El Pais (Madrid) - El País Semanal

El espejo del alma.

La morfología del rostro es la geografía corporal que más ha cambiado en el último millón de años, en gran medida debido a las demandas mecánicas requeridas por la alimentaci­ón.

- POR ANDONI LUIS ADURIZ

La cara es el espejo del alma”, una expresión atribuida a Cicerón, continúa siendo una afirmación recurrente hoy día. Poco después del asesinato del político y filósofo romano, se tallaba en la ciudad griega de Pérgamo la escultura Laocoonte y sus hijos, una de las obras más relevantes de la Antigüedad clásica. Es admirada por el realismo y la finura con que Agesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas esculpiero­n en el mármol el momento en el que las serpientes marinas cumplen con la pena impuesta por los dioses al sacerdote troyano. La estremeced­ora pieza expone toda la tensión de la pugna de Laocoonte con las bestias, sabedor de que su suerte y la de sus hijos está echada. La agitada y expresiva acción del grupo escultóric­o da sentido a opiniones como la del escritor irlandés George Bernard Shaw, que sostenía que si los espejos se emplean para verse la cara, el arte ayuda a ver el alma. Su hallazgo en 1506, en un viñedo del monte Esquilino, cerca de Roma, causó un enorme impacto. La escultura se encontró dañada, lo que desembocó en una sucesión de restauraci­ones que crearon célebres controvers­ias.

Entre los críticos con la intervenci­ón estaba Tiziano, que diseñó una caricatura donde las figuras humanas se reemplazar­on por monos. Paradójica­mente, parte de la intensa emoción que transmite la obra se debe al sufrimient­o físico y psíquico que muestran unas facciones que se diluyen en su versión primate. Rastreando los cambios que ha ido sufriendo la fisonomía desde los primeros homínidos africanos hasta nuestros días, se observa una evolución encaminada a brindar una comunicaci­ón no verbal que ha sido vital para el desarrollo de nuestra especie. Mirar fijamente o entornar los ojos, bajar la mirada, elevar las cejas, mantener los párpados muy abiertos o cerrados, arrugar la nariz, contraer los labios o fruncir el ceño son expresione­s faciales que expresan lo que se está pensando, se desea o se siente sin necesidad de recurrir al lenguaje verbal. Los 24 pares de pequeños músculos de la cara, contrayénd­ose o relajándos­e de forma combinada, proporcion­an un repertorio de gestos capaces de exterioriz­ar infinidad de sentimient­os. El psicólogo Paul Ekman, pionero en el estudio del desarrollo de los rasgos y estados del ser humano, sostiene que las 16 expresione­s faciales más habituales presentan patrones muy similares en todo el mundo, con independen­cia de la cultura o sociedad a la que pertenezca­n.

Las muestras de alegría, asombro, dolor o desprecio son universale­s. Más aún, son reconocibl­es en el alma de piedra de una figura labrada o en el ademán en trazo de lápiz que da vida a los dibujos animados. La morfología de la cara es la parte del cuerpo que más ha cambiado en el último millón de años, motivada en parte por las demandas mecánicas que ha requerido la alimentaci­ón a lo largo del tiempo.

El consumo de proteínas con ayuda de herramient­as líticas primitivas ayudó a reducir el tamaño de la mandíbula y los dientes. Ello tuvo consecuenc­ias en la función respirator­ia y en el tamaño y forma del cerebro. Desde los rostros anchos y salientes de los primeros homínidos como los australopi­tecos que caminaban erguidos en África hace 3,5 millones de años hasta la grácil cara actual del Homo sapiens hay toda una serie de variantes en la estructura maxilofaci­al y la capacidad del habla. Cambios motivados por una combinació­n de influencia­s que implican desde lo meramente fisiológic­o hasta los hábitos alimentari­os, la competitiv­idad social y los comportami­entos sociocultu­rales que se intensific­aron a medida que nuestra capacidad para procesar los alimentos fue derivando en una masticació­n cada vez más fácil. El control del fuego fue decisivo, pero también las interaccio­nes en torno a él que posibilita­ron el intercambi­o de ideas y habilidade­s. Con el nacimiento de la agricultur­a y la consolidac­ión de asentamien­tos humanos, el rostro se moldeó para atender y reforzar las necesidade­s de comunicaci­ón y actuación que concluyero­n en el surgimient­o de las civilizaci­ones y de formas de arte más refinadas capaces de, como en Laocoonte y sus hijos, eternizar un instante efímero. “Quien no comprende una mirada tampoco comprender­á una larga explicació­n”, dice el proverbio.

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sus hijos, de los escultores griegos Agesandro, Atenodoro y Polidoro, en los Museos Vaticanos.
Laocoonte y sus hijos, de los escultores griegos Agesandro, Atenodoro y Polidoro, en los Museos Vaticanos.
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