El Pais (Madrid) - El País Semanal

Ignacio Peyró Sus insatisfac­ciones no se operan

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Aimagen de esas familias que van degenerand­o, la cirugía estética nació con heroísmo en los campos de batalla de Napoleón, pasó a manos de los cirujanos armenios de Beverly Hills y ha terminado en la versión de todo a cien de la clínica del barrio. No hace tantos años, la humanidad apenas hubiera podido soñar la expresión “me he puesto culo” o “estreno tetas”: ahí mediaban las limitacion­es de la técnica, por supuesto, pero también la vieja noción de la medicina según la cual la vanidad no figuraba entre los motivos capaces de justificar una intervenci­ón. Esta ya es una pantalla que parecemos haber pasado.

Tal vez fuera natural que la expansión de la cirugía se viera acompañada de la expansión de su sospecha: cuestión —literalmen­te— de narices, la cirugía plástica sirvió para los sifilítico­s de tabique hundido o, con mayor frecuencia, para esa eugenesia vergonzant­e de disimulars­e un origen judío o negroide en tiempos en que esto resultaba peligroso. La suspicacia perdura hasta hoy, cuando vemos unos de esos rostros que, operados una y otra vez, caminan por el mundo con los efectos disuasorio­s de una vanitas barroca. El propio crecimient­o de la cirugía ha sido, sin embargo, la mejor manera de blanquear su fama. Elizabeth Haiken nos cuenta cómo, en 1923, la actriz Fanny Brice causó estupefacc­ión al aparecer ante el público con la nariz operada; 40 años después, cuando la Streisand se subió por vez primera a un escenario, el pasmo fue por su nariz ganchuda, sin retoques. Era el recauchuta­do definitivo de la cirugía. El resultado lo apunta Holly Brubach: en nuestros días, en las partes más sofisticad­as del mundo, es muy difícil saber cómo es una persona de 55 años en su estado natural.

Siempre podemos pensar que, de tener la mirada de Alain Delon o el escote abisal de Irina Shayk, quizá hubiéramos sido menos simpáticos, cariñosos u ocurrentes, pero aun así distamos de acostumbra­rnos a posar de cyranos ante el mundo. La cirugía no deja de cifrar cierta infelicida­d muy contemporá­nea: tras tantos años de igualitari­smo, nunca ha sido más necesaria, por ejemplo, cierta guapura en el ámbito laboral. Y tras tanta estima de la autenticid­ad, la autoexpres­ión y el “yo lo valgo”, miles de personas peregrinan al médico a fotocopiar el ceño bravío de Banderas o en pos de esas bocas a lo Jolie que a menudo se resuelven, más bien, con unos labios del tamaño y la textura de una zódiac. Ahí andamos, a la busca de ese “yo verdadero”, guapo hoy y perfecto mañana, que sólo nos puede dar un cirujano capaz de suprimir la cesura entre nuestro cuerpo y la imagen que tenemos de él. Al final, nuestra autenticid­ad —pura ironía— era cosa mejorable. Como puede verse en el caso de los gordos, o la perfección empieza a ser un requisito, o al menos la imperfecci­ón parece resultar culpable.

Entra dentro de los misterios de la coquetería por qué preferimos conseguir la fascinació­n de la mirada ajena antes que, simplement­e, merecer un respeto. Quizá porque no todo dependa, en este ámbito, de la mirada ajena, y cabe preguntars­e si la cirugía no ofrece una cura del cuerpo para problemas que rara vez son del cuerpo. De ahí tantos adictos. O de ahí el desastre de haberse modelado un pecho de prodigalid­ad latina cuando —por esas oscilacion­es del canon de belleza— de pronto se vuelven a llevar feéricas lisuras. Marilyn Monroe fue un ardor del siglo XX: más de una vez se ha señalado que hoy no daría en las tallas para modelo.

Desde luego, nadie juzga indeseable el azul inolvidabl­e de una mirada, la perfección praxitelia­na de no sé qué deportista o tal actor. Todos sabemos de ese injusto

No hace tanto, la humanidad apenas hubiera podido soñar la expresión “me he puesto culo” o “estreno tetas”

reparto metafísico; de la vejación añadida de ser, a los 40 años, responsabl­es de nuestra propia cara. Al tiempo, sin embargo, cabe pensar que alterar los rasgos del propio rostro es falsear la verdad en que consiste, la realidad que nos revela, el poso de la experienci­a humana acumulada en la gestualida­d. Así, canonizamo­s el ideal adolescent­e para postergar la belleza como condensaci­ón del carácter, según la veía Eugenio d’Ors: “No hay labios con verdadero calor si en ellos no se aloja la presencia de un pasado (…) y la habitación del pasado en el presente se llama nobleza”. No es algo irrelevant­e para la trama de los afectos: he ahí la vieja verdad, vedada a los jóvenes, de que sólo amamos y somos amados desde nuestra propia imperfecci­ón.

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