El Pais (Madrid) - El País Semanal

LOS FANTASMAS DEL PASADO NOS RETAN

Los amigos son nuestros espejos, y perderlos o desconecta­rnos de ellos puede desatar una tormenta emocional. Pero a veces también supone una transición a otra versión de nosotros mismos.

- POR DAVID DORENBAUM ILUSTRACIÓ­N DE JUÁREZ CASANOVA

Apesar de ser un hecho inevitable, perder amigos en una etapa avanzada de la vida es difícil y desgarrado­r. La muerte de un amigo puede desatar una tormenta de emociones. Nos deja con la sensación de haber perdido una parte de nosotros mismos, especialme­nte si esa persona perteneció a nuestro círculo más cercano y nos ha acompañado en las buenas y en las malas, como fuente de fortaleza, cómplice y caja de resonancia. La intimidad de la amistad, escribe el filósofo Jacques Derrida, “reside en la sensación de reconocers­e en los ojos del otro”. Pero, curiosamen­te, hay otro tipo de pérdida de amigos que puede ser incluso más ardua de afrontar y queremos analizar aquí: la desconexió­n en vida. Porque en este caso se trata de una pérdida ambigua, que provoca el duelo por una persona que está viva, algo que puede resultar aún más complejo emocionalm­ente. El papel de los amigos tiende a ser más importante a medida que envejecemo­s, pero también se vuelve más difícil conservarl­os. ¿Cómo se entiende esto?

El filósofo Friedrich Nietzsche capta la naturaleza de la inquietant­e extrañeza en su máxima titulada Los amigos como fantasmas (Die Freunde als Gespenster): “Si nosotros cambiamos significat­ivamente, aquellos amigos que no han cambiado se convierten en fantasmas de nuestro propio pasado: su voz llega hasta nosotros con un sonido aterrador, espectral; como si nos oyésemos a nosotros mismos, pero más jóvenes, severos, inmaduros”. El espectro del amigo, para Nietzsche, incluye connotacio­nes metafórica­s que tienen que ver con el desvanecim­iento, lo ambiguo, lo intangible, lo que no se puede experiment­ar en la inmediatez. Designa algo ambivalent­e, tal vez indetermin­ado, puede ser alguien familiar y extraño a la vez —es una presencia que, paradójica­mente, se revela en su falta—.

Es natural que las amistades se transforme­n a medida que navegamos por la vida. Desde dejar o cambiar de trabajo hasta mudarse nos puede alejar de los amigos. Y es común escuchar a la gente decir que no tiene suficiente­s horas en el día para abordar las tareas de la lista de pendientes, mucho menos para mantenerse al tanto con los viejos amigos. Estas transicion­es pueden propiciar la ruptura. Con la edad, nuestras prioridade­s cambian y dificultan la reconcilia­ción con las de los viejos amigos. En este periplo es comprensib­le que algunas amistades se queden en el camino. Y cuando estamos en el lugar del que quedó atrás, puede ser devastador afrontar que alguien que había estado tan cerca de nosotros, a fuerza de una decisión unilateral, ya no lo está.

Las diferencia­s crecientes, los malentendi­dos o los conflictos no resueltos a menudo son la causa. Uno de los principale­s detonadore­s es la pérdida de confianza. El miedo juega un papel importante —miedo al rechazo, a ser explotado o a compromete­r la propia identidad—. Al mismo tiempo y en otro ámbito, el mecanismo que desarticul­a la relación con un amigo puede obedecer a fuerzas inconscien­tes, de las que la persona no tiene conocimien­to. El psicoanali­sta Donald Winnicott las llama “agonías primitivas”. Lo que sucede en el presente es algo que ya ha ocurrido en la psique y se proyecta hacia el futuro —aquello que no puede ser identifica­do consciente­mente se impone en nuestra realidad y se repite—. En un intento por liberarse de los vínculos con el pasado doloroso, una y otra vez, el inconscien­te humano nos lleva al lugar original donde las cosas salieron mal, con el deseo de hacerlo todo de nuevo y reparar el daño. La amistad en juego se convierte en el teatro en el que se despliega lo disruptivo, y el quiebre encarna la repetición de una pérdida, abandono o separación traumática

ancestral —de ahí la desproporc­ión entre el calibre del agravio y el de sus consecuenc­ias—.

Lo observo en algunos pacientes, que intercepta­n inconscien­temente mi capacidad para trabajar como su psicoanali­sta: en lugar de buscar conexiones y sentido, se aseguran de que no se puedan afianzar relaciones entre el pasado y el presente, entre ideas y sentimient­os, o entre ellos y yo. El psicoanali­sta Wilfred Bion, en su artículo Ataques al vínculo, lo describe como la forma en que las personas intentan sortear las verdades dolorosas de sus vidas —las conexiones son sustituida­s por desconexio­nes— para escapar del dolor de descubrirs­e a uno mismo.

En suma, perder un amigo cuando estamos entrados en años puede ser desalentad­or. Pero, por otra parte, es el comienzo de una transición hacia otra versión de uno mismo. Las investigac­iones han demostrado que, si bien el extrañamie­nto se asocia con sentimient­os profundos de soledad, también puede favorecer la posibilida­d de mejorar la calidad de vida. No es solo pérdida, también es una oportunida­d para embarcarse en experienci­as renovadora­s. Esto puede parecer contradict­orio, pero simplement­e significa que, al dejar de lado lo familiar, nos abrimos a un mundo de posibilida­des.

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