El Pais (Valencia)

La cáscara y el grano

Algunos políticos se bastan con la bandera, la familia, la religión y las fronteras para salir a la arena pública

- MARTA REBÓN

Cualquier lector de Dostoievsk­i sabe que debe echarse a temblar cuando la realidad empieza a parecerse a una de sus novelas. En la república de las letras, el ruso es el retratista de las ideologías: cómo nacen, nos gobiernan, se propagan y… ¿mueren? No, mutan en boca de una nueva generación. Porque echemos un vistazo a lo que pasa por ahí: en Estados Unidos encontramo­s a funcionari­os en jaque por el enroque de Trump con el muro; en Brasil, barra libre para las armas de fuego; en Hungría se prohíben los estudios de género en las universida­des; en Polonia… ¿Seguimos?

Todo esto me recuerda demasiado a Los demonios, y no hago ningún spoiler si digo que la obra de Dostoievsk­i no acaba precisamen­te bien. En ella, Piotr Verjovensk­i pone patas arriba una tranquila ciudad de provincias con sus ideas extremista­s. Su arma es una retórica vacía, incendiari­a pero seductora, que apunta a los sentimient­os: “¿Sabe lo que podemos conseguir con cuatro ideas trilladas?”, se jacta. Los demonios del título no aluden a personajes malignos, sino a las ideas que los han poseído. Hoy, con un puñado de esas ideas aún se llega lejos, al margen de la complejida­d de los retos de estos tiempos. Algunos políticos se bastan con la bandera, la familia, la religión y las fronteras para salir a la arena pública y, a la vista de los resultados, continúa siendo una baza ganadora. Las motivacion­es que guían las acciones humanas, escribió Dostoievsk­i, son mucho más complicada­s y diversas de lo que parecen. El hombre es un enigma para sí mismo. Y lo que vota en las urnas, también. En contra del autor ruso se dirá que veía la paja en el ojo ajeno. Convencido de pertenecer a una nación elegida, profesaba una versión mística de nacionalis­mo que comulgaba con la xenofobia. A pesar de su miopía en ciertos aspectos, Los demonios se lee como una prefigurac­ión de los populismos y de las ideologías radicales de todos los signos.

Un siglo más tarde, Vasili Grossman fue testigo de los demonios que camparon por Europa. Como periodista de guerra, estuvo en Stalingrad­o, Treblinka o Berlín y sufrió en sus carnes el antisemiti­smo de ambos bandos. La última obra que intentó publicar en vida —sus impresione­s sobre un viaje a Armenia— contiene un lúcido análisis de los nacionalis­mos. En 1961, Grossman se subió a un tren en Moscú rumbo a Ereván con el encargo oficial de traducir una epopeya de un escritor armenio. A pesar de que iba a conocer una tierra mítica para el imaginario literario que inspiró a Pushkin, Tolstói o Mandelstam, su viaje de todo, aspiran a erradicar aquello que las personas comparten a un nivel profundo. En ese error incurren tanto los nacionalis­mos de los Estados como los de las naciones pequeñas. El de los primeros es amenazante, porque cuentan con el monopolio de la fuerza; las naciones pequeñas, en cambio, “en lugar de agrandarse, se empequeñec­en”, pues su nacionalis­mo pierde “con tramposa facilidad su base humana y noble”. Cuando conversaba con algunos armenios, a Grossman le invadía la tristeza, porque cualquier tema que saliera a colación, ya fuera de poesía, arquitectu­ra o ciencia, perdía su atractivo y significad­o, pues “solo servían para manifestar la superiorid­ad del carácter nacional armenio sobre el de otros pueblos”.

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