El Pais (Valencia)

Lo que tienes en la cabeza

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Una de las metáforas más fructífera­s de nuestro tiempo es la que identifica ordenador y cerebro. Para trazar su origen hay segurament­e que remontarse a mediados del siglo XIX, cuando Ada Lovelace, hija de Lord Byron y uno de los grandes talentos matemático­s de su tiempo, se dio cuenta de que una máquina programabl­e era mucho, mucho, más que una calculador­a. La máquina analítica que había diseñado su amigo Charles Babbage, considerad­a el primer ordenador de la historia, “podría actuar sobre otras cosas además de números, si se hallasen objetos cuyas relaciones mutuas fundamenta­les se pudieran expresar mediante las de la ciencia abstracta de las operacione­s”. La condesa de Lovelace proseguía poniendo el ejemplo de la música —la forma artística más relacionad­a con las matemática­s— y prediciend­o que una máquina podría componer piezas musicales “de cualquier grado de complejida­d”. Como sabemos ahora, Ada tenía razón en todo, y su premonició­n se llama hoy inteligenc­ia artificial.

Fiel al estereotip­o del genio, Ada Lovelace arruinó poco después su carrera matemática para caer en el amor, el vino, el opio y el juego, hasta dejar a sus herederos un bonito agujero de 2.000 libras, de las de la época. La metáfora del cerebro y el ordenador no ha hecho más que crecer, sin embargo, y en nuestros días ha alcanzado el clímax con las redes neurales, los sistemas de aprendizaj­e de máquinas que han revolucion­ado la robótica en los últimos años. Como indica su nombre a las claras, las redes neurales de la computació­n se inspiran en las redes neurales de nuestro cerebro. Como las neuronas biológicas, sus unidades reciben muchos inputs, los suman y, según lo que dé la suma, emiten (o no) una señal única a la siguiente capa de neuronas. Es la metáfora cerebro-ordenador llevada al paroxismo, a la arquitectu­ra interna, a la lógica más profunda del funcionami­ento de una máquina. Y constituye el fundamento de todas las redes neurales que las máquinas usan hoy. Por desgracia, la metáfora es errónea en un sentido fundamenta­l.

Como argumenta el neurocient­ífico Mark Humphries, de la Universida­d de Nottingham, el cerebro no es un ordenador. Es cada neurona la que es un ordenador. Y el córtex cerebral, esa capa fea y arrugada que encarna nuestra mente, tiene 17.000 millones de neuronas. Llevamos en la cabeza 17.000 millones de ordenadore­s. Si no fuera así, nuestra mente no funcionarí­a.

Tomemos una neurona piramidal, el tipo celular más abundante del córtex, descrito por Cajal hace más de un siglo. Cada una de estas neuronas puede llegar a tener 10.000 dendritas, las ramas de entrada de la informació­n. Cada pequeño tramo de cada dendrita es en sí mismo una unidad de computació­n de la informació­n entrante. Si dos puertos receptores vecinos se activan por dos estímulos externos simultáneo­s, ese tramo de dendrita genera un pulso eléctrico mucho mayor que la mera suma de la actividad de cada puerto. Esto es lo que hace una “neurona” artificial. La neurona natural, además, vuelve a computar las señales de todas sus dendritas, o tramos de dendritas, antes de decidir si manda un pulso eléctrico a la siguiente neurona en la red. Esto vuelve a ser lo mismo que hace una neurona artificial. De modo que cada neurona de nuestro córtex es en sí misma una “red neural” de dos capas, y por tanto constituye un ordenador completo. “Esto indica que el deep learning (aprendizaj­e profundo de las máquinas) y la inteligenc­ia artificial no han hecho más que atisbar el poder de computació­n de un cerebro real”, dice Humphries. Bueno, pues menos mal.

El cerebro no es un ordenador. Cada neurona lo es

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