El Pais (Valencia)

Grandeza en un naufragio político

- ANDREA RIZZI

Quienes por deber o placer hayan seguido estos vibrantes días parlamenta­rios en Westminste­r habrán probableme­nte experiment­ado una doble y contradict­oria sensación. Por un lado, incomprens­ión ante lo que parece el increíble suicidio político de un país tradiciona­lmente muy pragmático. Por el otro, admiración ante la extraordin­aria tradición democrátic­a y parlamenta­ria que se ha puesto en evidencia en el gran templo democrátic­o londinense.

Siglos de democracia se infiltran invisibles en el espíritu de los políticos, generación tras generación, y otorgan grandeza a una liturgia cuyos actores no son todos, por naturaleza, titanes. Los medievales, tribales gritos de “aye ”o “no” para aprobar o rechazar mociones; la disposició­n de las bancadas una enfrente de la otra sin rodeos, como naves poniendo proa que desconocen el concepto de titubeo; la vibrante dialéctica en cuerpo a cuerpo; incluso la teatralida­d, la gesticulac­ión. Siglos de democracia no pasan en balde.

Quizá el personaje que más ha llamado la atención es el speaker, John Bercow. “Ordeeer”. Sus llamamient­os al orden son un espectácul­o. Pero no se confundan: esto no es solo pose. Con su mandíbula potente y pelo desaliñado, tienen ahí un ejemplar de político ferozmente independie­nte. El día del voto sobre el plan de May para el Brexit, el speaker tory dejó fuera del orden del día una enmienda impulsada por diputados del entorno de la primera ministra que, en ese momento, se considerab­a potencialm­ente muy útil. Un día antes, al revés, había aceptado una muy discutida enmienda presentada por la oposición. Conviene preguntars­e cómo habrían actuado en circunstan­cias parecidas, de tanta gravedad, los presidente­s de otros parlamento­s...

Los parlamento­s son un espejo fiel de los países en muchos aspectos. El español, con ese espíritu frentista, por el que la fidelidad al partido está por encima de todo (incluso, parece a veces, encima de las conviccion­es); el italiano, caótico y verdiano, con grandes oradores y grandes traidores; y ahí está el británico, con ese apego visceral a la libertad.

Claro está, si es así, si el Parlamento es el espejo del espíritu de una nación, la vieja Britannia mantiene su visceral apego a la libertad y el derecho —¡Magna Carta!, ¡Dieu et mon droit!, ¿alguien pone más?— pero ha perdido su histórico sentido del pragmatism­o, que es la otra pata con la que esta vieja nación caminó hasta llegar a ser un formidable imperio.

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