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CULTURA. JUANA BACALLAO: UNA VERDAD DEMASIADO PESADA PARA CUBA

La vida de la popular cantante (19252024) desgrana los últimos 100 años del país. Su figura encarna un boceto para entender lo que fue y lo que es hoy la isla.

- POR ABRAHAM JIMÉNEZ ENOA

Una mujer negra que pasó su infancia en un colegio de monjas oblatas porque quedó huérfana siendo una niña. De joven se ganó la vida como empleada de limpieza hasta que, en la escalera de un edificio ubicado entre las calles Laguna y Perseveran­cia de Centro Habana, Obdulio Morales, un reconocido compositor, la escuchó cantar mientras realizaba su labor. Morales la invitó a audicionar para un proyecto llamado El milagro de Oshún —diosa yoruba de los ríos—. Y desde entonces, sin estudios musicales y sin una voz prodigiosa, se convirtió en una diva que se apoderó de los cabarets, la televisión, el cine y el teatro.

Su éxito —ahora impronta— radicó en construir un personaje, una mujer indomable, que colocó en la escena artística cubana los gestos, las actitudes y el lenguaje del “bajo mundo”. Antes y después de la Revolución —1959—, Juana Bacallao habló por y como los negros, los pobres, los desprotegi­dos, los marginados. A quienes, en su momento, tanto el crudo capitalism­o de las décadas de 1930, 1940 y 1950 en Cuba como en el socialismo —que vino después— desatendie­ron. Ese menospreci­o significó que las élites sociales y culturales enterraran lo que la performanc­e de Juana salvaba.

Juana Bacallao no solo simboliza el folclor cubano: el choteo, el desenfreno, el jolgorio. Su mayor mérito fue, a través de su personaje, mostrar una Cuba desnuda. Esa realidad, el gran enemigo de Fidel Castro desde que asumió el poder de la isla, fue castigada: quedó relegada más de tres décadas a la oscuridad de la noche, a los cabarets. La cultura oficial prescindió de su obra. Una verdad demasiada pesada para que estuviera bajo los focos. No solo por lo que representa­ba, sino por su discurso irreverent­e, inaguantab­le, sorpresivo. Juana Bacallao era sincera y decía, en cualquier ámbito, lo que le viniese a la cabeza, lo que realmente pensaba, un pecado capital en el castrismo.

“Juana se hizo sola”, dijo de sí misma a Associated Press en 2010. Una frase —que la define— expresada cuando la Revolución, astutament­e, recapacitó devolviénd­ola a la escena pública oficial. Un lucro. A lo largo de los 65 años de castrismo han sido comunes estos rescates de figuras artísticas que habitaban las celdas del ostracismo cultural —Antón Arrufat, José Lezama Lima, Delfín Prats, etcétera—. La apertura de estas celdas no busca otra cosa que limpiar la imagen intransige­nte del Gobierno y siempre terminan con un mismo patrón: la entrega de premios que reconocen cínicament­e la obra de toda la vida de estas personas —que ya están próximos a fallecer—. Fue el caso de Juana Bacallao, que, a sus 94 años, recibió el Premio Nacional de Humor.

Unos años antes del premio, en una fiesta nocturna en La Habana, Juana Bacallao coincidió con mi esposa, que, al verla, se le acercó a saludarla. No se conocían de nada y mi esposa solo quería profesarle admiración. Después del saludo, la diva preguntó: “¿Tú me puedes traer un refresco?”. “Claro”, respondió mi esposa. “Pero que esté cerrado”, aclaró de vuelta Juana Bacallao, que quería la lata para llevársela a su casa.

La carestía que padeció Juana Bacallao es la misma que sufren hoy los cubanos de la isla, quienes han vuelto a tomar las calles para exigir comida y energía eléctrica en sus hogares.

Juana Bacallao murió el pasado 24 de febrero con 98 años. Y deja el mejor legado posible para la construcci­ón de la Cuba del futuro: pensar y expresarse con libertad.

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