El Pais (Madrid) - El País Semanal

“La gente de fuera no comprende cómo 14 mujeres pueden vivir juntas, encerradas, y ser felices”

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—¿Y es un buen marido?

Se ríe largo rato antes de contestar. —El mejor.

Sor Felisa dice: “Dudamos, somos humanas”, cuando pregunto sobre esos momentos en los que la fe flaquea. Los primeros años de vida en el convento son los más duros. “Es como cuando estás de novio y piensas que todo es perfecto y luego te casas y vienen los problemas”, explica sor Verónica. La fe y el amor romántico no son tan distintos.

A sor Isabel, el tormento de la duda le duró años. Sintió la vocación de ser monja temprano pero lo bastante tarde como para haberse construido una vida. Era sastra. Trabajaba en una tienda regentada por un musulmán y vestía ropajes estilosos que ella misma se cosía. En las fotos que guarda en su habitación sale sonriendo, bailando en bodas con amigas y posando en parques. Tenía una profesión. Tenía un salario. Lo abandonó todo por Dios. “Me dijeron que para viajar aquí cogiera una maleta con solo tres faldas, tres blusas, una chaqueta y un par de zapatos. Después de un año me dieron un hábito que tuve que llevar dos años. El mismo, sin cambiarlo. Eso fue duro, aunque más duro fue pasar en el convento las dos primeras Navidades. Me costó mucho el encierro”, recuerda.

—¿Pensó en abandonar?

—Sí. Yo pensaba: si las cosas no funcionan aquí, tengo la máquina de coser, rehago mi vida, me caso y tengo dos hijos. Esos primeros años, si Kenia hubiera estado donde Madrid, me habría ido mientras estaban rezando. —¿Se arrepiente de no haberse ido?

—No. Años después vi lo bello de esta vida. Me siento muy libre ahora. Aquí hay una belleza que no está afuera. Afuera mis amigos me cuentan sus problemas. A una amiga le maltrata el marido. A otra, los hijos. Yo no tengo esos problemas. Más de una amiga me ha dicho que ojalá hubiera tomado la misma decisión que yo.

Ya es por la tarde y Francisca observa a una pareja de cigüeñas sobre el campanario. “¿Cómo se llama el sonido que hace la cigüeña con el pico?”, pregunta. Se refiere al crotorar. La luz cansada de la hora de la siesta, a la que en el convento llaman la hora santa, muerde el banco de madera en el que reposa su cuerpo dolorido. Delante de ella está parado su andador.

Sor Francisca sintió la primera llamada cuando cumplió la mayoría de edad. Estuvo 20 años de hermanita de los ancianos desamparad­os. Hasta que su madre enfermó. “Salí con 27 años, en los que viví fuera de un convento”. Trabajó en un centro de menores, y a los 77 años el Señor volvió a llamarla. “Dios escribe derecho en renglones torcidos”, asegura. Ahora tiene 84 y hace muy pocos que se casó con Jesús.

—¿Usted ha tenido un marido terrenal? —Marido como marido, no.

—¿Novio?

—Novio como novio, no.

—¿Amigo?

—Amigo, sí. Pero con toda la moral, nada de llamar la atención.

—¿Qué quiere decir eso?

—Yo he sido completame­nte normal, y dentro de lo normal, pues las oportunida­des no las he rechazado.

Después, tras la oración de la tarde, Francisca y el resto de las hermanas se dirigirán a la misa de su iglesia, a la que también acudirá una pareja de turistas y 11 novicias de las Hijas del Amor Misericord­ioso, dedicadas a la vida activa y no a la clausura. Cantarán y escucharán la misa del cura. Luego, en su capilla, rogarán por los enfermos y por los creyentes y por los ateos, y por los pobres y por todos nosotros, pecadores.

Cenarán en el comedor, fregarán los platos en una gran cocina austera y alguien volverá a cantar, alguien se reirá. Su única hora de recreo del día la pasarán en la sala que usan para rezar el rosario, y en ella hablarán de su día, de sus sentimient­os o tejerán a mano la cuerda de franciscan­as que les sirve de cinturón. No leen periódicos. Los únicos libros que entran en el convento son sobre la vida de los santos. A veces, ven la tele. Algunas noches, también juegan al parchís. El premio: un caramelito para la que gana. A las diez de la noche, como por una orden no vista ni oída, volverán a abrir el libro de horas y terminarán el día con otro rezo. Afuera ya cae una oscuridad compacta. El gallo está dormido. El convento se queda en silencio. Mañana será otro día. A las 6.30, hora de levantarse. Después: lectura y laudes. Tercia. Desayuno. A las 9.00, misa. Un día completame­nte igual al día de hoy. Un día dedicado a las cosas pequeñas.

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