El Pais (Madrid) - El País Semanal
Comida de laboratorio.
Falta bastante menos de lo que pensamos para que la carne, el pescado o la leche creados a base de proteínas en unas probetas lleguen a nuestras mesas.
Sería curioso observar la respuesta de Plinio el Viejo, el militar y cronista romano que manifestó que la carne de cerdo era la más sabrosa, la única con 50 sabores distintos, frente a un músculo desarrollado en una probeta. En su tiempo el mundo era más estrecho y lo pisaban 250 millones de almas, lejos de los 11.000 millones de individuos que se estima que compondrán la población mundial para finales de este siglo. Un enorme desafío que implica cuestiones cruciales como responder a la demanda de alimentos y agua para todos, en un escenario supeditado por la lucha contra el cambio climático y el deterioro de los ecosistemas que aún quedan sin malograr del todo. Asegurar el sustento sobrevuela sobre muchos de los hechos decisivos que se vislumbran por entre los surcos de la historia. Cuando se ha obviado esto, han temblado imperios, han rodado cabezas y han estallado motines de subsistencias, o dicho de otra forma: protestas populares frente al desabastecimiento de alimentos básicos.
En el pulso contra la escasez han surgido utensilios, inventos, rutas, elaboraciones, conquistas, modales y ese salto que va desde la necesidad de echarse algo al estómago a comer con placer, reparando en la dimensión social y simbólica de lo que se consume. Todo este refinamiento asignado a los aficionados a los bocados selectos alcanza a muchos individuos, pero no a todos.
A la par de las hazañas gastronómicas de los clásicos Brillat-Savarin, Grimod de La Reynière, Charles Monselet, Alejandro
Dumas y tantos otros, está el reconocimiento a los célebres cortes del carnicero, las sabias preferencias de los agricultores y las elecciones de los pescadores, de los que tradicionalmente se ha dicho que han sido pobres en dinero, pero ricos a la hora de comer.
A pesar de eso, ni todos los hombres de mar, ni todos los simpatizantes de los placeres mundanos ni los romanos del imperio han podido o querido, por desconocimiento o falta de recursos, ejercitar la diversión de la boca. Picadillos, masas, rellenos o nada ha sido la generalidad, la norma para mucha gente. Solo el hambre es más remota que las salchichas, de las que se fija su presencia en Babilonia y, con una u otra forma, en todas las civilizaciones de después. Las mezclas de carnes o pescados triturados son la base de patés, terrinas y rellenos que integran recetas tradicionales de todas las épocas y latitudes. Empanadas, empanadillas, raviolis, pasteles salados y dumplings acogen en su interior amalgamas amables y familiares, mezclas inconcretas de mordida fácil distanciadas de la firme consistencia muscular de las partes más nobles.
Y es por esa travesía de la terneza ambigua y neutra de los procesados por donde van a deslizarse unas proteínas de laboratorio que vienen a rebajar la presión sobre el medio ambiente que se atribuye a las grandes producciones. Si la piscicultura trajo la revolución neolítica al mar con miles de años de retraso,
otra crisis climática es la desencadenante de esta nueva transformación radical en la forma de vida de la humanidad. Fibras de salmón y atún libres de mercurio, antibióticos o microplásticos; tejidos de pollo, fuagrás y ternera, o carnes de camarón, cangrejo y langosta cultivados en laboratorios a partir de células madre crecen ahora mismo en alambiques similares a los de las fábricas de cerveza. Proteínas sintéticas dirigidas a representar productos de consumo cotidiano, repujados con el argumento de la nutrición personalizada y la salud.
Falta menos de lo que imaginamos para tener en casa leche o productos derivados de ella fabricados en biorreactores con una estructura molecular idéntica a la producida por los mamíferos. La amenaza de esta realidad vuelve a proceder de la reiterativa destreza humana en perder patrimonio cultural, medioambiental y genético tras el florecimiento de estas nuevas tecnologías. Principalmente porque el valor de las razas autóctonas y las explotaciones tradicionales en extensivo no está en su capacidad de producir carne o leche de calidad, sino en interactuar con la frágil biodiversidad de los ecosistemas que habita, en peligro de desaparecer sin esa reciprocidad. Si esto sucediese, junto a las plantas de procesamiento de proteínas harán falta empresas de robots cortacésped y máquinas desbrozadoras para prevenir incendios forestales, preservar los valores ambientales y la calidad del paisaje. ¡Al tiempo!