrición aguda y el 2% presentan su forma más severa: cuando el peso cae al menos un 30% por debajo de lo que debería y el riesgo de muerte se multiplica.
La historia de Roukaya retrata las consecuencias de los conflictos armados en la salud de los niños que los sufren. La violencia lleva al desplazamiento forzado, y este, a una vida de privaciones. “La malnutrición está vinculada a la alimentación, pero también al acceso a los servicios sanitarios. Esto explica una situación que desde hace varios años es grave”, advierte Adama N’Diaye, especialista en nutrición de Unicef en Chad. Las familias de Dar es Salam se enfrentan a diario a todo tipo carencias, pero la más evidente es la alimentaria.
El hiyab que viste Roukaya solo permite conocer su cara. Debajo de la prenda se intuye a una criatura extremadamente menuda. Apenas sobrepasa el metro cincuenta y, si no fuera por la información que aporta su madre, Rachida, se diría que aún no ha cumplido los ocho o nueve años.
La razón de su corta estatura es que sufre desnutrición crónica, una forma de malnutrición frecuente entre quienes se ven repetidamente privados de una dieta nutritiva y suficiente para crecer sanos, principalmente durante sus primeros 1.000 días de vida. Su consecuencia más grave es un retraso en el crecimiento que afecta al desarrollo físico y cognitivo, algo que ocurre en más de un 30% de los niños del campamento de Dar es Salam, según N’Diaye. “Roukaya está atrofiada”, analiza. “Un niño con desnutrición aguda crónica entrará en un círculo vicioso: será débil, tendrá dificultades de aprendizaje y esto hará que acabe abandonando la escuela. Y si es una niña, se casará antes de tiempo, probablemente, y tendrá un hijo demasiado pronto. Ese bebé se habrá gestado en un cuerpo desnutrido, por lo que ya presentará un peso demasiado bajo al nacer y heredará los problemas de salud de la madre”, completa el experto.
La humedad y el follaje que dejaron tras de sí las lluvias han sido sustituidos por un ambiente extremadamente seco con temperaturas que rondan los 35 grados, pero pronto superarán los 45. Los caminos y los campos se han cubierto de arena y cardos, y el único atisbo de vegetación son unos cuantos matorrales desperdigados y las sempiternas acacias. Este es el escenario cotidiano de la infancia de Roukaya. “Cuando me levanto, me arreglo, rezo y barro. Después voy a por agua, luego al colegio y luego a por agua otra vez”, relata. Al final del día ayuda a su madre a hervir el mijo, cena y se acuesta. Tarda menos de un minuto en contar la rutina de todos sus días.
No responde a las preguntas sobre su marcha de Nigeria. “No me acuerdo”, contesta. Sus pensamientos no quieren volver ahí. Es su madre quien relata la huida: “Estaba preparando el desayuno y escuchamos disparos. Roukaya salió corriendo, pero le grité que volviera. Reuní a mis hijos y salimos de allí”. Se fueron con lo puesto y recorrieron a pie parte del camino. Luego, autobuses, caminos improvisados, sin rumbo. Su marido, mercader, siempre ausente. “Está de viaje”, contesta sucinta Rachida. Acabaron en Chad y el Gobierno los trasladó a su actual ubicación.
En su vida anterior, Roukaya era una niña despreocupada en cuya casa había fruta, verdura, huevos, carne y pasta. Los macarrones son su plato favorito, aunque ya apenas los prueba. Ahora, su alimentación es tan tediosa como la vida en un campo de refugiados en el Sahel. Dar es Salam es un páramo abierto, sin puertas ni límites que lo definan, donde todo escasea menos el tiempo.
La miseria cronificada de antes y los impactos de la crisis alimentaria global, espoleada por la guerra en Ucrania, han acrecentado el desastre en esta región sumida en el olvido. En julio de 2022, un análisis del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Gobierno de Chad reveló que el precio de los cereales había aumentado un 9% en los mercados desde marzo, lo que hace prever que 600.000 personas más caigan por debajo del umbral de la pobreza en un país donde esta ya alcanza al 46% de los hogares.
Unicef, que nos ha traído hasta aquí, trabaja en Chad en distintas operaciones de asistencia a la infancia y ha solicitado 83,4 millones de euros para cubrir las necesidades más urgentes de casi un millón de niños. Pero actualmente tiene una brecha de 36,3 millones de euros. “En los últimos años han descendido las aportaciones de fondos y, si los precios siguen subiendo, se reducirá aún más nuestra capacidad de respuesta. Si eso ocurre, será una catástrofe. Esta gente depende exclusivamente de la ayuda humanitaria”, advierte N’Diaye.
Tras dos jornadas acompañando a Roukaya, no se la ve comer en ningún momento. El problema es que es martes y a Rachida le queda solamente un cuarto de saco de mijo en la despensa. La distribución de la ayuda no será hasta dentro de seis días. Por eso ha decidido racionar lo que queda y reducir las ingestas al desayuno y la cena. Si aun así se acaba el grano, tendrá que pedir prestado a alguna vecina que ande un poco mejor de existencias.
El PMA se propuso asistir a 1,06 millones de personas.
“Cuando me levanto, me arreglo, rezo y barro. Después voy a por agua, luego al colegio y luego a por agua otra vez”, relata. Al final del día ayuda a su madre a hervir el mijo, cena y se acuesta. Tarda menos de un minuto en contar la rutina de sus días
Sin embargo, la falta de financiación solo ha permitido alcanzar a 937.000 y con la mitad de las raciones. Estas vienen en forma de cupones por un valor de 3.500 francos CFA (5,30 euros) que se entregan en periodos que van de los 30 a 45 días. Uno por persona. “Eran 7.000 francos antes”, recuerda Tchari, el coordinador del campo.
—¿Consumís carne? —Rachida y las vecinas que escuchan a su lado se carcajean ante tal pregunta. Tampoco fruta, ni verdura. Y pescar no es una opción fiable. Las fértiles islas del lago Chad están deshabitadas desde que Boko Haram se hiciese con ellas. El Gobierno ordenó la evacuación y así se gripó el principal motor económico de sus habitantes. Pese a que las mujeres y las niñas suelen tejer redes de pesca para matar el tiempo, a la hora de la verdad poco se saca de estas aguas. “En Nigeria no pasábamos hambre; aquí sí”, sentencia Rachida.
N’Diaye admite que el retraso en el crecimiento de Roukaya ya no tiene arreglo, pero sí se puede romper el círculo vicioso de la desnutrición. “Con un seguimiento adecuado de su alimentación, podrá terminar sus estudios y evitar el matrimonio precoz”, sentencia.
Roukaya es una muchacha despierta. Juega con otros niños, es hábil tejiendo y lleva en brazos a su hermana Maimouna de un lado a otro del campo. Cuando le toca ir a por agua con su mejor amiga, Sadya, ambas bombean con una energía inesperada hasta llenar los cubos. En el colegio no se desempeña mal, según su profesora, Claire
Batablanc. “Es tranquila y siempre atiende. Es buena en lectura, aunque el cálculo le cuesta más”, la describe.
Roukaya se ha procurado una existencia tan feliz como las circunstancias le permiten. Su mundo se circunscribe al campo de refugiados hasta el punto de que, cuando piensa en qué le gustaría ser de mayor, se ve como maestra en el colegio al que ella acude.
Una tarde de finales de octubre, con el sol a pleno rendimiento, decide resguardarse a la sombra de una de las aulas del Espacio Amigo de la Infancia. Aportado por Unicef, es un recinto donde los menores pueden despreocuparse y probar a ser lo que son: niños. Varios monitores les entretienen con juegos, deporte o dibujos, y están atentos para detectar posibles casos de violencia doméstica o sexual, o problemas de salud mental.
En un rincón tan carente de estímulos como es un campo de refugiados es fácil que la imaginación infantil se resienta. Por eso, el día que Roukaya acude al espacio, un profesor ha organizado una clase de dibujo. Ella se concentra y esboza una casita con flores. “Nos han pedido pintar algo que nos gustaría tener”, justifica. De nuevo, una respuesta que desarma. Como cuando se le pregunta qué echa de menos de su vida en Nigeria, más allá de la alimentación. ¿Ropa? ¿Juguetes? “Las naranjas y la piña”, responde. De nuevo, no entiende que comer sea algo más que ingerir las aburridas gachas de mijo que su madre cocina día sí y día también.
Hay un muchacho en el equipo contrario que llama la atención de todos. Espigado, de risa burlona, su flequillo teñido de rubio completa una imagen aspiracional. Pero según avanza el juego y el chiquillo falla un gol detrás de otro, las miradas cambian de objetivo y tropiezan con el volante derecho del equipo local, Joshuar El Afilado, un zagal aún más flaco que embate por la banda como si no hubiera más vida que esos metros de pasto pegados a la línea de cal.
Ataca Joshuar y el cielo pierde el azul. Las nubes cubren la cancha de fútbol de Villanueva, en el norte de Honduras, y los cerros, con su niebla, parecen de repente hogueras moribundas. Empieza a llover. La temperatura baja de 36 a 25 grados. Hay goce en el rostro del muchacho, 15 años de fibra y nervio, una satisfacción ausente el resto de los días que hablamos con él.
“¡Dejalo, vos!”, grita un compañero, pero Joshuar, con su gorra rojiblanca y una playera de un color distinto a los demás, no hace caso. Presiona al defensa, huele el error, tira una segada y el otro trastabilla y se le queda mirando, como si dijera: “Pero ¡qué necesidad!”. Va a por todas, no sabe jugar de otra forma. “¡Dejalo, perro!”.
Existe cierto parecido entre el asedio de Joshuar y la lluvia del trópico, que cae con furia ahora, inclemente. La cancha deja de ser cancha y se convierte en balsa. Así está el norte de Honduras estos días, finales de septiembre, temporada de huracanes, llena de grandes charcos, la amenaza constante de inundaciones, los ríos que se salen del cauce, desborde permanente. Los muchachos detienen el partido y aguantan en los banquillos, a ver si para. Joshuar se quita la gorra, al fin.
“Mirá”, dice al rato, “allá estaba yo”.
Señala una casa unos metros detrás de la valla del campo de fútbol, una vivienda de dos pisos con terraza. No añade nada, allá estuvo él, frase que acompaña con una especie de sonrisa que busca, perezosamente, algo de complicidad. Así hace. Dice algo y mira al de enfrente. Si el otro no dice nada, ese algo se convierte en todo.
¿Allá estuviste? “Cuando andaba de traca”, dice. “Vendiendo la droga para ellos”. Clásica conversación con un adolescente, bosque inescrutable. Él lo da todo por supuesto, afuera no se entiende. Ellos, la pandilla, la mara. El muchacho se esfuerza. Quizá no está acostumbrado a preguntas: su paso por la pandilla, la relación con sus padres, la droga, la violencia. Tiene 15 años. Hay cientos de millones de adultos en el mundo que no han vivido ni vivirán nada cercano a lo que ha vivido él.
Después de Jamaica, Honduras es el país más violento de América Latina y uno de los más violentos del mundo, con calles donde el conflicto es una constante. Su tasa de asesinatos asciende a 41 por cada 100.000 habitantes. Es decir, que de los casi 10 millones de personas que viven allí, alrededor de 4.000 mueren asesinadas cada año. A balazos, a machetazos, a golpes, asfixiadas. En Estados Unidos, para hacerse una idea, la tasa oscila entre cinco y seis. En España, raro es
el año en que pasa de uno. La infancia no escapa a la estadística en Honduras. En el primer semestre de 2022, al menos 74 menores murieron de manera violenta, según datos de la Coordinadora de Instituciones Privadas en Pro de las Niñas, Niños, Adolescentes, Jóvenes y sus Derechos (Coiproden). De acuerdo con la organización Casa Alianza, que lleva 35 años refugiando a menores en situaciones de riesgo, solo en junio fueron 21.
Eso ciñéndonos a los menores de edad, porque buena parte de los protagonistas de las muertes violentas en Honduras y en América Latina en general en la última década son jóvenes de menos de 30 años, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En Honduras, según Coiproden, cada mes mueren asesinados entre 40 y 50 menores de 30 años. Casa Alianza cuenta 13.368 asesinatos de niñas, niños y jóvenes de menos de 23 años desde 1998.
En entornos así, organizaciones como las anteriores suplen carencias del Estado. Unas generan estadística, otras refugian niños, otras pelean por construir al menos pequeños espacios de seguridad, a salvo de la violencia. En el norte de Honduras, la zona más complicada del país, Unicef, por ejemplo, se alía con asociaciones locales para crear rutas seguras del colegio a casa, de casa al colegio y de allí a los escasos lugares de recreo de los que disponen las ciudades.
Joshuar vivió en un albergue de Casa Alianza en Tegucigalpa, capital de Honduras, más o menos entre abril y agosto de este año. Era la penúltima parada para un joven que había pasado los últimos dos años de su vida subido a una montaña rusa. Abandonado con su abuela desde que tenía 15 días de vida, su padre fue a buscarlo una docena de años después. Quería que le ayudara en su negocio. “Él es electricista”, dice. Se fue con él, pero no salió bien. “Él estaba bolo”, borracho, “un día le pegó a su mujer y me pegó a mí también, y yo ya me fui”.
Desentendido el padre, su madre fue quien le dejó a los 15 días de nacido con la abuela paterna. No la ve mucho. No le gusta hablar de ella. Su padre se juntó con otra mujer y nunca preguntó por él hasta que decidió que 12 años eran suficientes para empezar a trabajar. Después de la golpiza, de la huida de casa de su padre, se instaló en la cabina de un camión a cambio de limpiar el remolque. Luego empezó a vender droga para la Mara Salvatrucha o MS-13, una de las pandillas más poderosas del triángulo norte de Centroamérica que componen Guatemala, Honduras y El Salvador.
La banda, la droga, la adicción a la marihuana, la pérdida de contacto con la realidad. Estuvo dos años así, hasta que su familia le mandó a Casa Alianza. Según sus palabras, “una casa de locos”. Al llegar, el acuerdo parecía bueno. Iba a la escuela, cerca del albergue, todavía sexto curso. Solo tenía que ir a clase, mantener la disciplina del centro y alejarse de cualquier lío. Pero aquello duró poco. Una tarde, al salir de clase, él y sus compañeros tuvieron un problema. “Unos güirros nos quisieron secuestrar”, dice. Uno de los güirros, los muchachos, sacó un cuchillo. Joshuar y los demás les plantaron cara. Los güirros fueron a buscar refuerzos y los otros huyeron. Algunos se fueron en taxi. Joshuar corrió hasta el río y se echó al agua. “Yo sé que es agua chusca, pero sé nadar. Al llegar al otro lado, como me perseguían, les hice burla y me dijeron que me iban a matar”.
Ante la amenaza, decidió no volver a la escuela. La muerte violenta en Honduras es contexto, ecosistema. Parte del derrumbe. Porque eso parece a veces el país centroamericano, una larga caída en la que se hace cada vez más habitual el uso de un calificativo demoledor: narcoestado. El último presidente, Juan Orlando Hernández, que gobernó Honduras de 2014 a enero de este año, permanece preso en Estados Unidos, acusado de narcotráfico. Su antecesor, Porfirio Lobo, dirigente entre 2010 y 2014, de momento se ha librado de cualquier acusación, pero la sombra del crimen y el narco le acecha. La justicia de EE UU condenó a uno de
“Yo sé que es agua chusca, pero sé nadar. Al llegar al otro lado, como me perseguían, les hice burla y me dijeron que me iban a matar”. Ante la amenaza, Joshuar decidió que no volvería a la escuela. Ahora trabaja en un supermercado por 15 dólares al día
sus hijos a 25 años por narcotráfico en 2016. Otro murió asesinado este año en Tegucigalpa.
El narco y la corrupción salpican a políticos y empresarios, siempre con la violencia a mano como una herramienta cualquiera. En un continente acostumbrado al asesinato de activistas y periodistas, pocos casos impactaron tanto como el de Berta Cáceres, defensora del medio ambiente, asesinada en su casa, cerca de la capital, en el año 2016. Se oponía a la construcción de una presa que afectaría a la vida de uno de los pueblos indígenas de Honduras. La justicia sentenció por el asesinato a ejecutivos de la constructora.
Joshuar era un niño de tres años cuando Lobo llegó al poder. Cumplió siete con la victoria de Hernández. Tenía nueve cuando mataron a Cáceres. Se echó al río para salvar su vida cuando media Honduras hablaba de la extradición de Hernández. Las historias de los políticos de su país y de sus familias no le dicen nada.
Aunque apenas le crecen unos pelillos en el bigote, ya ha visto la muerte de cerca varias veces. Sentado en la puerta de casa de su abuela, habla sobre ello a golpes sintácticos, parcos, atemporales. Como si pensara que a nadie le importa y le extrañase, de repente, cualquier interés. De su última casi muerte —casi asesinato, en realidad— dice con simpleza: “Me llevaron a La Cañera”.
Tropecientas preguntas después es posible construir un relato aproximado de lo que le que ocurrió a Joshuar El Afilado.
Fue hace menos de un año. Él vendía droga en “el pozo”, la casa de seguridad de la Mara Salvatrucha que había señalado en el campo de fútbol: “Mirá, allá estaba yo”. Un día, cuenta, fue a la tienda a comprar papel para sus cigarrillos de marihuana y la policía lo agarró. Cree que lo tenían ubicado. No está lleno de tatuajes; de hecho, parece un chaval normal, medio tristón, pero al final, en un barrio como el suyo, a las afueras de Villanueva, una ciudad de 150.000 habitantes, todo el mundo acaba sabiendo todo.
“Me dijeron: ‘Parate ahí’; yo me eché a correr, salté una barda y se quedó enganchado el pantalón. Ahí me agarraron. Me subieron a la camioneta de ellos, eran como siete u ocho. Decían así: ‘Te vamos a matar, hijueputa’, y me daban burrazos”.
Le llevaron a La Cañera, una zona despoblada donde aparecen cadáveres de tanto en tanto. “Es que la gente está acostumbrada a que cuando la policía te lleva, te lleva pa La Cañera”, dice el adolescente. Su abuela, su tía y un primo salen y entran de la casa, dos cuartos conectados por una sala llena de ropa, coronada por una pequeñísima terraza que hace las veces de tienda. En La Cañera le golpearon, le pusieron el cañón de un fusil en la cabeza y él, que empezaba a vomitar sangre, se salvó de morir “por las cámaras”. Dice que allá donde lo agarraron, junto al “pozo” donde vendía droga, había unas cámaras de vigilancia. Quizá algún policía se dio cuenta. Quizá alguno pensó que aquello, por una vez, era demasiado.
Joshuar trabaja mañana. Le ha prometido a su abuela que ya no venderá droga ni se meterá en problemas. Hace pedidos y mandados en un supermercado. Empieza a las 6.30, acaba a las 19.00. Gana 15 dólares al día. El fútbol es su aliciente, además de su abuela. “Si un día se muere mi abuela, ya me voy a quedar por mi lado”, dice sin pesar, aunque resulta igual de triste.
Una sola imagen sirvió para resumir la guerra de Vietnam y, a la vez, para acelerar su final. La tomó Nick Ut, fotógrafo de Associated Press, el 8 de junio de 1972 en la Carretera Número 1, que enlazaba Vietnam con Camboya y era la más bombardeada del mundo. Tras un intenso ataque estadounidense con napalm, vio emerger detrás de una espesa cortina de humo a una niña, desnuda y abrasada por la gasolina quemada. Aquella niña se llama Kim Phuc, tiene actualmente 59 años y sobrevivió a unas heridas de las que no se ha recuperado y que nunca han dejado de causarle dolor. Vive en Canadá y preside una fundación para ayudar a los niños víctimas de las guerras.
“Llevo las consecuencias de la guerra en el cuerpo”, escribió en un artículo en The New York Times con motivo del 50º aniversario de aquella imagen que cambió el curso de la historia. “Esas cicatrices, físicas o mentales, no se olvidan nunca. Agradezco el poder de esa fotografía a los nueve años, tanto como agradezco la travesía de mi vida desde entonces. Mi horror —que apenas recuerdo— se volvió universal”. El dolor de Kim Phuc resume el sufrimiento de todos los niños en todas las guerras: son mucho más fuertes de lo que nadie pueda pensar y su capacidad de recuperación es sorprendente, pero algunas cicatrices no se cierran nunca.
Gervasio Sánchez, reportero español que ha pasado toda su vida reflejando no tanto las guerras como las consecuencias que los conflictos tienen sobre humanos concretos, muchas veces niños, narraba en el documental Álbum de posguerra la historia de varios supervivientes del asedio de Sarajevo (1992-1996). Alguno de ellos había protagonizado alguna de sus fotos más icónicas de la guerra de Bosnia, como aquella en la que un niño y una niña jugaban en la nieve ante un blindado de Naciones Unidas durante el cerco. “Nunca olvidaré a un niño en El Salvador que me pidió que le contase cómo era un país sin guerra”, explicó cuando se estrenó el documental. “Las vidas de las personas afectadas por la guerra acaban muy destruidas, la memoria juega muy malas pasadas. Ha pasado un cuarto de siglo sin que caiga una bomba sobre esa gente y siguen muy marcados”, agregó sobre aquellos niños que conoció en Sarajevo y que ahora, como adultos, llevaban un peso difícil de imaginar.
Pero no se trata de Vietnam o Sarajevo, de la guerra civil española o del Holocausto; la tragedia es que el sufrimiento de los niños en los conflictos, que marcará toda la vida de los supervivientes, no se acaba nunca. Entre 2005 y 2020, según datos de Naciones Unidas, se produjeron más de 266.000 violaciones graves contra la infancia en más de 30 guerras en África, Asia, Oriente Próximo y América Latina, según un informe de Unicef publicado en junio y titulado 25 años de conflictos armados y la infancia: Actuar para proteger a los niños y niñas en la guerra. La ONU ha constatado que niños y niñas han sido asesinados, mutilados, reclutados como soldados, violados, casados a la fuerza, explotados sexualmente y víctimas de otras formas de violencia sexual. Este informe no recoge todavía lo que ocurre en Ucrania, donde de nuevo los civiles —y, por tanto, los niños— se han convertido en un objetivo del terror indiscriminado ruso.
Y se trata solo de la punta del iceberg, porque a muchos lugares no llega ningún observador, son agujeros de sufrimiento alejados de las miradas de la prensa y de las
ONG, en los que la vida cotidiana de los niños es un infierno, en los que no existe nada parecido a la infancia tal y como se conoce en el mundo desarrollado. En otros países no existe una guerra abierta, pero tampoco nada remotamente parecido a la paz, como Afganistán, un Estado en el que los niños —y, en este caso, particularmente las niñas desde el regreso de los talibanes al poder— no han conocido otra cosa más que la violencia y la discriminación.
Tanto en la guerra civil española como en la II Guerra Mundial o en Indochina, Robert Capa —el gran padre del fotoperiodismo bélico— retrató muchas veces a los niños para contar lo que estaba ocurriendo, para mostrar la dimensión del sufrimiento en un conflicto. Aunque se arriesgaba muchísimo —“Si tu foto no es lo bastante buena, es que no estás lo bastante cerca”, era su lema, y lo cumplía—, gran parte de sus instantáneas mostraban la retaguardia. Ha sido el fotógrafo de guerra más famoso de la historia, pese a que sus imágenes de combate son escasas, aunque icónicas: el miliciano herido de muerte en Córdoba al principio de la Guerra Civil o la playa de Omaha durante el desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944.
Pero las fotografías que muestran la dimensión de la tragedia republicana no reflejan una batalla, sino la retaguardia: los refugiados que salieron de Cataluña hacia Francia en 1939. Y en ellas aparecen muchos niños: resignados, cansados, asustados. La más famosa muestra a una niña reposando sobre unos sacos, cubierta con un abrigo que le viene muy grande, a la espera de un transporte para huir del avance fascista (sin saber que se trataba de una huida que tardaría muchos años en terminar). Su hermano Cornell Capa y su biógrafo Richard Whelan recogieron en un libro todas
esas fotos: Enfants de la guerre, enfants de la paix (Natham). Es extraordinario comprobar cómo en esas 100 fotografías aparecen muchos críos jugando, incluso en los peores momentos. De hecho, en la famosa imagen de la casa bombardeada del barrio madrileño de Vallecas, los niños se ríen y se divierten sobre un paisaje de destrucción, ante una casa destrozada por la metralla. Y lo mismo ocurre con otra imagen, tomada poco después, en la que una niña sonríe mientras hace ganchillo refugiada con su familia en el metro de Madrid de los bombardeos.
El escritor Juan García Hortelano contaba que el Madrid de la Guerra Civil fue el gran campo de juegos de su infancia, pese a que vivía en el barrio de Argüelles, que estaba muy cerca del frente. Algo parecido refleja la obra de teatro de Fernando Fernán Gómez Las bicicletas son para el verano. Recientemente, el dibujante Carlos Giménez, que acaba de terminar la serie Paracuellos, en la que relata su niñez en la posguerra en diferentes auxilios sociales de la Falange, donde campaban a sus anchas la violencia y el hambre, explicaba: “Tuvimos una infancia de mierda, pero los niños juegan pase lo que pase”.
Pero detrás de esas sonrisas, de esos juegos que nada puede detener, queda algo que no se irá nunca. Hace años, entrevistaron en televisión a un superviviente francés del Holocausto que, como tantos niños judíos de París, fue detenido en la tristemente famosa razia del Velódromo de Invierno, en el verano de 1942. Narraba que había pasado una parte de su vida adulta yendo a un psicólogo. Un día le preguntó: “¿Cree que alguna vez seré una persona normal?”. A lo que el psicólogo le respondió: “Cómo va a ser una persona normal si ha sobrevivido a Auschwitz”. Aquel testigo contaba que tuvo una familia, una vida feliz, incluso rutinaria, pero que siempre hubo algo que no encajaba. Pero que aquella conversación le tranquilizó mucho: sabía que iba a pasar toda su existencia aprendiendo a convivir con el pasado.
En el prólogo del libro sobre los niños supervivientes del Holocausto L’enfant-Shoah (Presses Universitaires de France), coordinado por Ivan Jablonka, el filósofo Boris Cyrulnik escribe: “Una de las cuestiones más delicadas concierne al futuro de los niños. ¿Qué va a ser de ellos? Después de la guerra, incluso si su supervivencia está garantizada, deberán superar muchas pruebas: crecer sin padres, integrarse socialmente, asumir un pasado cargado por el duelo”. Cyrulnik sabe de lo que habla: no solo porque haya estudiado a fondo el concepto de resiliencia, que trata de explicar la capacidad de resistencia humana, sino porque él mismo es un niño-Shoah, un superviviente del Holocausto, que se salvó de acabar en los campos de exterminio porque se escondió en los baños de la gran sinagoga de Burdeos durante una redada.
Cientos de miles de niños se enfrentan a experiencias parecidas en todo el mundo: cada mañana no saben si comerán, si sobrevivirán, si volverán a ver a sus padres… Son capturados, violados, agredidos, convertidos en soldados obligados a matar. Es un horror que no cesa. Incluso los afortunados, los supervivientes, los que vivan para contarlo, habrán perdido una de las mayores patrias de la humanidad: una infancia en paz.
No saben si comerán, si sobrevivirán, si volverán a ver a sus padres. Son capturados, violados, convertidos en soldados. Como dijo Cyrulnik, un día tendrán que “asumir un pasado cargado por el duelo”