El Pais (Madrid) - El País Semanal
Reivindicar lo tibio.
Frente al recelo que siempre despertó en las ideas, en la religión y en la política, es el rango donde mejor se perciben las opiniones y los sabores contrarios. También en la cocina.
La tibieza sostiene una baja estima. Su indeterminación crispa como el susurro de la letra pequeña, como el peso de una verdad que celebra cuánto de decisivo parte de lo nimio. Lo tibio alberga una equidistancia que parece hostigar más que la nítida solidez de la contundencia. Ni frío, ni calor; ni blanco, ni negro; ni sí, ni no; ni carne, ni pescado… Esa ambigüedad manifiesta desordena el requisito básico de catalogar en una u otra dirección, supone una vaguedad que obstaculiza articular un esquema o composición de lugar que aporte método y estabilidad sin tener que analizar demasiado. El influjo de la economía cognitiva precisa interpretaciones rápidas, esfuerzos dosificados, y la tibieza se revela como un defecto abierto que recoge la acústica emocional de las fricciones colectivas, en esta batalla de las formas que es vivir en sociedad.
El uso generalizado de la difusión metafórica de la tibieza extendida a valores vinculados con el carácter, las actitudes o las conductas humanas es bastante tardío, como lo es su significativo uso peyorativo, si bien ya se menciona con esa pretensión en el Libro de las revelaciones. Desde sus primeras apariciones en esos depósitos de memoria que son los textos, es una palabra ligada a esa tierra de nadie donde enfriamiento y calentamiento se encuentran. Emana del término en latín tepidus, que aludía a las propiedades térmicas de un líquido que perdía calor o que, estando frío, se calentaba ligeramente. Es en el siglo XV cuando se extiende su utilización en sentido figurado, sin dejar de mantener su alusión a las propiedades térmicas de todo tipo de líquidos. Se deja ver en tratados técnicos, ensayos médicos y recetarios, como ese magnum opus de la gastronomía firmado en 1611 por Francisco Martínez Montiño: Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria, y conserueria, donde se cita en varias recetas.
Con el tiempo, su empleo se entibia como unidad intermedia de temperatura en favor de “templado”, en tanto se extiende su uso más allá de lo líquido a entornos, atmósferas, materias y partes del cuerpo: mano tibia, lecho tibio, calor tibio. Esa condición moderada es probablemente la responsable de la equiparación de sus rasgos con el desafecto que suscitan muchas expresiones fatigadas, poco concluyentes, como anodino, insipidez o descolorido. A su vez, en esas coordenadas en las que titila la consideración oscilante entre la latitud de la
frialdad y la longitud del entusiasmo, se abre la brecha de la vulnerabilidad en las palabras señaladas, cubriendo de sospecha a quien se asocia a ellas. Si “entusiasmo” recluta adhesiones, “tibieza” yergue advertencias: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”, proclama el Libro del Apocalipsis, que cierra la Biblia. Un rumor de 2.000 años de recelos y desdén que han delineado un uso desfigurado de esta palabra. “No es razón que amemos con tibieza a un Dios que nos ama con tanto ardor”, resolvió un célebre doctor de la Iglesia.
A pesar de esa vaguedad atemperada con tanto descrédito, la tibieza esconde un as en la manga. Todos los panes y dulces, quesos y derivados de la leche, cervezas y bebidas fermentadas, vinagres y encurtidos elaborados en conventos y monasterios han requerido de su presencia para ser producidos. Y es que los microorganismos que provocan transformaciones en los valores nutricionales, en el sabor, el color, la textura o el olor, para que sean divinos, necesitan de temperaturas tenues para desarrollarse. Levaduras, mohos y ciertas enzimas operan como esa mayoría silenciosa de la sociedad que prosigue con su realidad, más allá de las turbulencias que fracturan la convivencia, pese a mostrar su óptima expresión en condiciones de moderación.
En un mundo donde el deseo y las pasiones parecen ir por delante, donde tomar partido es una imposición que se aviva con adhesiones, se diluye y desdeña el sentir de esas voces que en su indefinición contrarrestan la fuerza de las efervescencias. Con todo, a pesar de la incandescencia de los reproches de las bocas acaloradas, el rango en el que mejor se perciben los sabores y las opiniones contrarias no es ni en lo caliente, ni en lo frío. Sencillamente, es en lo tibio.