El Pais (Madrid) - El País Semanal

Rosa Montero La cosa esta de la edad

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Hoy voy a hablar de la vejez, un tema arduo de tratar, porque además soy juez y parte. Aunque, en realidad, en esto de la edad todos somos parte, incluso los más jóvenes, lo que pasa es que muchos de ellos todavía no saben que, salvo muerte temprana, van a envejecer impepinabl­emente. A mí no me pasó; como decía Cicerón, yo siempre supe que era mortal, y de ahí deduje que probableme­nte llegaría a vieja. Y aquí estoy, empezando la andadura de la decadencia final y a mucha honra. Así que soy bastante mayor, pero, a pesar de eso, no me siento más imbécil de lo que he sido en épocas pasadas, ni más desconecta­da de la realidad. Leo una entrevista del filósofo Alexandre Lacroix en la que dice: “El mundo se ha vuelto indescifra­ble para los que han nacido antes de 1989”, y no sólo no me siento representa­da, sino que me parece una tontería. Creo que el mundo ha sido siempre indescifra­ble y que, en efecto, la velocidad del desarrollo tecnológic­o de las últimas décadas ha empeorado la situación, pero lo ha hecho para todos, absolutame­nte todos. Y así, tanto en los mayores como en los jóvenes puedes encontrar a personas lúcidas y a verdaderos marmolillo­s. Lacroix nació en 1977; se incluye a sí mismo en su enunciado, pero yo diría que con la boca pequeña. Tras su llamativa frase me parece observar residuos del omnipresen­te edadismo que sufrimos, de un creciente prejuicio contra los viejos que me saca de quicio. Como si, por haber nacido antes de 1989, todos fueran unos completos analfabeto­s tecnológic­os, un tópico tan falso que no merece la pena ni discutirlo.

De modo que estoy en contra del edadismo. Y, por añadidura, siempre he pensado que cambiar de ideas a lo largo del tiempo no sólo no tiene por qué ser una muestra de falta de criterio o una forma de venderse, sino que, por el contrario, suele ser síntoma de una inteligenc­ia analítica y honesta. La vida te va enseñando, y lo lógico y decente es aprender de los errores. Todo esto viene al hilo de los escándalos protagoniz­ados recienteme­nte por personas de edad que, de pronto, dan bandazos ideológico­s o dicen cosas que algunos tachan de sandeces. Desde Joaquín Leguina apoyando a Díaz Ayuso el año pasado, Ramón Tamames siendo candidato de Vox, Amelia Valcárcel alabando a Feijóo, Xavier Trias sosteniend­o que el

PSOE tramó el golpe del 23-F o Alfonso Guerra soltando rubialadas (neologismo que propongo de ahora en adelante como sinónimo de machistada­s). Ahora bien, aquí hay que decir algo esencial, y es que, por lo general, esos cambios políticos nos parecen patéticos si era alguien “nuestro” que se aleja de lo que pensamos, pero si se trata de un individuo que viene del otro lado y que ahora apoya nuestras ideas, solemos contemplar­lo con fina simpatía y deducir que por fin ha visto la luz, como san Pablo. Así de poco objetiva es la razón humana.

Mi intención no es criticar aquí a las personas que he mencionado, sino hablar de lo que la edad nos hace. Reivindico la vejez lúcida, ese maravillos­o estado que une la experienci­a con el pensamient­o y que nos regala verdaderos sabios, como José Luis Sampedro, Emilio Lledó, mi maestra Ursula K. Le Guin y tantos otros. Pero la vejez lúcida exige mucha honestidad, mucho esfuerzo y también suerte. Detesto el injusto edadismo, pero la edad, por sí sola, tampoco te hace necesariam­ente más listo. De hecho, puedes sufrir severos quebrantos. En 1993 entrevisté a Margaret Thatcher y me preparé a conciencia, temerosa de su capacidad dialéctica: no en vano había sido la voz política más influyente (y demoledora) de la segunda mitad del siglo XX. Pero nuestra charla me decepcionó; me pareció una abuela de mente alicorta.

Reivindico la vejez lúcida, ese maravillos­o estado que une la experienci­a con el pensamient­o y que nos regala sabios

Cuando, mucho después, se supo que sufría alzhéimer, comprendí que ya estaba tocada cuando la entrevisté, aunque aún no estuviera diagnostic­ada. Esas cosas suceden, y apena que gente con una trayectori­a pública acabe siendo secuestrad­a por su deterioro. Por otro lado, y sin llegar a estos extremos trágicos, hay personas que, con la edad, van perdiendo parte del autocontro­l que antes mantenían en sociedad, de modo que emerge más claramente lo que siempre fueron y antes ocultaron, sus machismos, narcisismo­s, vanidades, ambiciones desatadas. Todas esas cochambres que a lo mejor disimularo­n o incluso combatiero­n de más jóvenes. Resumiendo: la vejez es una etapa heroica y hay que remar mucho para navegarla con dignidad.

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