Macron cede
El presidente francés anuncia tarde un giro social con consecuencias en la UE
La crisis de los chalecos amarillos tendrá un coste elevado para el presidente Emmanuel Macron, para Francia y para la UE. Las protestas de las clases medias empobrecidas plantea un desafío a las democracias liberales, ya sometidas al asedio de las fuerzas populistas pujantes. Sin ser un movimiento masivo y sin un programa coherente, con manifestaciones que han dejado paisajes de destrucción en París y otras ciudades, los chalecos amarillos han forzado un cambio en la política económica y en la lucha contra el cambio climático del Gobierno democrático de una potencia europea. Los efectos van más allá de las fronteras francesas.
El discurso de Macron, el lunes por la noche, era necesario para calmar los ánimos después de semanas de parálisis. Las medidas que presentó, diseñadas para aumentar el poder adquisitivo de la Francia que madruga y no llega a fin de mes, apuntan a un giro social que incluye un aumento del salario mínimo en 100 euros mensuales. Otra medida, anunciada la semana pasada, es la supresión del aumento de la tasa a la gasolina y el diésel. El mea culpa del presidente por las actitudes arrogantes del pasado puede ayudarle a reconquistar a los franceses, así como un método de mando menos autoritario y abierto a la concertación con los sindicatos y los poderes locales.
La respuesta de Macron a la crisis, cuyo desenlace sigue abierto, demuestra la fragilidad, incluso en los países que lideran este combate, de las políticas medioambientales, en las que la fiscalidad para disuadir del uso de energías contaminantes es una pieza esencial. También erosiona su credibilidad de presidente. Los parches para apaciguar la cólera de los chalecos amarillos difícilmente resolverán los problemas de fondo que han llevado a esta explosión, pero representan un regreso a las viejas costumbres de los dirigentes franceses: recurrir a la chequera pública para afrontar el descontento social. Las medidas costarán unos 10.000 millones de euros y pueden disparar el déficit al 3,5% del PIB. Las alarmas ya han saltado en Europa. La Alemania del rigor presupuestario encontrará la justificación definitiva para descartar cualquier iniciativa ambiciosa junto a Francia. La Italia nacionalpopulista de Matteo Salvini verá en los desvíos presupuestarios franceses la coartada para reafirmarse en su negativa a las admoniciones de Bruselas. El sueño europeísta de Macron queda un poco más lejos.
La paradoja es que los chalecos amarillos, que hoy condicionan la agenda francesa y europea, raramente han congregado a multitudes, aunque disfrutan de una simpatía mayoritaria en la opinión pública. La cifra de manifestantes nunca ha superado las 300.000 personas en todo el territorio. Es significativa, pero modesta en comparación con movimientos sociales recientes. Y, sin embargo, han logrado lo que ni los sindicatos ni la oposición lograron en años anteriores de lucha ordenada en la calle y en el Parlamento: poner en dificultades graves a un presidente y un Gobierno elegidos en las urnas un año y medio antes y obligarle a modificar su rumbo. Fue cuando los disturbios y el caos —atribuidos a una parte de los chalecos amarillos y a grupos externos— alcanzaron niveles tan insoportables para las autoridades que Macron decidió ceder. Los políticos deberían ser capaces de afrontar los problemas antes de llegar a ese punto. Y Macron no ha sabido sortear el doble reto de mostrarse sólido en la defensa de un programa legítimamente escogido en las urnas y a la vez ser sensible a problemas sociales que debe canalizar. Ese difícil equilibrio debería poder ser transitado. Gobierno es consciente de que el desempleo juvenil es uno de los más elevados de Europa, lo cual plantea una situación social insostenible, y que en España la tasa de paro entre los jóvenes triplica la tasa general de desempleo. Las consecuencias de esta disfunción son emigración del talento más joven, subempleo entre los que deciden quedarse y frustración entre los padres, que observan cómo los esfuerzos gastados en la formación de sus hijos caen en saco roto. Esta es una brecha social que debe ser cerrada con urgencia.
El plan del Gobierno pone sobre la mesa 2.000 millones para invertir en los próximos tres años y un detalle importante que no conviene minusvalorar: un acuerdo tácito con empresas y sindicatos para aplicar el plan. La mayor parte de ese dinero se utilizará en formación, una decisión correcta, pero que no atiende a todas las ramificaciones de la ocupación juvenil. La contratación de 3.000 orientadores, encargados de guiar a los parados menores de 25 años por los vericuetos de las ofertas de empleo, responde a la misma calificación: es acertada, pero por sí sola no basta. En conclusión, una vez más las intenciones son buenas, las decisiones son correctas, pero los recursos parecen o insuficientes o parciales. La distancia entre objetivos y medios en este plan parece excesiva.
No se trata solo, aunque también, de que esos 2.000 millones hayan sido rebañados con prisa de otros programas vigentes y de que el dinero nuevo sea más bien escaso. En tiempos de ajuste presupuestario sería una ilusión pretender recursos abundantes. Para subir el empleo juvenil es necesario, además de aumentar la formación, casar con más eficacia la oferta con la demanda y persistir en la inversión durante al menos cinco años, acabar de la forma más expeditiva posible con las prácticas que convierten a un joven en becario eterno, sujeto a condiciones contractuales abusivas, en un marco organizativo que se salta las categorías laborales y olvida por sistema el principio de que los puestos de trabajo fijos deben ser cubiertos con contratos fijos. Los incentivos a la contratación de jóvenes tienen que acompañarse con un cumplimiento estricto de las normas laborales, una casuística detallada sobre los plazos en los que un contrato temporal se convierte en estable y una inversión sustancial en aumentar las inspecciones laborales.