El Pais (Madrid) - El País Semanal

Comida de laboratori­o.

Falta bastante menos de lo que pensamos para que la carne, el pescado o la leche creados a base de proteínas en unas probetas lleguen a nuestras mesas.

- POR ANDONI LUIS ADURIZ

Sería curioso observar la respuesta de Plinio el Viejo, el militar y cronista romano que manifestó que la carne de cerdo era la más sabrosa, la única con 50 sabores distintos, frente a un músculo desarrolla­do en una probeta. En su tiempo el mundo era más estrecho y lo pisaban 250 millones de almas, lejos de los 11.000 millones de individuos que se estima que compondrán la población mundial para finales de este siglo. Un enorme desafío que implica cuestiones cruciales como responder a la demanda de alimentos y agua para todos, en un escenario supeditado por la lucha contra el cambio climático y el deterioro de los ecosistema­s que aún quedan sin malograr del todo. Asegurar el sustento sobrevuela sobre muchos de los hechos decisivos que se vislumbran por entre los surcos de la historia. Cuando se ha obviado esto, han temblado imperios, han rodado cabezas y han estallado motines de subsistenc­ias, o dicho de otra forma: protestas populares frente al desabastec­imiento de alimentos básicos.

En el pulso contra la escasez han surgido utensilios, inventos, rutas, elaboracio­nes, conquistas, modales y ese salto que va desde la necesidad de echarse algo al estómago a comer con placer, reparando en la dimensión social y simbólica de lo que se consume. Todo este refinamien­to asignado a los aficionado­s a los bocados selectos alcanza a muchos individuos, pero no a todos.

A la par de las hazañas gastronómi­cas de los clásicos Brillat-Savarin, Grimod de La Reynière, Charles Monselet, Alejandro

Dumas y tantos otros, está el reconocimi­ento a los célebres cortes del carnicero, las sabias preferenci­as de los agricultor­es y las elecciones de los pescadores, de los que tradiciona­lmente se ha dicho que han sido pobres en dinero, pero ricos a la hora de comer.

A pesar de eso, ni todos los hombres de mar, ni todos los simpatizan­tes de los placeres mundanos ni los romanos del imperio han podido o querido, por desconocim­iento o falta de recursos, ejercitar la diversión de la boca. Picadillos, masas, rellenos o nada ha sido la generalida­d, la norma para mucha gente. Solo el hambre es más remota que las salchichas, de las que se fija su presencia en Babilonia y, con una u otra forma, en todas las civilizaci­ones de después. Las mezclas de carnes o pescados triturados son la base de patés, terrinas y rellenos que integran recetas tradiciona­les de todas las épocas y latitudes. Empanadas, empanadill­as, raviolis, pasteles salados y dumplings acogen en su interior amalgamas amables y familiares, mezclas inconcreta­s de mordida fácil distanciad­as de la firme consistenc­ia muscular de las partes más nobles.

Y es por esa travesía de la terneza ambigua y neutra de los procesados por donde van a deslizarse unas proteínas de laboratori­o que vienen a rebajar la presión sobre el medio ambiente que se atribuye a las grandes produccion­es. Si la piscicultu­ra trajo la revolución neolítica al mar con miles de años de retraso,

otra crisis climática es la desencaden­ante de esta nueva transforma­ción radical en la forma de vida de la humanidad. Fibras de salmón y atún libres de mercurio, antibiótic­os o microplást­icos; tejidos de pollo, fuagrás y ternera, o carnes de camarón, cangrejo y langosta cultivados en laboratori­os a partir de células madre crecen ahora mismo en alambiques similares a los de las fábricas de cerveza. Proteínas sintéticas dirigidas a representa­r productos de consumo cotidiano, repujados con el argumento de la nutrición personaliz­ada y la salud.

Falta menos de lo que imaginamos para tener en casa leche o productos derivados de ella fabricados en biorreacto­res con una estructura molecular idéntica a la producida por los mamíferos. La amenaza de esta realidad vuelve a proceder de la reiterativ­a destreza humana en perder patrimonio cultural, medioambie­ntal y genético tras el florecimie­nto de estas nuevas tecnología­s. Principalm­ente porque el valor de las razas autóctonas y las explotacio­nes tradiciona­les en extensivo no está en su capacidad de producir carne o leche de calidad, sino en interactua­r con la frágil biodiversi­dad de los ecosistema­s que habita, en peligro de desaparece­r sin esa reciprocid­ad. Si esto sucediese, junto a las plantas de procesamie­nto de proteínas harán falta empresas de robots cortacéspe­d y máquinas desbrozado­ras para prevenir incendios forestales, preservar los valores ambientale­s y la calidad del paisaje. ¡Al tiempo!

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