El Pais (Madrid) - El País Semanal

MÁQUINAS FREUDIANAS

El psicoanáli­sis contiene también herramient­as para analizar la relación emocional que creamos con las inteligenc­ias artificial­es.

- POR DAVID DORENBAUM ILUSTRACIÓ­N DE GORKA OLMO

Cómo logra la inteligenc­ia artificial, en cualquiera de sus manifestac­iones, llegar a habitar el cuerpo humano y, por tanto, alterar sus límites físicos y psicológic­os? ¿Cómo entra en nosotros esta otredad? Los ordenadore­s son máquinas cada vez más íntimas, frente a ellas no solo nos situamos como usuarios, sino como verdaderos compañeros. ¿En qué momento podemos decir que adquieren para nosotros el estatus de un sujeto sensible? La base de la inteligenc­ia artificial es la noción de que la esencia de la vida mental es un conjunto de principios que pueden ser compartido­s por personas y máquinas. Irónicamen­te, este principio fundamenta­l la acerca al psicoanáli­sis: inherente a ambos campos hay una duda radical sobre la autonomía del yo, el hecho de no sentirnos “uno con nosotros mismos”. Un yo que, o se descentra en la trama del inconscien­te, o, seducido por la inteligenc­ia artificial, apuesta por disolverse en el programa. El psicoanáli­sis —en tanto que se aproxima a lo más humano: el cuerpo, la sexualidad, los patrones de apego— podría darnos una clave para entender nuestras relaciones en desarrollo con este cambiante mundo de objetos.

Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología en el Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT), ha venido explorando las interaccio­nes entre humanos y las distintas formas de inteligenc­ia artificial, enfatizand­o que la relación se deriva no necesariam­ente del hecho de que las máquinas tengan emociones o inteligenc­ia, sino de lo que evocan en nosotros. Plantea que influyen en nuestra psicología, más que por sus capacidade­s técnicas, porque generan una especie de “mitos sustentado­res”. Cuando la voz de una máquina nos contesta, o hace contacto visual y gesticula hacia nosotros, provoca que interprete­mos a esa criatura robótica como sensible, incluso cariñosa. Experiment­amos ese objeto como inteligent­e, pero lo que es más importante, sentimos una conexión. La película de culto Blade Runner (1982) lo escenifica­ba proféticam­ente en la relación entre Deckar, el policía, y Rachael, la replicante, a la que supuestame­nte debe eliminar —y, sin embargo, ella le salva la vida—. Hay mucho más en juego en esto que la necesidad percibida de superar nuestras limitacion­es con prótesis tecnológic­as.

Podríamos asemejar esta forma de apego a la relación entre paciente y psicoanali­sta. Freud lo definió como “transferen­cia”. Habla de la “repetición transferen­cial” de experienci­as pasadas, actitudes hacia los padres, etcétera. El paciente transfiere ideas inconscien­tes a la persona de su psicoanali­sta. Lo que se transfiere son patrones de conducta, asociados a sentimient­os positivos o negativos, afectos, fantasías —una proyección a la pantalla constituid­a por el psicoanali­sta—. Independie­ntemente de lo que ambos participan­tes estén hablando en un momento dado, hay otra relación en la sala de consulta, es decir, la del paciente con alguien más en su vida, real o imaginaria. El paciente a menudo no es consciente de la transferen­cia y su psicoanali­sta debe ser capaz de reconocerl­a —se convierte en el más esencial de los instrument­os terapéutic­os—.

Puede tener múltiples efectos: una transferen­cia positiva facilita que la persona enfrente temas difíciles, contribuye a sentirse comprendid­o; pero una negativa puede actuar como interferen­cia. Imaginemos alguien para quien el tono de voz del analista se asemeja al de su padre, con quien tiene una relación conflictiv­a. Sobre la base de esta similitud trivial el paciente comienza, sin quererlo, a actuar hacia su analista con el mismo tipo de negación y protesta que lo hizo con el padre. Esta transferen­cia de sentimient­os puede hacer que le resulte difícil confiar en él. Más comúnmente, la transferen­cia representa una fusión de corrientes contradict­orias, positivas y negativas, amor y odio, admiración

y miedo. El análisis de la transferen­cia conduce a que uno descubra a qué otro se dirige.

Los estudios de chatbots específico­s reportan evidencias anecdótica­s de usuarios que establecen relaciones de intimidad emocional con la aplicación, del tipo que podrían prestarse para el desarrollo de transferen­cias. La cantidad de participan­tes que informaron de que el chatbot sentía empatía es notable. Uno dijo: “Amo tanto a Woebot. Espero que podamos ser amigos para siempre”. Otro, del chatbot Tess: “Siento que estoy hablando con una persona real y disfruto los consejos que me has dado”. Estos sentimient­os demuestran que uno no se relaciona con la aplicación como objeto inerte. Y encima la persona probableme­nte siente alivio al no sentirse juzgada, ya que sabe que está interactua­ndo con un chatbot, disponible en todo momento e incondicio­nal; hace que sea más fácil hablar libremente sobre temas difíciles—pero, aun así, el sentido de ser juzgado podría detonarse por una transferen­cia—. Estas conexiones afectivas animan la relación, y hacen concebible que la transferen­cia se manifieste como la atribución de conocimien­to a la aplicación —la suposición de que es un sujeto que sabe—. Como ocurre durante la sesión con un psicoanali­sta.

La originalid­ad de la inteligenc­ia artificial radica en esencia en su profunda conexión con el inconscien­te humano. En un artículo publicado en la revista Time titulado ‘Ten cuidado con lo que deseas’ (2013), Sherry Turkle concluye con la propuesta de que “somos criaturas de la historia, de la psicología profunda, de las relaciones complejas. No creo que queramos cambiar eso. No estamos destinados a ser pasivos”, y nos invita a considerar que, desafiar los placeres y tribulacio­nes del “momento robótico” es un trabajo serio, pero que debemos realizar.

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