Está bien la discreción, pero tampoco está tan mal entrometerse un poco, observar y actuar en el círculo que abarca tu mirada
de hacer de niñera, y entró a por su padre. Al poco rato salió Petru con su hija. El niño, de unos dos años, corrió a los brazos de su abuelo y la señora desconocida sonrió satisfecha, igual que yo.
Está bien la discreción, pensé, no molestar a los desconocidos con preguntas o comentarios incómodos. Está bien que cada cual vaya a lo suyo, y a los suyos, sí. Pero tampoco está tan mal entrometerse un poco, observar y actuar en el círculo que abarca tu mirada. De alguna forma, esa señora desconocida —que para mí resultaba absolutamente familiar pues podría ser cualquiera de mis tías— tan solo pretendía poner orden en el caos, atar cabos, poner voz al silencio, y me la imaginaba quitando piedras del campo que heredó de su padre, o visitando a una vecina, y también me la imaginaba atando un palito a un cactus no pienso pasar más veces por esta tortura. Siempre dices lo mismo, mamá, pero luego vuelves.
A la salida del vestuario coincidimos con la mujer desconocida y su marido que, por cierto, era francamente antipático, aunque lo más seguro es que no se sintiera bien el hombre. Estuve tentada de dirigirme a ella, de agradecerle el gesto que había tenido con Petru en la sala de espera donde nadie se preocupaba por nadie que no fuese de su familia. Pero creo que la habría asustado o me habría tomado por loca si le hubiese dicho: “Gracias a personas como usted, que permanecen atentas, el mundo continúa funcionando”. Así que me limité a sonreír, y llevando a mi madre del brazo noté que nos seguía con la mirada.
Cristina Grande
es escritora.