Waterloo vs. ERC
Puigdemont quiebra al secesionismo al apelar al Tribunal Constitucional
El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont —prófugo en Waterloo— acaba de disparar una acción judicial contra su pie, contra el bloque independentista y contra algunas defensas jurídicas de los procesados que están presos. Su pleito para que se le restituyan los derechos propios del diputado autonómico, a los que no renunció pese a haberse comprometido a ello su partido, ha alegrado a sus rivales. Pero mucho más ha irritado a sus seguidores, al visibilizar en una acción judicial nada menos que contra la cúpula del Parlament —de mayoría secesionista— la fractura casi siempre disimulada del bloque independentista. Y en especial, como va siendo obvio, a sus socios de Esquerra Republicana. Aparentemente, estos han asumido la excusa de que este recurso era meramente “técnico” para mantener en vilo la causa del fugitivo hasta agotarla en el ámbito interno. Y así poder después, claro está, recurrir a la jurisdicción europea del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Pero esa causa ya estaba viva y agotará el trámite doméstico, pues un recurso similar de todos los afectados ya fue aceptado a trámite por el Tribunal Constitucional. Así que el recurso no era indispensable a esos efectos y se presenta sobre todo como la tentativa de mantener el protagonismo individual, dado que en la inminente vista oral recaerá en quienes tuvieron al menos el gesto de afrontar sus responsabilidades, en lugar de rehuirlas.
Puigdemont alega que fue desprovisto por la Mesa de sus derechos sin ser escuchado y “de manera arbitraria”, cuando sus partidarios lo hicieron tras intensas consultas en el puente aéreo Barcelona-Waterloo, propiciando su delegación de voto (a la que finalmente se negó) para conservar la mayoría separatista de la Cámara. Desautorizándolos a ellos, hace lo propio a sí mismo.
Actúa, además, contra sus propios actos (verbales). Pues recurre a un tribunal del que dijo en septiembre de 2017 que estaba “deslegitimado, desprestigiado y politizado” y “conchabado con el Gobierno”. Ese oportunismo selectivo sobre el foro jurisdiccional es incapaz de condicionar el criterio de ningún magistrado profesional, pero destruye la presunción de coherencia de quien lo practica. Al apelar al Constitucional Puigdemont consagra en la práctica lo que en la retórica niega: el reconocimiento de sus competencias y autoridad como vigilante de los otros poderes. Lo que implica otro vuelco a la resolución del Parlament con la que inició el 9-N de 2015 la penúltima fase del procés, considerando “desprovisto de legitimidad y de competencia” a dicho tribunal. Puigdemont llama a la puerta de los mismos jueces a los que recurrió antes el Gobierno (entonces del PP): ambos, contra decisiones del Parlament de mayoría secesionista. Justo al mismo foro al que recurren ahora por motivo más sólido los enjuiciados encarcelados, solicitando en amparo que cese su prisión preventiva y se reemplace por una medida cautelar menos gravosa.
Coincide esta sorprendente acción jurídica autolesiva con otra maniobra propagandística de cierto vuelo. Las terminales independentistas en el mundo del PEN, el club mundial de escritores, han sabido maniobrar para lograr apoyo a la libertad condicional de los Jordis. Lo que actualiza el debate sobre la versatilidad mediática secesionista y su insuficiente respuesta. sería que se vaya de la Unión, sin acuerdos ni pactos, quien ha sido durante 43 años el tercer socio en envergadura económica y demográfica. Esto provocaría, a conciencia y por decisión propia, graves daños en su economía, perturbaciones en las comunicaciones, los transportes y el comercio, alteraciones en la cadena de producción multinacional, dificultades para los trabajadores desplazados e incluso un agujero de 16.500 millones de euros en el presupuesto europeo hasta 2020.
Ni el Gobierno de Londres ni la oposición tienen derecho a someter a los europeos, británicos incluidos, a la tortura que significa la falta de un acuerdo durante las próximas nueve semanas. May no quiere ceder porque necesita la amenaza de salida dura para convencer al Parlamento Europeo para que apruebe su acuerdo y a los 27 para que le regalen alguna concesión que permita vender mejor su ya averiada mercancía. Corbyn, atrincherado en sus instintos izquierdistas contrarios todavía a la “Europa de los mercaderes”, no quiere un segundo referéndum ni tampoco apoyar el Brexit pactado por May en Bruselas. Solo echar a May y ocupar su puesto a través de unas nuevas elecciones.
Si hay alguna circunstancia que requeriría el máximo consenso es la que se le plantea a Reino Unido en su proyecto de salida de la UE. Emprendida en las actuales condiciones de fragmentación parlamentaria, división dentro de los partidos y desacuerdo entre Gobierno y oposición, amenaza con crear una crisis de imprevisibles consecuencias. Como tal está siendo ya tratada y prevista por los Gobiernos responsables, el español entre otros, que están preparando planes de contingencia.
La amenaza adquiere tintes dramáticos en Irlanda, donde el restablecimiento de una frontera física de separación entre el Úlster británico y la República de Irlanda significa el regreso al pasado de tensiones entre comunidades, superado en los Acuerdos del Viernes Santo (1998) gracias a la confluencia de Londres y Dublín en el marco de cooperación intergubernamental de la construcción europea. Sería una irresponsabilidad que May y Corbyn permitieran arruinar aquella difícil y exitosa reconciliación, construida a imagen de la reconciliación entre franceses y alemanes en los que se fundamenta la propia Unión Europea.