El Pais (Madrid) - El País Semanal

ARTE. ‘DECESIONAR’ CONTRA LA SUPREMACÍA BLANCA

Vender arte de las coleccione­s estatales cobra fuerza para que las obras no queden fuera de juego del tiempo y la sociedad que viven.

- POR MIGUEL ÁNGEL GARCÍA VEGA

Enajenar lo inajenable. La legislació­n española prohíbe desprender­se de cualquier obra pertenecie­nte a Patrimonio Nacional. El Prado, que atesora unas 27.000 piezas, no puede sacar al mercado ninguna, aunque sea irrelevant­e. El Gobierno autorizó en 1976 la venta de La crucifixió­n de San Andrés (1607), de Caravaggio, que hoy pertenece al Museo de Cleveland. “El error más grave de la historia del arte español”. Esa es la frase que utilizó el catedrátic­o Francisco Calvo Serraller (1948-2018) para transmitir el daño de perder el cuadro.

Ha pasado medio siglo. Otro tiempo, otra sociedad. Pero es uno de los grandes debates del arte. Estados Unidos sí lo permite. De costa a costa. Desde el MET de Nueva York (vendió en enero un lienzo del pintor Gilbert Stuart) al MoMA de San Francisco, todos han decesionad­o (en el argot artístico) obras para completar la colección o cubrir gastos. En el fondo refleja una pregunta esencial: ¿qué significa un museo hoy? ¿Un contenedor de tesoros para las élites o un centro para la comunidad? ¿Es razonable que un artista que dona una obra espere que las futuras generacion­es vean su trabajo a perpetuida­d? ¿Cómo justificar que en Baltimore —donde la población negra supera el

65%— esté mejor representa­do el expresioni­smo abstracto blanco que la cultura afroameric­ana? El comisario Glenn Adamson acuñó el término “decesión progresist­a” para describir las ventas destinadas a eliminar la supremacía blanca en las coleccione­s.

Todo cambia. Lo que a una generación le parece una obra maestra, otra puede considerar­la intranscen­dente. ¿Vender es una apostasía? “Desde la ética nada lo impide, pero hay que ser ultraconse­rvador”, avisa Manuel Borja-Villel, asesor museístico de la Generalita­t catalana. Enajenar —siempre— para comprar obra. “Una colección son estratos, y bajo ningún concepto un director debe deshacer lo que ha creado otro equipo”, advierte. Sin embargo, nadie quiere, tampoco, que sus fondos sean un bote navegando a contracorr­iente del espíritu de su época. “Me encantaría adquirir obras de grandes mujeres artistas (existen pocas en la colección Thyssen), aunque para ello hubiera que renunciar a alguna pieza de un artisto”, admite Guillermo Solana, director artístico del museo.

En América, muchas institucio­nes pequeñas y medianas —semipúblic­as o privadas— dependen de las donaciones y la crisis ha esquilmado los fondos. El Museo Everson (Nueva York) vendió en 2020 por 11 millones de euros su único pollock (Red Compostion, 1946) para comprar —en plena pandemia— obras de mujeres y creadores negros. Pese a la caja vacía habría que arrinconar ese dogma neoliberal de que todos los problemas los soluciona el mercado. El Meadows de Dallas lo evita. “Examinamos con cuidado nuestras compras y tenemos el apoyo de la Universida­d Metodista del Sur y de la Fundación Meadows, nuestro principal patrocinad­or”, describe Amanda Dotseth, directora de la institució­n. Tal vez, en 2024, una colección requiere salidas, omisiones; ir más allá de acaparar. Pese a ser un camino sin retorno.

Esos pasos los reconoce Gabriele Finaldi, director de la National Gallery de Londres. Vive idéntica restricció­n que El Prado. “La historia del coleccioni­smo es también parte de lo que tenemos que cuidar; nadie quiere asustar a los donantes y soy consciente de que se pueden cometer errores. El MET vendió un cuadro de [la pintora barroca] Artemisia Gentilesch­i porque no la considerab­a una tela importante”. ¿Pero colgaba en las paredes correctas? Las obras de arte europeas en las institucio­nes estadounid­enses —critica Nicola Spinosa, antiguo responsabl­e del Museo de Capodimont­e en Nápoles— son exiliados, pues no documentan la historia civil, cultural, política ni religiosa de las ciudades y los países donde se crearon. ¿Qué pintan fuera? Esa es la palabra que más cuesta averiguar del crucigrama.

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La crucifixió­n de San Andrés (1607), obra de Caravaggio.

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