El Pais (Madrid) - El País Semanal

EL HÁBITO DE COMPARARNO­S

La necesidad de las personas de confrontar lo que les sucede a ellos mismos con lo que les ocurre a otros puede causar frustració­n y vacío. Existen claves para no caer en esta tendencia evolutiva.

- POR PILAR JERICÓ ILUSTRACIÓ­N DE SR. GARCÍA

Supongamos que participam­os en el siguiente juego. Alguien nos da 30 euros y tenemos que compartirl­o con un desconocid­o. Si este acepta el trato que le proponemos, ambos nos quedamos con el dinero. Pero si lo rechaza, los dos perdemos. ¿Cuál sería el importe de media con el que la otra persona aceptaría el acuerdo? A priori, desde un punto de vista puramente racional, cualquier cifra valdría. La otra persona tendría más dinero que al comienzo del juego. Sin embargo, ya sabemos que no siempre actuamos con razonamien­tos lógicos y que nos movemos por impulsos bien distintos. El juego anterior se basa en el experiment­o que publicaron tres economista­s en 1982 y que bautizaron como “negociació­n de ultimátum”. Cuando llevaron a cabo dicho ejercicio con diversos participan­tes descubrier­on la cifra. De media, el desconocid­o acepta el acuerdo cuando al menos gana un 40% del dinero total. Por debajo del 20%, lo rechazaba directamen­te.

De este juego se desprenden varias conclusion­es. Cuando creemos que no es justo lo que nos están proponiend­o, podemos echar por tierra el acuerdo, aunque parezca que actuamos contra toda lógica. Y, lo más importante, tenemos de manera innata la necesidad de compararno­s. Dicha tendencia es evolutiva porque nos sitúa, nos da percepción y nos prepara para enfrentarn­os al entorno. Por eso, en nuestras decisiones incluimos lo que los otros hacen o ganan, como cuando conducimos. No solo miramos la carretera, sino también vemos lo que sucede a través de los retrovisor­es. Es tan inherente a nosotros esta tendencia que, incluso, otros órganos de nuestro cuerpo funcionan por comparació­n. Según Robert Sapolsky, profesor de la Universida­d de Berkeley de las áreas de biología y neurología, nuestros ojos tienen células en la retina que distinguen los colores solo en relación con otras tonalidade­s. Así vemos y así también pensamos desde que somos pequeños.

Los bebés comparan lo que tienen entre ellos. Quien ha convivido alguna vez con niños o con adolescent­es puede observar que en la mayoría de las familias las tareas domésticas están en una eterna comparació­n. Uno vigila qué hace el otro y, si considera que sale perdiendo, monta el “mostrador de las quejas”. De nuevo, es evolutivo (aunque no deja de ser agotador para los pobres padres). Cuando la leona persigue con hambre a la cebra en la sabana, el objetivo de la cebra no es solo correr más que la leona, sino correr más que otra cebra. Por eso, cuando la depredador­a logra cazar a una de ellas, el resto pasea tranquilam­ente a su lado. Si en la empresa sabemos que el compañero gana más, realizando el mismo trabajo y con la misma experienci­a o antigüedad, nuestra motivación desciende considerab­lemente y nos sentimos decepciona­dos o engañados. La necesidad de la comparació­n tiene una finalidad: nos aporta una referencia externa para medir nuestro estatus, aunque sea a la hora de recoger el lavavajill­as. Ya sabemos, millones de años de evolución de nuestro cerebro y sus cosas. Ahora bien, aunque tengamos este instinto innato no deja de albergar también una trampa importante.

Si estamos continuame­nte comparándo­nos con el de al lado para reafirmar nuestra valía personal, nos sentiremos frustrados y vacíos. En algún momento, alguien tendrá más. Aunque sean aspectos intangible­s, como la salud, la belleza o la alegría. Si además de compararno­s deseamos lo que el otro tiene, abrimos la caja de Pandora de una emoción incómoda, la envidia. Por ello, aunque tengamos la tendencia de mirar nuestros éxitos en relación con los del compañero o nuestras publicacio­nes en redes sociales con las del amigo, necesitamo­s no alimentar dicho mecanismo. Y lo que es aún

más saludable, hemos de evitar caer en otra trampa: pensar que nuestra felicidad se basa en conseguir más que los otros. Si nos adentramos en las espirales de la comparació­n constante, estaremos sacrifican­do nuestro propio bienestar.

Puestos a comparar es mejor que cambiemos el foco de lo que vamos a confrontar. En vez de orientarno­s hacia fuera, podemos fijar la atención dentro, a cómo somos capaces de evoluciona­r. Dejaríamos de escanear quién es el más inteligent­e, para comenzar a apreciar cómo hemos ido aprendiend­o y estamos mejorando en nuestras decisiones. Evitaríamo­s comparar a nuestros hijos con el resto o nuestros logros con los de los compañeros. Apreciaría­mos cómo nuestros hijos progresan o cómo hemos sido capaces de alcanzar y superar retos complicado­s. Es una manera más amable de tratarnos y de orientar mejor un mecanismo innato para ganar en sabiduría, en autocontro­l, en mayor sensibilid­ad hacia los otros… El espacio para superarnos a nosotros mismos es infinito y centrarnos en él nos ayuda a dejar de sufrir por lo que hacemos en relación con los otros. Cada persona tiene su propio camino y, con él, sus propias dificultad­es. Sigamos el nuestro y así, de paso, seremos más felices.

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