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Volcán Tequila, la joya de Jalisco
Gastronomía precolombina, artesanía en technicolor, un reposado “en las rocas” y una ruta en bici entre agaves desvelan un México que palpita más allá de las modas.
Amanece en la región de Jalisco. La silueta del volcán Tequila se recorta sobre un cielo teñido de color salmón. Frente a él, en el fértil paisaje de los Altos y los Valles, la marea glauca de agaves que da identidad a este territorio se despereza. Hay más de 200 variedades de esta planta suculenta. A caballo, en bicicleta y en camioneta agrícola emprendemos la ruta del Agave tequilana Weber azul, origen del trago que ha puesto el nombre de México en la historia de la destilería.
Aguachiles de temporada, sopes de camarón y mole almendrado para compartir. En la bulliciosa calle Independencia de San Pedro de Tlaquepaque, el patio del restaurante Cielito Lindo (@cielitolindotlaq) nos atrapa con su sombra fresca y su vegetación fascinante. Colosales aves del paraíso, buganvillas en flor enamoradas del muro, euforbias de curiosas formas casi animales y la elegante y rarísima palma real colman de exuberancia cada centímetro de este patio colonial. Un dechado botánico que, visto con los ojos de quien solo conoce las plantas de este lado del Atlántico, resulta un espectáculo tan cautivador y adictivo como la gastronomía de esta región de México.
A los postres, una torta tres leches y un tequila reposado –que aquí se sirve en copa Riedel y se bebe despacio, a pequeños sorbos- nos animan a alargar la sobremesa antes de retomar el callejeo sin rumbo fijo por el centro histórico de este encantador Pueblo Mágico. Un pintoresco rincón del área metropolitana de Guadalajara donde la vida transcurre ajena al trajín de likes y redes sociales, y que ha hecho de su tradición artesana su mejor tarjeta de visita. Antes de volver a las calles perfumadas de jacarandás en flor, revisamos nuestras compras: una tortillera de palma trenzada de vivos colores, una guayabera bordada a mano, un mantel hilado y seis caballitos de vidrio soplado con el canto azul. Con razón San Pedro de Tlaquepaque carga con el aura de ser una galería de las mejores artesanías del país.
Hecho a mano con amor
No hay máquinas ni se escuchan motores en la plantación de agaves de la destilería Volcán de Mi Tierra. Burros y jimadores equipados con hoces y coas cortan a mano las pencas de los agaves maduros –entre seis y ocho años tardan las plantas en alcanzar este punto óptimo– para recolectar sus piñas rebosantes de azúcares. “Un agave bebe apenas un litro de agua al año para que su contenido en azúcar no se diluya”, nos explica Santiago Cortina Gallardo, director de la destilería. Cero aditivos, cero glicerina, cero esencias artificiales. Solo agave y nada más. Conocer el trabajo minucioso y 100% manual de la destilería nos asoma a una dimensión más de ese legado de artesanía ancestral que hemos admirado en la alfarería, los telares y el vidrio de Tlaquepaque. Una tradición que empieza en el campo, en el terruño, y donde todo el proceso está hecho a mano.
Atardece en Jalisco. Desde la hacienda La Gavilana que la familia Gallardo tiene en Ahuaulco, cogemos una bici para recorrer de nuevo la senda hasta la falda del volcán. A medida que nos acercamos a su imponente mole, la silueta del cono se recorta sobre un cielo teñido de rosas y púrpuras. Aquí, en los Valles de Tequila, la tierra es azulada y muy mineral. Emana efluvios herbales y especiados, y a esta hora de la tarde desprende una cálida sensación que nos acaricia y reconforta.
De vuelta a la Hacienda, la chef Maru Toledo (@marutoledovargas) ultima la cena en los fogones. Interesantísimo el trabajo de esta divulgadora gastronómica. Una cocina sin postureo que nace de la investigación de su cultura ancestral, como lo demuestra el menú con el que nos sorprende, creado a base de hortalizas precolombinas, diversas elaboraciones del maíz y hierbas con las que ya se sentaban a la mesa aztecas y mayas. Un viaje sensorial a los sabores del Viejo Mundo que supone una inesperada rara avis en tiempos de fusión. Como los caballitos de vidrio soplado, la guayabera y el mantel hilado, que atesoramos con cariño porque son mucho más que un souvenir. Antiguos nuevos lujos que demuestran que el latido eterno de Jalisco palpita por encima de las modas.